En Revista Lector conversamos con el escritor argentino Leandro Ávalos Blacha, por la reedición de su libro Medianera (editorial La Pollera). Entre Mortal Kombat, Alberto Laiseca y elementos de la ciencia ficción, asistimos a una distopía híbrida en la que todo explota.
—¿Cómo surge Medianera? ¿Cuál es su punto de arranque de esta ficción que deambula entre lo distópico y delirante?
—Medianera empezó como un relato, que se convirtió después en el primer capítulo del libro. La idea central estuvo desde el comienzo, en la imagen de unas mujeres solteras, madre e hija, que recibían un preso en el domicilio y tenían que hacerse cargo de él. Me gustó esa base para pensar en otra historia, de lo que podría ocurrir en la casa vecina. Así fui expandiendo un universo en el que esas situaciones conformaban el mundo cotidiano.
Empecé a escribir Medianera al terminar mi primera novela, Berazachussetts, que era mucho más caótica y desbordante en la trama, con muchos personajes. En el momento se sintió como un alivio dar con esa forma más contenida, al enfocar cada historia en lo que ocurría en una casa concreta.
—Medianera fue publicada el año 2011 en un contexto literario en el que predominaba la autoficción y la literatura del yo. La reedición se produce doce años después, bajo un boom de textos delirantes, terroríficos, absurdos y distópicos. Podríamos decir que fuiste un precursor literario de lo que se venía.
—Hay momentos en los que parecen predominar algunos estilos y temáticas sobre otros (sea la autoficción o el terror). Creo que en un nivel tiene que ver más con cuestiones editoriales, de prensa, y que solo leemos lo que llega a publicarse, o se difunde. Cuando empecé a escribir y a conocer gente que también lo hacía, gran parte trabajaba y leía literatura de género con mucha pasión. Solo que en ese momento había dos o tres editoriales grandes, que en general solo publicaban a autores consagrados, con temáticas bastante parecidas, y que no apostaban a otro tipo de historias. A partir del 2000, con el boom de editoriales independientes, fue posible que se publicaran muchísimas historias que antes no tenían lugar (pensemos que en los años 90 había que buscar con lupa a las escritoras en los catálogos). Seguro esta literatura siempre se escribió, aunque no haya podido circular, porque el terror está en los orígenes de la literatura argentina desde “El matadero” de Echeverría, como el fantástico, en las escritoras y escritores más canónicos, sea Lugones, Borges, Silvina Ocampo, Cortázar, o más cercanas a nosotros en casos como los de Angélica Gorodischer o Ana María Shua. Pero por suerte creció el interés en apostar a ese tipo de obras.
—Medianera me hizo recordar un mix de ficciones que deambulan entre César Aira, Rafael Pinedo, Alberto Laiseca, películas gore y de Darío Argento, momentos de El club de la pelea, videos juegos como Mortal Kombat o Street Fighter. ¿Algo de lo mencionado influyó en el imaginario cultural de tu obra?
—Sí, seguro, todo lo que mencionás me resulta fundamental. Los casos de Laiseca y Aira en especial. Cuando me encontré con sus libros descubrí algo distinto a lo que conocía hasta entonces en la literatura (y en la argentina en particular). Me gusta mucho la literatura que trabaja con el humor, y con el cruce de géneros, y en muchas de sus obras pasaba eso. Encontraba elementos del terror o la ciencia ficción, como zombis o robots, pero sus libros no eran estrictamente de género tampoco. Tenían algo lúdico, esquivaban la solemnidad, y a su vez eran profundos, poéticos. Laiseca fue después mi maestro, y tuve la suerte de que Aira estuviera en el jurado que premió mi primera novela, Berazachussetts. Aira es un genio y cuando lo conocés en persona lo admirás el doble. Es una persona muy generosa.
Mencionás Plop, de Pinedo, que creo que fue una obra fundamental y de quiebre para mi generación, por su manera de reelaborar el modo de escribir ciencia ficción en Latinoamérica. El club de la pelea me sigue pareciendo una gran novela, y en los años de auge de Palahniuk fue un autor que seguí mucho. Sus artículos además me remitieron a otros autores que no había leído hasta entonces (Amy Hempel, Joy Williams, Nora Ephron, Joan Didion, Denis Johnson, Donald Ray Pollock, Tom Spanbauer, etc.).
Y el cine varias veces fue un disparador en mis textos. En Berazachussetts, uno de los personajes principales es Trash, una chica zombi que está tomada de El regreso de los muertos vivos (de Dan O’Bannon). Las películas de Dario Argento y los giallos de los años 60, 70 fueron el motor para mi novela Malicia. Me interesaba mucho ese género que se sirve de una historia policial (a veces muy chica), para conectar con cuestiones sobrenaturales, terroríficas, eróticas.
A todo esto sumaría a Manuel Puig, que me parece un autor fundamental, por su experimentación en la forma de la novela.
—En Medianera hay un cruce de géneros que resulta interesante y necesario. Si bien en la contratapa dice que es un libro de cuentos, también puede leerse como una novela o un mapa de lo que sucede en una comunidad.
