El autor chileno radicado en DF habla sobre su novela Indios Verdes, recién editada en Chile por Narrativa Punto Aparte, y sobre su experiencia en México y la forma en que ésta ha cambiado su propia percepción sobre la escritura. «Yo busco la transformación. Voy por el mundo buscando o siguiendo a personas que me modifiquen», afirma.
Al final de la línea 3 del metro de la Ciudad de México, en el lado norte de la urbe, se encuentra la estación Indios Verdes. Es un lugar muy concurrido, una especie de frontera simbólica de la enorme capital mexicana que conecta con las periferias del DF. A algunos metros de la estación que lleva su nombre, se encuentran los Indios Verdes, dos voluminosas estatuas que representan a dos tlatoanis (gobernantes) mexicas que, tras un largo periplo plagado de rechazos, terminaron instaladas en ese sector de la ciudad. La pátina que cubre el bronce del que están hechos les dio el nombre coloquial de Indios Verdes.
Estos monumentos incomprendidos son también el punto de partida de la novela Indios Verdes, de Emilio Gordillo, quien desarrolla, a través de diversos momentos y enfoques escriturales, la experiencia de un chileno intentando comprender «la Ciudad de México y sus complejidades» y, asimismo, develando las claves y la evolución de su propia escritura.
Editado inicialmente en 2015 como ebook por el sello mexicano Malaletra, Indios Verdes llega ahora a Chile a través de editorial Narrativa Punto Aparte. Se trata de una edición «aumentada», que incorpora un nuevo capítulo en un libro que se lee y se reescribe a sí mismo. El libro será presentado este jueves 12 de abril, a las 19.00 horas, en Espacio Estravagario, con la participación de los escritores Mike Wilson y Betina Keizman.
En la primera parte, «Al anverso del cristal», el narrador, recién llegado a la capital mexicana en medio de una epidemia de influenza, relata en fragmentos sus impresiones del extraño DF y sus recuerdos de Chile. La segunda parte, «Al reverso del cristal», es un texto que toma distancia del anterior, donde el narrador intenta sumergirse en el laberinto mexicano, en parte con sus propias derivadas y en parte en compañía de su amigo Mario Bellatin (quien además escribe la contratapa de este libro). El tercer capítulo, «El cristal», es una huida hacia la ficción: el narrador toma la voz de un ayudante indígena del maestro Alejandro Casarín para relatar las dificultades creativas que tuvo el artista para dar forma a los Indios Verdes. La última parte, «El portal», incorporada en esta edición, es un acercamiento a la realidad, donde el narrador se diluye para dar lugar a las voces de los propios mexicanos.
De paso por Chile –«he tratado de irme de México y ya no me sale», confiesa el autor-, Emilio Gordillo (escritor, editor, profesor, autor de la novela Croma, de 2013) habla en extenso sobre su nuevo libro, su experiencia en México y su forma de concebir la literatura hoy, ad portas de iniciar un nuevo proyecto escritural. «Lo más importante es no dejar de aprender», afirma.
– ¿Qué inspiró la creación de esta novela? ¿Por qué has elegido el hito de los Indios Verdes como el eje central del libro?
– El primer texto que escribí al llegar a Ciudad de México está en este libro. Llegué 2009, cuando fue lo de la influenza y la ciudad no se parecía en nada a lo que debía ser. Vi a los Indios Verdes en una zona periférica y me parecieron muy raros. Son unas estatuas de bronce que el tiempo volvió verdes. Los dos últimos tlatoanis mexicas, enormes, musculosos, de formas griegas. Con el tiempo me obsesioné con ellos y descubrí que los habían encargado para la Feria Universal de París de fines del siglo XIX, donde los países del mundo iban a presumir sus logros modernos, pero a último momento el envío fue rechazado. Empecé a preguntarme cómo habían llegado hasta el límite norte de la ciudad, y por qué durante todo el siglo XX los corrieron de un lado para otro, cada vez más lejos. Descubrí que los ricos los quitaron del Paseo de la Reforma porque los encontraban feos y luego peregrinaron por toda la ciudad hasta quedar en la periferia norte. Lo que más me fascinó es que su nombre es una construcción popular: no se llamaban Indios Verdes, la gente los fue nombrando así porque el bronce se tornó verdoso. Y así, un territorio limítrofe inmenso se llama hoy Indios Verdes, y los habitantes que la ciudad quiere expulsar se identifican con ellos, que, la verdad, parecen más superhéroes de Marvel que indígenas. Era un extranjero, creía entender algo de México pero en realidad era muy torpe, plano, un chileno que, como decía Raúl Ruiz, no sabe salir de sí mismo; y me fasciné con estas figuras extranjerizadas. Este libro muestra cómo mi percepción de la escritura cambió en un lapso de nueve años en México.
