(…) esta puerta solo estaba
destinada para ti.
Ahora voy a cerrarla
(Franz Kafka)
“Caso Penta: Moreira evita juicio oral
a cambio de multa por $35 millones”
(Diario La Tercera: 16/01/2018)
Nunca ha entendido del todo su condena. Sabe que es “culpable” y que la Ley debe ser conocida y cumplida por todos, pero si hubiese intuido lo que le esperaba, habría dudado. Sin embargo, estaba hambriento, desconcertado y confuso. Roído por la bestia de la desesperación, sucumbió.
Paralelamente, en otros espacios pero el mismo tiempo, suceden situaciones “singulares”. ¿“Vacíos”, “fallas” judiciales? Es difícil determinarlo, aunque es difícil ser tan ingenuo como para creer que ciertos eventos son producto del azar. Así, en ciertos amplios e impecables salones se pactan ciertos “acuerdos” para evitar el descrédito de algunos ciudadanos. A su haber, desfilan palabras tales como desfalco, tráfico de influencias, cohecho, secretismo delictual y un largo etcétera, todo lejano al altruismo y la búsqueda del bien común. Su resguardo es un eficaz cinismo mediático, con una gran ausente: la culpa, comprendida como autoanálisis y posterior reconocimiento de las propias responsabilidades. Entonces, sobre la obra maestra de la creación -la vida- flota el fantasma de la impunidad, en una historia, lamentablemente, tan antigua como la propia humanidad.
La celda resuma un sufrimiento intolerable. Y aquellos barrotes: nada enloquece tanto a un hombre como verse tras las rejas, más aún sabiendo que otros hombres –sus pares- le han condenado a aquella reclusión. ¿Cuándo se estableció que un hombre podía quitarle la libertad a otro? ¿Cuál es la data de ese infausto día? “Hay que mantener el orden social, sustentado en la aplicación (persistente y férrea) de las leyes”, puede argumentarse. Entre aquellas pétreas y asfixiantes paredes, el hombre paga su condena, pero no puede evitar pensar que hay algo de injusticia en su caso. Al fin y al cabo, sólo robó una gallina a un vecino -al que nunca dañó-, casi enloquecido por el hambre y la pobreza. Si no lo hacía, quizás el enajenamiento le forzara a un acto mucho peor, como, por ejemplo, un robo brutal con homicidio. Y él no quería llegar a eso. Su opción fue robar y preservar la vida. Llevaba días sin comer y… delinquió: esa fue su culpa. Pero ni en su peor pesadilla habría esperado que un juez de la República le condenaría a 5 años y un día por ese simple delito.
Había que buscar algún tipo de solución al “asunto”. Sobre la mesa, como las (inútiles) piezas de una malograda escultura de piezas de dominó, yacen las pruebas que sindican la corrupción. La gravedad de los rostros es abismante. El silencio en aquella amplia oficina del piso 19 de uno de los edificios más imponentes de la capital es interrumpido por la asistente que trae el café. “¿Cómo vamos a arreglar esto? El cohecho ya está establecido. Más de 190 millones”. “Me declararé inocente y devolveré el dinero para que no quede duda alguna en torno a mi honor. Como ya saben, no pasaré un segundo en la cárcel. Eso es lo que debemos pactar aquí”. Los rostros se relajan, ya que se llegará a un arreglo. Tras ello, ya será posible enfrentar a los medios y la opinión pública.
Durante horas, el hombre mira el techo. Más que una respuesta, busca un gesto conmiserativo de Dios. Está tan débil que ya a duras penas se mueve. Hasta se pregunta si sobrevivirá los tres años que le quedan. Y si lo hace, piensa en la dura vida en el exterior, donde nadie contrata a un expresidario. ¡Qué futuro terrible le depara la libertad!
Nada, absolutamente nada puede compararse a una conciencia tranquila: esa es la única manera de vivir. Es por ello que no puede admitir ninguna culpabilidad o mentira en su accionar. Si convence a la opinión pública de que inocente… ergo, lo es. “Voy a demostrar que todas las imputaciones que se han hecho en mi contra son falsas. No sólo se ha enlodado mi honra: se ha infringido un daño irreparable a mi familia. Eso me duele profundamente. Los medios de comunicación, como siempre, sólo se hacen cargo de rumores”.
Poco a poco, le pierde el gusto a la vida. A veces, de noche permanece por horas despierto, buscando en la frialdad del cemento un alivio a la desesperación. Cuando no está recostado, se mantiene de pie y mira los barrotes. Ya conoce cada una de sus impurezas y manchas. Ha llegado a morderlos de pura angustia. Ya se ha acostumbrado a la ausencia de su esposa e hijo. Al principio, le visitaban cada semana, pero muy pronto cedieron a la desafección, al constatar el alto precio de ser parte del mundo penitenciario para ver a un hombre cada vez más alejado, apagado y ausente del mundo. A veces, le inunda la sensación de estar humillado irremediablemente hasta el último de sus días. Si tuviera aunque sea la valentía de acabar con su vida.
El juez acepta los argumentos de las partes. Se establece la ausencia de “razones fundamentadas” y “antecedentes probatorios” para condenar al acusado por el delito de cohecho. Deberá cumplir un año de arresto domiciliario, firmando cada mes en la comisaría más cercana a su lugar de residencia.
SE LEVANTA LA SESIÓN.
Del autor:
Francisco Ramírez. Periodista y escritor. Autor del libro Apuntes de un chileno en Rusia (Biblioteca Pública Digital), recientemente fue premiado en la Línea de Creación de los “Fondos del Libro 2018” del CNCA por su proyecto de volumen de cuentos Escritos circulares. Actualmente redacta su primera novela Los elegidos (¿puede un grupo de rock cambiar el pasado de un país?).