Álvaro Ruiz Fernández (Ottawa, 1953), poeta de culto –con una docena de libros–, cronista dotado, fue uno de los integrantes más jóvenes en su momento de la Unión Chica, que lideraba el príncipe Jorge Teiller [que conmemoramos este mes] y que reunía durante la Dictadura en Chile un manojo brillante, a contramano del poder y del contrapoder, de vates, escritores y visitas en cada encuentro en el mítico bar capitalino… una verdadera universidad desconocida como diría Bolaño. Álvaro, dueño de una poesía clara, contundente, cada vez más radical y decisiva, sin perder la inefabilidad y el misterio de la poesía, sigue siendo un hijo ilustre de la tradición lárica, pero con su propia carga, condensa las preocupaciones de la propia vida, de la poesía y su tradición, y de momentos históricos y políticos como telón de fondo o grieta, con imágenes que depuran un discurso coherente, sagaz, nómade y profundo. Un poeta aguerrido y órfico que admiramos, vive en el corazón salvaje de la poesía desde que pasó un poema de «De la Vega» por suyo a los 9 años y que ahora acampa en el «Litoral de los poetas», trazando su despeñadero o barranco, en este país ingrato con sus poetas mayores. De todas maneras se las arregla, a duras penas, como tantos estos días, relee Don Quijote de la Mancha, escucha Nina Simone, se deleita con los cuadros de su amigo pintor Andrés «Titi» Gana, en este país que se está hundiendo en el mar, sin norte, como bien dice.
Poema de la gruta
Heme aquí en la gélida gruta
donde el sol es la puerta
que alumbra los primeros escalones
que descienden a este suelo de piedra
donde el primer hombre bendice al último
en la oscuridad que antecede a la luz.
Me alimento de filtraciones y musgos incoloros
y recorro el universo palpando los muros
que llevan a otras situaciones primeras
como el de la mujer deseando subir
los peldaños que llevan al horizonte
curvo de la vida y la recolección.
Yo he querido guarecerme abajo
grabando las primeras escenas del hombre
sobre las rocas de este altar
con tintes de sangre y sacrificios violentos
de hombres que alzaron el vaho
hacia el cielo de una noche sin astros.
De una noche en los oscuros bosques
donde los troncos del alma suben al cielo
mucho antes de que Prometeo nos diese el fuego
que iluminó los rostros y alejó las sombras
de nuestra auténtica superstición que era
un dios oculto y vengador.
Encendí antorchas en cada cueva
y en la original enfermedad de seguir a la mujer
subí a la pradera y depredé a mi alrededor
de todos los metales fabriqué distintos cuchillos
los que utilicé en el degüello de animales
con cuyas pieles me cubrí.
Todo lo restante lo dice el entierro del pasado
voces de otros hombres que vieron el sol
que sumaron, adoraron y murieron
largándose en una barca aritméticamente abstracta
hacia el centro de la memoria
en un régimen axiomático gobernado por las dudas.
Que por antonomasia son exactas
Ya que la regla elude la confirmación
Y el universo que es trastorno continuo
Alumbra indistintamente los dos hemisferios
En la idea de una deducción a la velocidad de la luz
Ausente en los prados inmediatos del color.
Entre pestañas y la noche que amanece
Entre pestañas y la noche que amanece
Van quedando para el laboratorio del fotógrafo
Escenas difusas del día anterior
Instantes recapturados en la memoria del lente
Rollos de negativos sumergidos en líquidos amnióticos
Como en Blow up la reconstitución del crimen
El fotógrafo
Los ojos a través de la ventana
Imágenes de un parque centenario
Bandadas de aves atravesando el cielo hacia el sur
Hacia un Chile de bosques y espejos
Entre las mismas difusas escenas del día anterior.
Un poema fatal
1
Me quería matar con un cuchillo,
encerrarme en un círculo,
en una circunferencia llena de dientes, sangre y ojos de miradas fulminantes.