“EXPROPIAMOS EXPERIENCIAS”
– En la trama, se aprecian cuatro momentos escriturales, situados en tiempos y enfoques diferentes. ¿Por qué elegiste esta construcción?
– Se fue dando por acumulación. Primero tenía este breve relato que subieron a una página web el 2010, que es un primer acercamiento a Ciudad de México. Me gustaba pero dos años después lo encontraba muy ridículo. Los escritores solemos apropiarnos de cosas, de experiencias ajenas, las capitalizamos, entramos al mercado de la experiencia, saqueamos, expropiamos experiencias y hacemos textos que muchas veces no honran a quienes son observados por nosotros y nos regalan esos relatos, experiencias o vínculos, y lo peor es que presumimos de liberales o justicieros y pasamos por encima de gente que lucha dignamente, usándola. Estafamos, doramos la píldora, como dice Roberto Arlt. Pero ese primer texto le parecía cool a varias personas y ninguna de ellas mexicana, así que comencé a ensayar otro, dos o tres años después de vivir en México y entender un poco más su riquísima complejidad. Después me parecía que el montaje de esas dos partes era bastante deforme y ya había escrito Croma, no quería seguir en una línea hermética de escritura, así que me escapé a través de la forma decididamente ficcional en la tercera parte y así se quedó el libro en una edición en ebook con los chicxs de Malaletra, en México, que es del 2015. Pero yo sentía que el libro no había terminado bien porque seguía pasándole por encima a la gente que rondaba ese territorio, a quienes daban sentido a esas estatuas extranjerizadas. Entonces me fui entrevistar gente, buscar algo más, sus voces. Me robaron el celular con que iba a grabarlos. Quedé en ridículo. Aprendí una buena lección. Decidí continuar el proyecto el 2017, corregir, borrar varias cosas, agregar un cuarto capítulo que transformaba todo el libro. Las propuestas de desapropiación narrativa de Cristina Rivera Garza fueron importantes en estos nuevos descubrimientos de escrituras más comunes.
-¿Consideras Indios Verdes una novela autobiográfica? Y en ese sentido, ¿qué representa el capítulo tres, donde recreas una ficción histórica acerca del proceso creativo de un artista?
-Mis “autobiografías” favoritas son tres: el Diario de Gombrowicz, Mi vida secreta -de un anónimo- y Verano, de Coetzee. En esta última, nos olvidamos que Coetzee está escribiendo y en esto radica su maestría, y si tomamos distancia y pensamos en su autoría, en que él está realmente escribiendo, no se entiende por qué esos que hablan por él después de muerto son personas tan incidentales, tan equis. Esos tres libros no son realmente autobiografías. Son engendros sin género claro. Creo que ese tercer capítulo donde se narra la construcción de los Indios Verdes a fines de 1800 fue una huida. En México lo increíble está en la calle. Yo aprendo cada día algo nuevo. Cuando la ciudad me sobrepasó hui hacia la ficción. Eso modificó todas mis formas de entender la literatura porque la escritura literaria le queda chica a esa ciudad cuando dejamos de ser turistas. Los amigos mexicanos se ríen cuando les cuento por dónde anduve. Ni ellos conocen esos universos. Cuando descubres que duermes en el pueblo utópico donde se instaló el proyecto Tomás Moro con éxito a manos de purépechas autónomos, o convives con yaquis de Sonora y comprendes la complejidad de mundos en los que habitan, o acompañas a activistas que se desviven y trabajan duro por tantita justicia, ya no hay vuelta atrás, no puedes seguir escribiendo solo desde tu zona de confort o para las editoriales o los lectores o para ti mismo. Yo pude quedarme a vivir en Milán, pero me parecía un lugar tremendamente aburrido donde no pasaba nada y donde no podía cambiar o crecer. Intenté imaginar a Casarín, el escultor de los Indios Verdes, solucionando el problema de construir a sus estatuas, así como yo no lograba escribir mi versión de ellas, que al final, era mi versión de Ciudad de México y sus complejidades.
