—Si bien a lo largo de la novela los escenarios y personajes son rancios y grotescos, también hay lugar para el humor. Me parece que estos cruces están presentes a lo largo de todo el texto, como si dos espacios que parecieran irreconciliables, en tu libro pudieran convivir armónicamente.
—Creo que es algo que cruza todo lo que escribo. Es parte de mi estilo esa mezcla de oscuridad y humor. Siempre me ha gustado toda esa literatura callejera, pero al mismo tiempo soy fan de Groucho Marx, de las películas de Mel Brooks, de los Monty Python. Creo que el humor sirve también como catalizador entre tanta miseria humana.
—Camilo (uno de los protagonistas de la novela) escribió hace años un libro llamado El dildo en llamas. Después se perdió en la escena literaria y ahora intenta volver. En forma paralela aparece un fantasma que no asusta y que también escribe. Me parece que hay un juego de dos mímesis que se complementan. El ser escritor como un oficio del que no se puede huir.
—El fantasma es una figura muy interesante, porque puede representar muchas cosas, traumas, recuerdos, personas que ya no están… El oficio de escritor también puede llegar a tener mucho que ver con lo fantasmagórico. Pensemos en que hoy podemos leer el Quijote y Cervantes murió hace siglos; de cierta forma estamos leyendo a un fantasma. Y, claro, como dices tú, el personaje de Camilo tiene un montón de fantasmas encima, reales o no, pero todos parecen impedirle avanzar, volver una y otra vez a esa vida anterior de la que no puede huir. También hay un juego burlesco en la novela con esos escritores muertos que siguen siendo imitados y copiados, como si su fantasma siguiera rondando por las letras chilenas.
—Me parece que la narrativa de Irvine Welsh tiene mucha influencia en tu nueva novela. Hay una injerencia que determina personajes, ritos y escenarios. La casona derruida a la que los protagonistas llegan es propia de Trainspotting.
Irvine Welsh fue una gran influencia para mí al escribir esta novela. Como señalas, ese departamento derruido donde ocurre gran parte de la historia lo saqué mentalmente de la letra de la canción «Mile End» de Pulp, que aparece en la película Trainspotting. De Welsh siempre he admirado esa verosimilitud que logra darle a los personajes, convertirlos en personas reales con ciertos detalles de su apariencia, de su forma de pensar o su manera de moverse. Aprendí mucho de escritura leyendo a Welsh.
—Siempre he creído que tu obra literaria está determinada por la figura del casete (el retrocederlo con el lápiz big para ahorrar pilas). El imaginario de grupos punks y rockeros gringos y españoles que asoman, directa o indirectamente, como voces que le dan barrio y barro a tus personajes.
Es verdad que toda esa cultura del casete y del punk se cuela en mi escritura porque es desde ahí que vengo. Desde mi adolescencia anduve metido en tocatas punk, tocando en bandas, leyendo y escribiendo desde aquel lugar. Mi experiencia formativa estuvo en la música, en los casetes regrabados con caratulas fotocopiadas y las letras de canciones traducidas con el diccionario en la mano. Para mí escribir de ese mundo no es una pose, sino un mundo que entiendo y que aún sigue fascinándome.
—¿Es Emilio Ramón un escritor de literatura punk? ¿Podríamos catalogarte bajo ese rótulo?
Si tuviera que definir mi escritura, diría que es literatura desfachatada, rápida, honesta, bañada de humor negro, de cultura pop y de punk rock. Desde ahí supongo que sí podría ser llamada literatura punk.
—Siempre he creído que la literatura no es un pedestal moral. No es un lugar para andar reproduciendo los discursos políticamente correctos. Creo que Los muertos no escriben es parte de ese registro, por su humor negro y por ir molestando y generando incomodidad.
Estoy de acuerdo en que la literatura no tiene por qué ser necesariamente un espejo moral. Me parece preocupante que hoy el primer filtro que se le hace a una obra sea un sensor de corrección política, y todos van por ahí con miedo a escribir algo que pueda molestar a alguien. En otros países incluso están contratando a gente para que lea y detecte posibles frases o ideas que puedan incomodar. Creo que la literatura debe ser un ejercicio de honestidad, escribir lo que quieras o necesites, de lo contrario se vuelve una cosa medio condescendiente. Está bien romper los chiclés y no repetir modelos dañinos, pero de ahí a limitar tu creación a lo estrictamente correcto, me parece una triste forma de autocensura.
—¿Cómo ha sido la experiencia de trabajar con Los perros románticos? Siendo editor de Santiago Ander, me imagino que hay una relación distinta a la del escritor como tal, hay un rol que funciona como espejo.
Ser editor me ha ayudado un montón con mi propia escritura. Soy mi primer editor. Pero creo que es muy positivo trabajar con otros editores, con otro ojo literario. Cuando leyeron la novela me dieron unas sugerencias que me hicieron mucho sentido y me ayudaron a mejorar el trabajo final. Además, nos conocemos hace años, tenemos una muy buena relación en general.
—¿En qué te encuentras trabajando actualmente?
Estoy trabajando en un volumen de cuentos y también en un libro de música, una especie de análisis/historia/ensayo sobre una banda punk, una de mis favoritas.
—¿Qué lees que nos puedas recomendar?
He estado leyendo harto ensayo e historia sobre cultura popular y música, en especial sobre los años setenta. Retromania de Simon Reynolds es una joya. Me gustan mucho también las biografías, hace poco leí la de Debbie Harry de Blondie, y me encantó. En literatura los últimos libros que me han volado la cabeza fueron El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan y Las partículas elementales de Houellebecq.