Quería que el viento negro me despeinara.
Quería verme suicidado. Eso quería.
Regalarme manojos de flores marchitas.
Ahorcarme, cortarme las venas,
clavarme agujas infectadas de malos agüeros.
Sin embargo, desde lo alto de un árbol
uno de sus demonios se compadeció
de ver a alguien demoníacamente inútil.
Sus ojos llamearon y vi la luz,
que es luz y es salvación.
Entonces grité y las estrellas más distantes
parpadearon en el cielo infame de la desesperanza.
Qué haré,
qué haré con esta vida y el sentido contrario,
contrariedad plena y satisfactoria,
que aloja sus substancias inmensas
en el hemisferio oculto de la creación.
2
Me quería matar con una escopeta,
hacerme un forado en el centro del equilibrio,
agujeros distintos desde donde yo vería
la flor roja del fuego
que arde rodeada de almas en pena.
Eso quería.
Yo le blasfemé.
Oré a algunos dioses que se mantuvieron al margen.
Las confusiones se extinguieron
y el dolor quedó a solas
como el fragmento de un cuerpo celeste
que desintegrado cae a la tierra.
Y ella, la tierra, tembló.
Y la culpa no era mía
ni tampoco de ella.
Era la venganza de nosotros mismos.
Qué haré, qué haré, me dije
y el éter que es propiedad de los sueños
me llevó a un mundo lleno de niebla
donde los árboles crecían invertidos
y las raíces en lo alto se extendían
y señalaban la semicurva línea de un horizonte vertical.
Me quería matar con una escopeta,
arrancarme los ojos,
cercenarme el miembro,
avasallar, avasallar.
3
Me quería matar con una piedra
angular y cuyo significado ella no comprendía,
llevarme a nadar a los pantanos,
a las arenas movedizas,
caminar a los desiertos del Sahara y de Atacama.
Eso quería.
Como yo ya tenía mi vida deshecha,
no le hice caso.
Entonces me habló de un colibrí
que bebía de sus labios,
de un pajarillo que batía sus alas
en el encierro que ella quería.
Que ella quería.
Entonces fue cuando quiso con un palo
golpearme la cabeza,
el cerebro.
Sustraerme,
volverme loco,
llevarme de la mano a un precipicio feroz,
a un acantilado, a un acantilado.
Me quería matar con una piedra, un cuchillo y una escopeta,
arrojarme al vacío,
hacerme feliz.
Confesión de un granuja
Por influencia del medio
He aprendido a ser un granuja
Un menesteroso
Un terrible hijo de puta de filuda cortaplumas
Un hombre que ve la puesta de sol y miente
Un chango alcoholizado aún recolector
Un orillero en la cartografía primera hispana
Cuando Drake, Morgan y Darwin paseaban por la bahía
En blancos veleros sobre el quieto vaivén de las olas
Echando anclas frente a esta tierra prometida
Polvorienta y llena de pulgas
Sin amor ni vides
Con la exactitud que otorga el paisaje sobrecogedor
Que es la alta y solitaria cordillera de Los Andes
Con los ojos siempre puestos sobre la blanca espuma oceánica
Donde atracaron embarcaciones de banderas inglesas y españolas
En medio de un cerebro inmensamente tramposo y hemisférico
En la metafísica de mi mal llamado corazón
Lo que no es menos duro que las rocas del Caúcaso
Donde Prometeo encadenado lloró la mariconada de los dioses
Y, por sobre todo, la eterna ingratitud de los hombres.
Como el loco del tarot
Como el loco del tarot leo e interpreto las señales
Los graznidos de los queltehues sobrevolando el claustro
El haz de oro que atraviesa las nubes
La piedra ovalada hallada en los verdenegros bosques de pinos
Que crecen a un costado de este promontorio frente al mar.
Como el loco del tarot observo el horizonte
Y en él nada dura más que la luz que alumbra
Las esquivas señales de un loco aparecido en el tarot.