Detrás de cada libro que uno lee hay un montón de decisiones que se tomaron -o que no se tomaron- y que para el lector a veces pasan desapercibidas. En este sentido, me gustaría destacar la materialidad de la edición de Donde toman los guapos en Damajuana: los papeles, los colores y las tintas que se usaron. La rugosidad de su tapa es algo que se siente bien en las manos. Me pasó con este libro que su materialidad -más adelante hablaré del contenido- tanto en la elección del papel para sus interiores como en la elección de sus tipografías me retrotrajeron a los libros con los que comencé a leer. Cada vez que abro mi copia de Donde toman los guapos en Damajuana, hago un viaje a mi infancia y primera juventud, a esos libros que compraba en la feria de mi barrio, la feria libre de la Villa San Luis 1 de Maipú, libros que se vendían junto a tomates, papas, sandías y cachureos varios, libros que atesoro hasta el día de hoy.
Solo por su materialidad de tacto atípico y tintas cobrizas para la cubierta, este libro ya vale la pena. De verdad, considero que es una pieza notable de diseño editorial, pues es un libro sobrio en su exuberancia. Y quizás alguien piense que me estoy contradiciendo, pero no, este libro es sobrio, pero guarda un montón de detalles que lo vuelven exuberante y que seguramente no pasarán desapercibidos a las miradas más atentas.
Ahora quisiera abordar el contenido. Hace algunos días escuché a un amigo escritor decir que hay historias que si no se cuentan no existen, en tanto estas desaparecen de nuestra memoria colectiva, En este sentido, la conciencia de nuestra existencia, tanto individual como grupal, sería un ejercicio más bien de la memoria y de los recuerdos. Lo que nos lleva irremediablemente a una cuestión central de la literatura, el arte y la cultura en general: ¿Quién decide lo que se debe o no se debe recordar?
¿Serán los historiadores, los escritores, los periodistas?¿Los publicistas? ¿O quizás algún empingorotado ingeniero comercial encumbrado en una torre de Sanhattan? ¿El programador de Netflix, nosotros? Esta no es una cuestión baladí pues, de todos aquellos ilustres y no tan ilustres que he nombrado, son los escritores junto con los historiadores los llamados a escribir gran parte de eso que llamamos la memoria colectiva. ¿Y en qué medida estas memorias, tanto personales como colectivas, definen la percepción que tenemos de nuestro entorno así como de nosotros mismos?
Crecí como sujeto lector en un momento en el que la mayoría de los escritores de este suelo evitaban o se negaban a hablar de Santiago Poniente (que también abarca al norte y el sur de esta ciudad), de la pobreza, de las poblaciones obreras, de los oficios modestos como el de mis padres almaceneros o de mis vecinos choferes de micro, mecánicos y jardineros. Algo había en nosotros y en nuestros territorios que chocaba con el Chile jaguar de los noventa, ese Chile que renegaba de sus raíces campesinas y obreras, ese país que abrazó la promesa desarrollista del capitalismo neoliberal y que hasta el día de hoy continuamos pagando en (in)cómodas cuotas. Sin duda, la escritura y la figura de Pedro Lemebel significó un lugar en el que poder mirarse y reconocerse, quizás el único de esos años. Porque antes hubo otros, cierto, Manuel Rojas, Nicomedes Guzmán, Alfredo Gómez Morel, Luis Rivano, pero estoy hablando de los noventa y créanme que para un cabro chico de población llegar a esos autores era prácticamente imposible. Sí había Donosos, Contreras, Fuguets y Zonas de Contacto. Pero allí no estaban nuestros barrios, nuestras calles, nuestras alegrías y dolores, en suma, allí no estábamos nosotros.
El libro de Roberto, y el trabajo de la editorial Victorino Lainez, hace que me sienta parte de una generación y de una clase que hoy tiene las herramientas para articular discursos y obras que no temen ni se avergüenzan de contar la historia de nuestros abuelos, de nuestras madres y padres, con sus luces y sombras. Decir: esto somos, de acá venimos. Evidenciar ese arraigo que nos hace tan humanos, que nos hace reconocernos en el otro, en el vecino, en el amigo. Y aquí quisiera detenerme en otro punto alto de Donde toman los guapos en Damajuana, y es el hecho de que se desmarca de la literatura del yo y se desplaza hacia una literatura del nosotros, una literatura que reconoce y rinde homenaje al tejido social de las clases obreras, ese tejido social que fue arrasado por la dictadura, el tejido social de los sindicatos, los clubes deportivos, las juntas de vecinos, entidades debilitadas hasta hacerlas casi desaparecer.
Y yo no sé si esta generación será capaz de recomponer aquello que fue cercenado y extirpado de nuestras cabezas y corazones, quizás hagan falta más años, décadas, para recuperar todo eso que nos quitaron. Pero de lo que sí estoy seguro, es que Donde toman los guapos en Damajuana es un brote que nos conecta a un pasado que se ha querido sepultar, una pieza germinal que nos proyecta hacia una sociedad más fraterna y humana.
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Donde toman los guapos en Damajuana.
Una novela desde San Pablo con Matucana.
Roberto González Loyola.
Editorial Victorino Lainez.
1ra edición: 2019.
Páginas: 215.
Disponible en Librería Proyección y por pedido directo al mail.