por Miguel Villalobos Martínez
Lo recuerdo muy bien. Cuando era niño, mi madre trabajó varios años en una clínica que no era como las otras: dentro, atendían a ancianos y ancianas que padecían alzheimer. En más de una ocasión tuve la oportunidad de recorrer sus pasillos y andar entre aquellas personas que solían moverse erráticamente o hablar incoherencias, aparentemente en “otro lugar”, casi siempre ajenos a su entorno inmediato. No lo sabía en ese entonces, pero ahora que ha pasado mucho tiempo empiezo a comprender lo absolutamente terrible de la situación.
Pensar, por ejemplo, que las experiencias guardadas en nuestros recuerdos comiencen a desvanecerse de un momento a otro; o que, de forma inexorable y paulatina, todo lo que ha perdurado en la memoria -y que de alguna manera constituye lo que somos- se desintegre hasta convertirse en nada es algo imposible de procesar sin dolor. Y es curioso, porque mientras vivimos muchas veces deseamos no recordar, cubrir con ese manto que llamamos “olvido” todo aquello que a veces nos desagrada, que nos duele o que nos atemoriza. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando ese olvido es involuntario?, ¿habrá acaso algo más triste, más trágico que olvidar lo que no se quiere olvidar? Pues ese parece ser el verdadero problema, sobre todo si consideramos que el ser y su memoria son una sola cosa; y que la destrucción de uno implica necesariamente la del otro.
Caja de Resonancia de Constanza Anabalón (editado por Libros La Calabaza del Diablo el año 2016) ilustra muy bien este dilema. Dividida en tres partes, la novela incluye variedad de recursos técnicos y estilísticos que permiten a la autora construir un discurso que trata principalmente sobre la memoria. Y aunque lo hace desde el espectro archiconocido de la narrativa autoficcional, logra utilizar dicha forma como una herramienta que permite acceder genuinamente a la historia que se cuenta, sin que el ego produzca desbalances. En otras palabras, consigue que el “yo” sea el medio -y no la excusa- para acceder a los recuerdos. En las siguientes líneas, revisaremos aquellos aspectos que comprueban lo anterior, explorando de paso los diferentes ecos de vida que, como testimonios, resuenan al interior de esta caja.
Parte 1: si es el “yo” quien vive, es el “yo” quien recuerda
Ya mencionamos que esta novela, como muchas otras obras nacionales, está escrita en clave de autoficción. Es un rasgo predominante en la literatura de posdictadura, especialmente en la narrativa. Por ello, no soprende el hecho de que esté redactada en primera persona y que la narradora -también protagonista (¿también autora?)- comience a contarnos, desde la primera línea, quién es, qué hace o qué siente. La visión de los hechos está completamente determinada por la percepción de quien cuenta la historia y, en este sentido, los rasgos típicos de este tipo de historias se dejan ver sin dificultades: descripción de situaciones cotidianas, exposición subjetiva de detalles personales y del entorno, digresiones recurrentes, etc.
No obstante, en esta caja también hay cosas que se apartan del canon; específicamente dos elementos que llaman de inmediato la atención: en primer lugar, se incluye como página inicial (y luego de las acertadísimas citas epigráficas de Alejandra Pizarnik y Gastón Soublette) un texto sobre la memoria que resulta tan breve como sustancioso, firmado por Beatriz Tohá Grau (tía de la autora); en segundo lugar, destaca que al final de cada capítulo se agregue un texto breve, escrito en verso y casi siempre con una gran carga poética. Esta dualidad discursiva se mantendrá a lo largo de toda la obra y resulta interesante su aporte en términos de complementareidad.