—Creo que cada vez que uno escribe tiene que volver a plantearse qué es una novela, qué es un cuento, y tratar de encontrar su respuesta para esa historia concreta. Me gusta mucho esa forma híbrida, incierta, de los “cuentos” o “capítulos de novela” de Medianera. Creo que son las dos cosas. Historias que pueden funcionar de forma independiente y que juntas completan otro universo. Mi último libro, Los Quilmers, tiene una estructura similar, de capítulos con historias de distintos personajes, que van contando a la vez la transformación de una ciudad a la que llegan unos extraterrestres.
Calculo que es porque como lector disfruto más de los libros que adoptan otra forma. Siento que en la literatura de género, a veces, se piensa mucho en “lo original” que pueda ser el contenido, pero atado a formas muy conservadoras. Como lo es seguir pensando la novela a partir de un protagonista, del arco de personaje, del viaje del héroe, buscando la empatía o identificación con los lectores… Me gustan los libros que logran transmitir algo de la experiencia de su tiempo a nivel formal, e intento que haya algo de eso al escribir. Un mundo sin centro, sin héroes, más incierto e incompleto.
—Me parece interesante la forma en que los personajes no se cuestionan la bestialidad de sus acciones. En todo lo que ejecutan, por más siniestro que sea, ven un medio para un fin. Podríamos decir que estamos ante una comunidad dominada por la banalidad del mal.
—Son personajes que se mueven mucho entre la barbarie y la crueldad. Es cierto que un poco movidos por el sistema, que les impone seguir sus reglas duras. Pero que a la vez, cuando logran evitarlas, y abrir brechas en ese sistema (que lo intentan siempre), no cambian su actitud. Quizás hasta la encrudecen. Como te decía antes, nunca me gustó la idea de buscar la empatía o identificación del lector con los personajes, porque nunca busqué eso en mis lecturas tampoco. Al contrario, me gustan más las obras que te hacen entrar a la cabeza de alguien completamente distinto, ajeno, y opuesto, sin que esté atravesado por la moral. Uno de los peores giros que está dando la sociedad es el de la autocensura en pos de la corrección política y por el miedo a herir alguna sensibilidad. No quiero decir por esto, claro, defender cualquier ofensa burda o atropello a algún sector de la sociedad, bajo la supuesta libertad de expresión. Hablo de lo cuestionado que se vuelve la posibilidad del arte de trabajar libremente con las pasiones e instintos de los humanos, tal como ocurre en la vida. Es muy paradójico terminar atados a retratos edulcorados de un mundo en decadencia, y en el que cada vez se deterioran más las condiciones de vida de la gente y el medioambiente.
—Fuiste parte del taller de un escritor de culto como Alberto Laiseca. ¿Cómo era este taller? ¿Qué nos podrías comentar sobre sus clases?
—Laiseca fue un escritor único. Y también era único como tallerista. Yo iba a las clases en su departamento del barrio de Caballito, en Buenos Aires. En su apariencia hacía pensar en el conde Drácula, y daba miedo, pero nada más alejado de la realidad. Era muy atento y generoso con sus alumnos. Muy estimulante. Trabajaba con consignas, como disparadores para empezar a escribir, sobre todo al principio, hasta que uno iba encontrando sus propios temas de escritura.
A veces nos leía cuentos que le gustaban, o un fragmento de algo que estuviera escribiendo él. No solo los leía, también teníamos el gusto de escucharlo contar cuentos, como lo hacía en el ciclo de terror de la televisión, en el canal I-SAT (quienes no lo conozcan pueden verlos en Youtube o buscarlos en Spotify).
En cuanto a su método y a la devolución de lo que uno leía, Laiseca no daba correcciones tan detallistas ni técnicas todo el tiempo. Pero tenía algo de maestro zen. Podía escucharte sin decir nada, y de golpe un día soltar un comentario que te hacía repensar y entenderlo todo. Además transmitía mucha libertad. Hay talleres en los que quien lo dicta intenta imponer un estilo y sus formas sobre los alumnos, en vez de guiar a que cada uno explote su voz. Laiseca te guiaba por esta búsqueda. Por eso también coincidían autores y autoras con proyectos diversos, como Leonardo Oyola, Selva Almada, Alejandra Zina o Gabriela Cabezón Cámara. Lo que le importaba a Laiseca era que uno se jugara en serio y con compromiso por ese universo que estaba creando.
—¿Cómo se gestó la publicación de Medianera con La Pollera? ¿Cómo se produce esta reedición? ¿Ellos te buscaron?
—Los editores de La Pollera llegaron a mis libros a través de la agencia literaria que me representa (VicLit), y se interesaron en publicar alguno. La propuesta de salir con Medianera fue de ellos, y para mí fue un gusto. Por un lado, estoy super contento con la edición tan cuidada que hicieron, y valoro mucho su riesgo de apostar a una reedición, en vez de ir tras la novedad y lo último que publicó un autor, como es frecuente que ocurra. Me interesaba mucho reeditarlo, porque ya no se conseguía en librerías, y para que contara con un texto extra que sí tuvo la edición de Francia, pero no la del español.
La editorial la conocía, porque ya se distribuían en Buenos Aires. Tenía algunos de sus libros de Droguett y Emar. Ahora es un honor sumarme a su catálogo.