“quiero ser un espectador de mi transformación”
-En cierta medida, Indios Verdes es un reflejo de tu experiencia como chileno migrante en Ciudad de México. Así se refleja en algunas reflexiones y experiencias descritas en la novela. ¿Cómo has vivido este proceso de inmigrar a México, donde ya vives permanentemente, desde el punto de vista de la escritura, el uso del lenguaje y también en lo personal?
-He tratado de irme de México y ya no me sale. Es una ciudad tan diversa que todos los días puedes aprender algo nuevo y he tenido la suerte de construir con otrxs un mundo de afectos y colaboración que me ayuda a vivir en un México jodido que suele espantarnos y dolernos tanto. A diferencia de Chile, los mexicanos son muy curiosos y amables con varios extranjeros, entonces no es necesario camuflarse en el lenguaje de ellos para sobrevivir. Puedes dejar que tus marcas te determinen en tu diferencia. Un señor de Torim me decía “ahí viene el cocoreño” y a mí me daba risa porque Cocorit es un pueblo de Sonora que en yaqui significa Chile. La vida se celebra, y el lenguaje con ella. Al principio rehuía abandonar mi acento y algunas formas astutas que el pensamiento chileno tiene. Luego descubrí que puedes ser amable con otros y eso no te expone como un ser débil, que existe una palabra llamada “disculpa” o “perdón”, y que se puede colaborar en pos de un proyecto común – no gremial- sin la paranoia que esa astucia chilena combinada con el pensamiento empresarial ha construido en tan poquitos años. En México conviven tiempos y espacios muy muy diversos. Extraño eso en Chile. Siento que nos creímos todo este universo neoliberal al pie de la letra y hemos perdido mucho en términos culturales. Revisa el poema de De Rokha sobre las comidas y bebidas y pregúntate cuántos de esos platos que nombra aún se comen en Chile, cuánta cultura permanece viva en esos platos. Casi ninguno. Cuando niño comía fricasé de chancho, y ahora ya no se encuentra porque se asociaba a la pobreza y hay que viajar a Bolivia para comerse uno bien preparado. Luego viene un empresario francés a embotellar chicha y resulta que descubrió el oro, nos cobra 12 mil pesos por una botella que antes nos costaba mil y la vende como “espumante”. Somos muy guevones, hacemos como que sabemos y no sabemos ni madres. Y el problema no ese empresario, el problema es que al público le gusta comprar esa botella cara, solo cuidamos y queremos lo que pasa por el filtro del reconocimiento y la validación, y eso está feo, porque muchos de los validadores no saben ni madres, no salen de su espacio mental de 38 metros cuadrados, esos departamentos nuevos horribles donde les gusta vivir subiendo fotos de lo que ven en la tele.
Desde el punto de vista del lenguaje, quiero ser un espectador de mi transformación. Ya no me da miedo perder, con mi lengua materna, la realidad, porque la realidad de mi lengua actual, el chileno contemporáneo, es muy limitada, muy hétero, muy mercantilizada y monotonal.
– Hay una sensación de inquietud, de escritura inconclusa y de permanente búsqueda en la forma en que se desenvuelve la novela, como si el narrador estuviese siempre buscando algo más. Esta misma novela se escribe y reescribe a lo largo de la trama. ¿Es esto un reflejo de tu propia búsqueda como escritor?
– Yo busco la transformación. Voy por el mundo buscando o siguiendo a personas que me modifiquen. Si no, qué chiste. Con la escritura es igual. No quiero convertirme en un sello, repetirme o sentar cabeza.
“Escribir con el cuerpo me tienta mucho”
– ¿Qué influencias ha dejado tu vida en México en tu escritura?
– Una consciencia mayor. Una disposición a escuchar más y hablar menos. La convicción de que no existen luchas de corto plazo y que pensar es algo importante aún. Las ganas de transitar por proyectos más comunes. Una profunda vergüenza de lo que la escritura le debe a personas y, sobre todo, a activistas, tan tan tan chingones. Y sobre todo, la certeza de que la alegría vale por toda lucha. Si me quitan mi alegría, me roban el centro de la vida.
– En el libro mencionas y conviertes en personaje a Mario Bellatin, de quien el narrador es una especie de asistente y amigo. ¿Qué escritores actuales destacas, lees o sientes que han influido tu obra? ¿Con cuáles te relacionas en México?