Dicho esto, la historia se centra en Alejandra, una joven que intenta recomponerse luego de que las dos mujeres más importantes en su vida fallecieran (primero su tía, luego su madre). En el intertanto, lucha también por conseguir reparar y sacar a flote la relación que mantiene con su padre y su expareja. Por eso es natural que el punto de partida de esta historia sea con Alejandra en una junta de año nuevo posterior a la muerte de su tía, con una familia fracturada que busca reencontrarse. Pero no lo hace por convención, costumbre o tradición (y aquí comienza a notarse una diferencia trascendental): lo hace para recordar, pues, con mayor o menor grado de consciencia, todos comprenden que solo por esta vía es posible una restauración verdadera. Al respecto, un texto escrito por la tía de Alejandra en vida, y que encuentran los primos en un viejo computador, resulta ilustrativo:
“¿Cómo se guardan las imágenes en la mente? ¿Qué sucede con ellas cuando el cuerpo que las retiene se desintegra en cenizas? ¿Hay una memoria que las conserve más allá de la muerte? Ese presente que ya no está, ¿puede florecer en otro texto? ¿O simplemente, como una pintura, irá desapareciendo?” [1]
Desde este punto, el tema del recuerdo comenzará a hacerse cada vez más presente. Los momentos más felices de la protagonista (la cercanía con sus seres queridos, las visitas a la casa de sus tíos, las vacaciones, etc.) junto con las vivencias menos afortunadas (separación de los padres, el país en Dictadura, la muerte, etc.) se conjugan, pese a su polaridad, en un mismo espacio común: la memoria. Y esto es relevante debido a que todas estas experiencias son narradas como anécdotas, con bastante ritmo y mucha simpleza, sin por eso quedar relegadas al plano de lo accesorio. Vuelvo a la reflexión inicial: aunque en la autoficción chilena contemporánea es común encontrarse con pasajes descriptivos poco relevantes, aquí la autora consigue vencer lo “gratuito” de los eventos personales para dar énfasis al recuerdo, el cual funciona como consecuencia de una vivencia significativa y no al revés:
“Llegué a la orilla de la laguna donde estaba mi madre. Sentada en una pequeña estructura de madera repleta de musgo. Tenía los jeans arremangados, y sus dedos jugaban con el agua (…) Intenté ser silenciosa, pero no me resultó. El radar de madre me descubrió. Me arremangó los pantalones del pijama, y me sentó a su lado. La miré largo rato hacer su ritual. Sentí que estaba en el lugar más hermoso de la Tierra”. [2]
Una vez que se ha dado énfasis a la memoria, las posibilidades son múltiples. Constanza Anabalón parece muy consciente de ello y no duda en manipular los recuerdos como si de un material plástico se tratara: no solo los describe (formato narrativo tradicional), sino que aprovecha sus cualidades fragmentarias para relacionarlos unos con otros (destaca la parte cuando se hace un paralelo entre las consecuencias anímicas que deja la pérdida de una madre y las que deja una ruptura amorosa; o cuando se relata el allanamiento que hace la DINA en la casa de sus tíos, actualizando en el presente el dolor y la desesperación que se vivió en el pasado) o para reestructurarlos, dando énfasis a aquellos aspectos que convierten un recuerdo negativo en uno positivo y consagrando así la posibilidad que tenemos todos de utilizar la memoria a nuestro favor. Así ocurre cuando Alejandra recuerda sus andanzas con la Dani, su primer gran, fatídico y recurrente amor. La relación entre ambas mujeres es tan patética que resulta cómica:
“Finalmente caí en el cliché lésbico: ir a una fiesta súper prendida llena de mujeres increíblemente guapas, pero ir con tu ex con quien has terminado al menos diez veces en el último año. Muy buena música, el ambiente prendidísimo, pero lesbian drama cada media hora. Qué por qué lo nuestro no resultó, que por qué bailan tan pegadas, que siempre supe que ella te gustaba, que esa hueona siempre te movió el poto mientras estuvimos juntas, que hace cuánto que estás con ella, que cuándo pensabas decirme, que claro sean felices y ten los perros y gatos y plantas que no tuviste conmigo. Y así.” [3]
En el transcurso de la historia, no obstante, también hay tiempo para reflexiones más profundas. En esta línea llama la atención el capítulo seis. Como es la tónica, la protagonista nos remite a un recuerdo de infancia, en el que se encuentra con su primo, quien estaba tocando flauta traversa en una habitación de la gran casa de sus tíos. Fruto de esa conversación surge una teoría muy atractiva, que dota de una textura nueva a los acontecimientos. Alejandra pregunta a su primo desde cuándo que toca la flauta; él le responde:
“Desde que nací. (…) ¿Cómo desde que naciste? Si eras muy chiquitito, yo creo que no te daban los pulmones para tocar una canción entera. Tocaba en mi cabeza, me dijo. Yo te voy a contar un secreto, pero no se lo digas a nadie (…) Uno nace sabiéndolo todo (…) Lo demás, la vida, las circunstancias, todo lo que va aconteciendo simplemente te lo recuerdan (…) La memoria es lo esencial de todo esto” [4]
A partir de este punto el libro crece. Si bien en el capítulo siguiente hay algunas alusiones un tanto forzadas al quehacer de escritor en tiempos de crisis (se percibe algo artificial), los capítulos que concluyen la primera parte resultan intensos y muestran sus mejores cualidades: la tía de Alejandra muere y se reflexiona profundamente sobre eso, destacando las descripciones que se hacen respecto de la decrepitación de la tía a causa de su enfermedad y el análisis sobre las relaciones que existen entre médicos y pacientes en un contexto hospitalario. La muerte llega se quiera o no y los versos que dan cierre al capítulo no se separan temáticamente de lo sucedido (como ocurre con algunos otros), lo que acentúa la oscilación de registros: aunque no todas las secciones poéticas finales tienen la misma calidad, la mayoría de las veces permiten al lector decantar lo que acaba de suceder para luego resignificarlo.
