Crónica de Edgardo Rodríguez Juliá (Puerto Rico, 1946)
Debo narrar un incidente que aún resuena en mi memoria musical. En 1979 se celebraron los Juegos Panamericanos en San Juan. Como parte de los eventos culturales, se presentó la Orquesta Aragón de Cuba en el campo de La Fortaleza de San Felipe del Morro. Contra las almenas de la ciudadela casi cuatricentenaria se colocó la tarima. Empezaron a llegar los músicos negros y mulatos de la Aragón, con sus trajes oscuros perfectamente señoriales; nada de dashikis, peinados afros, abalorios de santería o zapatacones. Los títeres maleantes de la barriada La Perla, el barrio bravo, guapetón y extramuros de la vieja ciudad, comenzaban a llegar y a burlarse de aquella orquesta «gallega», que parecía compuesta por graves directores de pompas fúnebres. Además, la instrumentación también lucía extraña: violonchelos y violines, las pailas y las tumbadoras al lado de la flauta y el contrabajo. La charanga cubana lucía salida de algún Concierto Barroco por Carpentier, visionaria y algo desfamiliarizada en el crepúsculo, ante la multitud dicharachera, indómita y pendenciera. Tan pronto sonaron los enfáticos acordes y comenzó el danzón, seguido por la guaracha y el guaguancó, aquel gentío se transformó en el baile; sobre el dificultoso césped del campo del Morro el asentimiento musical era absoluto para una música que aunque sonaba a salsa no era salsa, pero que bien reclamaba el bailoteo como parte imprescindible de su propósito. Era música que llamaba los pies y las caderas, prueba de que, como ha señalado Ángel Quintero Rivera en su libro Cuerpo y cultura, la cultura musical de estas latitudes es indiferenciable del cuerpo en tanto ejecutor del baile y su particular goce.
De los setenta a los ochenta escuché con pasión la música de Eddie Palmieri, me sedujo ese sonido niuyorkino que es mezcla de la más depurada música cubana y la agresividad del Barrio, más la complejidad añadida del jazz. En números como Puerto Rico, Adoración, Muñeca y Qué día bonito, cantando Lalo Rodríguez este último a vocal abierta, de playa a playa, se resumen instancias que puedo evocar fácilmente, conciertos lo mismo que vacilones juveniles, locuras que hoy por hoy el cuerpo no toleraría.
Bailé con la orquesta de Charlie Palmieri en un club del Condado, sórdido sótano cuyo nombre no recuerdo. Los dos hermanos Palmieri intentaron regresar al gusto de los bailadores puertorriqueños durante esos años, justo cuando llegaban a Puerto Rico el merengue y la Patrulla 15.
Escuché un concierto de Daniel Santos en un oscuro y venido a menos club nocturno de Puerto Nuevo; ya estaba viejo aunque todavía sentado frente a la misma mesa bohemia con mantel de cuadros, el chichaíto boricua o néctar colombiano servido de frente a un público que curioseaba el sometimiento del león a la vejez.
Los ochenta significaron, sobre todo, mi descubrimiento de la música brasileña. El bossa nova a la Stan Getz y Herbie Mann que había conocido en los sesenta se transformaba en regusto mayor por la música de Dorival Caymí y Toquinho, Antonio Carlos Jobim y Caetano Veloso, María Betania y Gal Costa. Debo admitir, sin embargo, que aquella afición fue fiebre sin pasión duradera. Poco a poco me fui cansando de una melosidad que en uno de sus extremos ahora me resulta empalagosa. Jamás me ha pasado eso con la música antillana; pienso que ha sido más duradera en mí por su palpitación rítmica, por esa memoria que está en los pies y en las caderas, quizás en las manos: aunque ustedes no lo crean, buena parte de mi adolescencia la pasé tratando de tocar las tumbadoras.
En los años noventa me divorcié y entonces me tropecé por conveniencia con los boleros art déco de Luis Miguel, la restauración de favoritos que tararearon mis padres. Aquellos boleros redivivos me ayudaron a pasar el trago amargo de la separación, lo mismo que los Duets de Frank Sinatra en los momentos más liberadores y eufóricos: en toda separación rezamos porque vuelva y terminamos implorando que desaparezca. También descubrí, a través de mi hijo menor, la música colombiana de la telenovela más vista en aquella época, los vallenatos de Carlos Vives, el protagonista de Escalona.
Del reguetón, supuestamente invento panameño y boricua, lo detesto todo excepto Tego Calderón. El reguetón, con su insidiosa jaquetonería narco y los valores de la sociedad capitalista en sus formas más execrables, las cadenas blin blin y la ropa de marca, los autos Ferrari rodando en las cuñas televisivas, al ritmo de los jacuzzis y los parties Dom Perignon con gafas tapanotas y yales culeándose, simplemente me resulta insoportable. ¿Por qué Tego Calderón? Simplemente porque pienso que es el más auténtico; lo otro es producto sólo mercadeable para una juventud hedonista y un mundo que toma la epidemia mundial de las drogas muy a la ligera. Entre los salseros la droga era la debilidad privada o el pecado conocido, alguno que otro alarde callejero en todo caso, nunca desfachatado truco de mercadeo. Lo mismo que en las narcorrancheras, el reguetón ha ido validando, más y más, ese oscuro y fascinante encanto por umbrales de la existencia humana que jamás debimos cruzar.
He terminado esto hablando como un abuelito. Tengo los años aunque no los nietos. Estoy en la edad sentimental por excelencia. Si he marcado las décadas de mi vida, mi arco, a través de la música antillana es porque ésta me resulta la más entrañable de todas, aunque quizás no la más objetivada para el disfrute estético: me gustaría hacer lo que he hecho aquí con mi pasión por el jazz y la música culta, tanto clásica como contemporánea. De todos modos, estoy seguro que la operación sería similar en el sentido de que la evocación se situaría en instancias, momentos y escenas de mi vida ocupadas por el placer de escuchar, con especial atención, la música querida. También sé que no lograré con esos géneros esa evocación del tiempo vivido casi tal cual como lo viví en mi infancia: eso se lo dejo a La última copa, La cocadeca, La múcara y el Qué te parece Cholito que, por cierto, de primera instancia siempre pensé festivo y hoy, atento a su letra, y a mis sesenta y cuatro años, podría adivinarle el dolor detrás de la sonrisa.
Autor del célebre El entierro de Cortijo (1982).
Considerado por la crítica Jean Franco como uno de los más importantes cronistas latinoamericanos actuales. En Chile está por aparecer Breve historia de mi tiempo urbano (Tambo Quemado ediciones), del cual extraemos este fragmento.
Imagen: Orquesta Aragón de Cuba – Enciclopedia de Historia y Cultura del Caribe.