– Bellatin y todos mis amigos, escritores o no, son antes que cualquier cosa, seres humanos increíbles. En su caso, es un maestro de vida y, por extensión, de escritura. También un maestro de la observación y la generosidad respecto a quienes son narrados, como Cynthia Rimsky, como Nona Fernández, como Marcelo Mellado. En México me interesa un grupo de escritores, activistas e intelectuales que buscan proyectos comunes. Siempre intuí que en Chile había una contradicción enorme entre los discursos y la acción y los años y la distancia me han dado la razón. La gente cool habla de sus proyectos “sociales” en una fiesta, luego tratan mal a la señora que limpia el baño en su trabajo y durante el día mantiene andando su empresa que opera bajo los mismos términos de ganancia y saqueo que lo que presume criticar. El sistema nos pone a todos un poco ahí, y a mí me provocan atracción quienes buscan formas pequeñas de revertir esto. Está Diana de Ángel, que escribió un libro valiosísimo sobre Julio César Mondragón, el normalista de los 43 a quien le quitaron el rostro, llamado Procesos de la noche. Está Sara Uribe, que escribió Antígona González. Está el periodismo y documental de Daniela Rea, el activismo de Manuel Amador, que lleva haciendo escuela en Ecatepec durante años desnaturalizando las violencias de género, Julieta Rosales me ha enseñado mucho sobre el drag y cómo construye modos de lucha que jamás me habría imaginado, está Rafael Mondragón y Eugenio Santángelo, que buscan estudiar narrativas comunes y sistematizar saberes de base para otros activistas como Amador usando los espacios de la academia y dando un giro a las mezquindades históricas de este espacio que debiera actuar para servir y no para acumular papers; Cristina Rivera Garza trabajando las narrativas de la desapropiación en la escritura y la docencia, allá en el gabacho, también el trabajo intelectual de Raquel Gutiérrez y Mina Lorena Navarro en Puebla, que escriben sobre la importancia de las luchas, Rita Segato que no es mexicana pero entiende mejor que muchxs los males del mundo de hoy y cómo México es el lugar más significativo para comprender lo que se nos viene, también me interesa la sensibilidad de la escritura de Clyo Mendoza, que como todas las demás escrituras nombradas, ya no solo busca denunciar, como insiste esta visión chilena de moda hoy y que se queda en la queja, sino que también busca reconstituir tejido social y recordarnos que somos humanos, que somos potencialmente empáticos y que podemos sentir y comprender y sanar sin convertirnos en explotadores de nosotros mismos o de los demás, y que lo que hacemos también puede compartirse con otros. Quiero buscar y entender esa sensibilidad femenina, que es proceso y observación y ya no finalidad ni meta.
– ¿Qué proyectos literarios vienen después de Indios Verdes? ¿Estás trabajando en algún libro? ¿Tienes interés en reeditar Croma en Chile?
– Me encantaría reeditar Croma, claro, sé que se ha convertido un poco en un libro de culto. Me gustaría que se masificara un poco, pero sobre todo, quiero que mi próximo libro sea más masivo. Durante mucho tiempo me hice fama de pesado pero no es cierto, por lo general, donde me invitan, voy. También tengo un volumen de ensayos que se fueron acumulando con los años y se llama Litera, aunque está bastante abandonado y estoy a punto de terminar un libro que me tiene absolutamente feliz. Se llama Sitios y es un libro sobre rostros, una suerte de autobiografía oblicua hecha de rostros ajenos.
Pero lo más importante es no dejar de aprender. Escribir con el cuerpo me tienta mucho. Quiero draguearme. Es muy complejo, requiere muchísimas habilidades. Creo que regresando a México le voy a entrar.
Sobre el autor:
Emilio Gordillo. (Chile). Ganó el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral (2008) por Los juegos mudados (Contraluz, 2010) y el Premio Mejores Obras Literarias inédita del CNCA (2011) por Croma, su primera novela, publicada por Alquimia en 2013. Fundó la desaparecida revista Contrafuerte y dictó clases en México, donde vivió entre 2010 y 2014. También editó la colección de narrativa Foja Cero de Alquimia Ediciones entre 2010 y 2015, CHL: Antología de escritores chilenos, así como el número especial de narrativa chilena de Punto de Partida (UNAM) para la FIL de Guadalajara 2011. Ahora vive otra vez en México.
(Texto y Fotografía. Prensa Narrativa Punto Aparte)