Inmersa en el profundo dolor que significó perder a su tía, la protagonista lee los textos que ella dejó, aunque, a diferencia del comienzo, lo hace con mayor calma y templanza. En ellos encuentra una oportunidad para hablar sobre el miedo (“sustanadjetivado”, como dice ella) y la importancia capital que tiene la memoria, lo que provoca una última y totalizante reflexión sobre los seres humanos: finalmente, no somos ni cuerpo, ni alma, ni intelecto, sino solo memoria; o, más precisamente, todas estas dimensiones del ser son contenidas en la memoria y solo en ella pueden perdurar.
Finalmente, luego de algunos eventos relacionados con la separación de los padres y de cómo cada una de las partes involucradas en el proceso (madre-padre-hija) lo sobrelleva de una manera distinta, llegamos al capítulo de cierre en el cual se declara el cáncer de la madre y se ofrece una nueva instancia para reflexionar sobre la muerte y su relación con la vida. Los últimos versos sintetizan perfectamente el tono de este segmento: “Ven con tu cuerpo nuevo,/ con tu cara desprovista de contratiempos,/ Agarra todo el dolor,/ Y hazlo uno”[5] .
Parte 2: la memoria contra la muerte
A los ya mencionados registros literarios empleados en la construcción de la novela -narrativa tradicional e integración de poemas breves-, se agrega en esta segunda parte un nuevo formato que es una suerte de mezcla entre crónica y diario de vida. La forma ajustada y fragmentaria de narrar (separada en días consecutivos) se corresponde plenamente con el ritmo vertiginoso que adopta la vida de Alejandra desde que su madre es diagnosticada hasta que muere. Son en total diez días en los que acompañamos a la protagonista a través de una vorágine de pensamientos, sentimientos y, por supuesto, recuerdos, motivados por la pérdida inminente.
Resulta difícil reseñar este segmento sin hacer justicia a todos los aspectos que en él se identifican; sin embargo, me permito destacar algunos pasajes como los siguientes:
-En el primer día, se hace una alusión a la película Bambi, en el que se relaciona de manera humorística su argumento con la realidad madre-hija que vivían en ese entonces. La madre recuerda:
“-Cuando fuimos a ver Bambi yo salí de la sala. O sino me iba a poner a llorar- me confesó./ -O sea, ¿Nos dejaste solos? ¿Cuando la mamá de Bambi se murió?, -le pregunté, con la galleta atravesada a la garganta. /-No, claro que no. Los estaba mirando desde la puerta, detrás de la cortina. / No aguanté la risa y saltaron lejos las galletas y el café”. [6]
-En el tercer día, la madre sufre una recaída y va a parar al hospital de urgencia. Alejandra nos cuenta la angustia que vive al no saber si su madre vive o muere. A través de una excelente enumeración la autora lo hace patente:
“Mírame a los ojos. Mírame, mírame, dime, vida o muerte. La muerte es la que me trajo hasta acá. Te pido vida, aunque no puedas comprenderlo. 30 segundos que son 30 vidas de 30 familias en 30 casas, en 30 urgencias, en 30 salas de espera, vida o muerte. Son 30 gritos, 30 suspiros, 30 abrazos apretados (…) 30 recuerdos cariñosos de mi madre. 30 recuerdos amargos, 30 gritos, 30 llantos. ¿Cuántos 30 pueden caber en 30 segundos? Ni siquiera lo imaginas. 30 vidas y 30 muertes. Son 30 los años que mi mamá demoró en tenerme, y ahora son 30 segundos los que yo demoro en tenerla a ella” [7]
-En los días 4 y 6 se hace referencia al factor humano dentro de la experiencia médica. Irónicamente, la madre de la protagonista es doctora y esto le permite a Alejandra poder recordar su infancia en el hospital, contrastando el dolor personal de las familias afectadas (y de ella misma) con la frialdad de los funcionarios de la salud, especialmente los doctores y enfermeras. También, derivado de esto, se trata el concepto de “dignidad”: el cáncer no da tregua y la madre se encuentra asediada por dolores intestinales agudos:
“Es que no puedo esperar, usted no entiende, le dice mi mamá desesperada. No entiende el dolor que provoca esto. Señora, tenemos una sala llena de pacientes que se están muriendo. Esto no es prioridad. Le pido a la enfermera que me acompañe afuera. Le digo algunas cosa bien de cerca (…) Le dije que yo solo estaba pidiendo algo sencillo: dignidad. Y que la dignidad es sinónimo de “poder cagar tranquila” [8]
-En los últimos tres días (8,9 y 10) se narra con precisión y crudeza el declive y la muerte de la madre. Los versos finales de cada día, a diferencia de algunos en la primera parte, son absolutamente coherentes y especialmente sensibles. A pesar de que están intercalados con frecuencia, no se hacen repetitivos debido a que la escritora utiliza con eficacia mecanismos de inferencia: “Cómo puedes mecer tanta muerte en un abrazo,/ Cómo sale disparada por entre los ojos./ Cómo los ojos se ciegan en un único punto,/ distante pero cierto/ (…) No hay palabras que expliquen este conjunto vacío”[9] .
Como vemos, todo lo vivido personalmente por la protagonista se conecta en algún punto con experiencias universales. Por ello, esta segunda parte, más que continuar con el ritmo y el tono narrativo acostumbrado, multiplica la fuerza de los acontecimientos y le otorga mayor notoriedad a otros recursos que la escritora ya había utilizado antes: la ironía, la crítica y el humor negro. Por otra parte, la memoria se convierte una vez más en un espacio atemporal en el que madre e hija se pueden encontrar, es decir, un espacio que no está regido por los estatutos del tiempo y que, por lo mismo, puede vencer a la muerte.
Parte 3: si es el “yo” quien inicia, es el “yo” quien concluye
Luego del segmento anterior, regresamos al último tramo de esta historia con una forma y un tono narrativo similar al de la primera parte. Los recuerdos y la reflexiones a propósito de ellos vuelven a predominar en cada capítulo, aunque esta vez vienen marcados por la experiencia de la pérdida. Así, la tercera parte se inicia con una remembranza de la infancia, esta vez en casa de la abuela paterna -la “mala mujéh”, como le decían-, quien, a diferencia de la familia de la madre, pertenecía a una clase social más baja. Se produce entonces una reflexión de la protagonista un tanto azarosa (por lo tardía, quizás) sobre la conciencia de clase, la segregación y la Dictadura. La primera parte, relativa a las caricaturas sociales, es efectiva y está muy bien orientada; la segunda, sobre partidos políticos e ideologías, se siente un poco menos natural, más rígida, conectándose de manera inorgánica con el corpus del relato que, como ya hemos evidenciado, se caracteriza por todo lo contrario.
Alejandra, luego de la muerte de su madre, camina en la cuerda floja. Desconoce cómo continuar con su vida y la angustia se mezcla con una profunda tristeza: “Llevaba varios días sin comer después de la muerte de mi madre. No sé exactamente cuántos serían. Me levanté un domingo o lunes o feriado, no sé”[10] . Pero no todo es negativo, ya que este estado de inconsistencia interior también hace posible la introspección. De esta manera, la búsqueda de sentido se realiza fundamentalmente en dos espacios: el pasado, a través de los recuerdos que le sirven como objeto de análisis; y el presente, que le ofrece la oportunidad de ir reconstruyendo sus relaciones personales en la medida de lo posible. El éxito de este esfuerzo dependerá de cómo conjugue ambos arcos temporales.
En el ámbito familiar, la protagonista comienza a reconectarse con su padre. Ha sido muy crítica con él -sobre todo porque tiempo atrás había abandonado a su madre-, pero la muerte los ha vuelto a acercar. Es él quien de a poco impulsa a su hija a salir a flote. Le otorga contención cuando ella decide renunciar a su trabajo y le comparte su punto de vista respecto a cuestiones relevantes de la vida. En el proceso se dan cuenta además que no todo está perdido entre ellos y que aun perdura cierto grado de complicidad que les permite respirar y sobrellevar los tiempos de crisis:
“Renuncié, le dije mientras tragaba la tercera empanada. Qué bueno, hijita. Me descolocó. Y mandé a la cresta a mi jefe, y le dije que era un chuchesumadre. Me alegro, mi amor, respondió mi papá. Y no me vas a retar, le pregunté. (…) Tu mamá se murió hace un par de semanas. Hace meses que estás en una pega asquerosa solo para darle en el gusto. Está muerta, no tienes que darle en el gusto a nadie. Solo a ti” [11] .
Por otro lado, en el amor, Alejandra conoce a Kua, una mujer más joven que ella, espontánea y natural, con la que puede experimentar el amor y redescubrir el sexo sin remordimientos ni culpas. A diferencia de Daniela, su expareja, Kua le permite completar esta serie de experiencias de descarga que la liberan del peso de la pérdida y le permiten recuperarse más rápido. Se encuentran un par de veces y, aunque Alejandra quisiera permanecer, aunque en el fondo le gustaría quedarse a experimentar por más tiempo aquella versión más leve del amor, también está consciente que no podría sostenerse en el tiempo, pues ambas están en momentos de la vida completamente diferentes. La renuncia, pese a ser dolorosa, revela una actitud de madurez que es imposible al comienzo de la historia. En este sentido, el “yo” que domina la fábula de principio a fin se muestra en sus formas más complejas y no cae en redundancias; es decir, evoluciona, se reinventa, interesa.
Los últimos dos capítulos funcionan como una síntesis completa de toda la novela. El primero, se vuelca hacia el pasado y a través de él se recurre por última vez a la memoria para preservar lo más importante. Como en otros momentos de la novela, se incluyen alusiones a la Dictadura; son, en todo caso, referencias sutiles y significativas que no monopolizan el discurso ni se perciben como gratuitas. No se trata, en definitiva, de fabricar recuerdos para insertarlos de manera forzada en la historia, sino que sirven para realzar el proceso de clausura que vive la protagonista, a la vez que permiten comprender mejor aspectos de la trama que antes no habían sido desarrollados. Se detalla, por ejemplo, la separación que sufren las hermanas -madre y tía- en su juventud producto del Golpe Militar; se renuncia al simbolismo del pensamiento subjetivo para narrar de forma concreta y explícita lo que está sucediendo y cómo ellas lo procesan. Se establece por esta vía una doble separación: primero por el exilio (transitoria), luego por la muerte (permanente). El último capítulo, por el contrario, se vuelca hacia el presente: Alejandra decide irse al extranjero para completar su sanación. Probablemente, el tópico del viaje resulta algo ya visto, un tanto cliché, pero no por ello es menos necesario, puesto que la protagonista necesita alejarse de todo lo oscuro y fallido que ha traído consigo el último periodo. Destaca nuevamente el apoyo del padre, quien está a la altura de las circunstancias, y la lucidez de Alejandra para acabar de comprender dos cosas: a su progenitor y uno de los últimos (y más notables) textos que dejó su tía:
“Al final de la vida no dejo de pensar si fue correcto esto de vivir fragmentada, vivir de a trozos, como fotografías recortadas un domingo por la tarde. Esforzarse por la coherencia solo ha traído dolor. Si me preguntas ahora, no cambiaría ninguna decisión. La memoria es lo único que perdura, aun no tengo claro si es una afirmación o una pregunta. Nuestras raíces enterradas son lo único que tenemos. Hemos pasado una vida entera luchando por conservarlas. El heredero de la memoria sabrá qué hacer. La verdad cimentada sobre el origen. Tu origen, nuestro origen tantas veces siniestrado. Esto es lo único que nos queda, la memoria y el origen. Cuídalos”[12] .
El libro concluye con un prólogo, una pauta musical y unos versos que ensalzan la memoria y la establecen como lo que verdaderamente es: un testimonio de nuestro paso por la vida, que tiende a ser espejo y refugio de nuestro ser presente; o, más bien, la explicación de sus fundamentos. La memoria como una máquina del tiempo, una escuela de vida permanente, un antídoto contra la muerte y una caja dentro de la cual suenan, se repiten y amplifican nuestras propias experiencias, eco de lo que fuimos y somos.
Constanza Anabalón logra utilizar a su favor el discurso de la autoficción y las convenciones del género, zafándose de los impulsos narrativos gratuitos para centrar sus esfuerzos en estructurar una historia sincera, que no es esclava del “yo” (sino que se sirve de él) y que gracias a eso consigue desarrollar un tema relevante y, sobre todo, universal.
Notas al pie de página
[1] Anabalón, C.. (2016). Caja de Resonancia. Santiago de Chile: Libros La Calabaza del Diablo. p. 19.
[2] pp. 27-28.
[3] p. 55.
[4] pp. 67-68.
[5] p. 113.
[6] p. 117.
[7] pp. 122-123.
[8] p. 132.
[9] p. 142.
[10] p. 145.
[11] p. 170.
[12] pp. 107-108.