Domingo, Septiembre 15, 2024
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«La Ciudad Ardiendo». Carlos Roa Hewstone. Ediciones Filacteria.

Por Juan Serey Aguilera

 

Extraño libro el de Carlos Roa. Tal vez ni siquiera sea su libro. Creo que el autor, comprometido con una tradición de la que Derrida ha dado buena cuenta, firma este libro; el autor de los poemas que lo conforman, quizá estaría de acuerdo con esta afirmación: este no es su libro. La extrañeza de no poder señalar con claridad y distinción al autor, y de manera oblicua, a su obra, es lo que provoca este conjunto de poemas bajo el título de La ciudad ardiendo.

Desde los primeros versos («Mientras con hollín en las orejas/ usamos la ropa que no hay que usar/ vemos a los niños lanzarse unos a los otros / más y más pueblos enfermos a la cara»), queda una sensación de familiaridad, de una historia que hemos vivido y experienciado. De una historia que parece ser de todos. Sólo hacía falta que alguien la escribiera.

Se trata entonces de una historia familiar; familiar porque se alimenta de lo que tal vez en sueños, en estados sonambúlicos y en el olvido de nosotros mismos hemos podido barruntar. Es familiar también porque remite a una cercanía de los unos con los otros, a un estar juntos, en un lugar que se nos hace extraño. De ahí que sean estos versos los que de un golpe nos informan del estado de cosas en que estamos: «El hambre nos trajo a esta tierra/ Y ya no existe el hambre/ Y ya no hay esta tierra». Arrojamiento en conjunto a un lugar baldío, a un lugar que ya no está. Un arrojamiento desde la carencia más descarnada, desde ese dolor de lo que no está presente. Hambrientos venimos a la tierra, y nada encontramos en ella, ni siquiera la tierra. Tal vez, en otra época, hubo un mundo. Ahora ya no lo hay. No hay hogar ni un lugar seguro donde afirmarnos.

Una historia familiar que se retuerce en pasmo, de una tierra que ya no está. Ese ahí, el espacio donde habitamos se levanta frente a una noche que «Se alza ante nosotros/ y se pierde luego entre la gente que baila/ ignorando el incendio». El contraste entonces es entre lo oscuro y un fuego que arde sin que le prestemos atención. Esa atención hacia lo que está sucediendo ahí, tan cerca que olvidamos que es lo que nos constituye, es la que nos presta La Ciudad Ardiendo con una finura en la mirada y en el sentir.

El libro -a falta de un apelativo mejor-, y tal vez menos problemático, tiene como fogonazos, imágenes de un origen perdido, de un momento tectónico, de capas de fuerzas tremebundas que abren el espacio y dan lugar, que entregan la materia de la que está hecha la tierra. Así, en medio de la danza y su ligereza, aparece lo pesado y descomunal, la potencia de la tierra que se hunde y despliega: «Bailamos/ nos tragamos serpientes para dominar el rayo/ y ese rayo revolvía el fondo marino/ y al perforar desde dentro los volcanes/ resultaban ser islas/ empujando a otras islas desde abajo».

El dominio del rayo, la ingesta de las serpientes, nos habla de una decisión, de una voluntad de poder, si se quiere, que se entrega un mundo a sí misma, que se afirma a través de lo tectónico y lo profundo que se hace superficie. La tierra no puede ser pesada, ha de aligerarse, es por ello que el esfuerzo supremo sólo lo pueden llevar a cabo gigantes, que llegaron «tirando con sogas los cerros desde arriba/ para levantarlos aún más/ hacia el firmamento transparente».

Sin embargo, de sopetón, «ese mundo se cerró/ y dio a luz dos cielos adentrándose/ el uno por un lado/ el otro por el otro». Este momento inaugural es recordado sin nostalgia, pues no se trata de un lugar al que hay que volver, es más bien la escisión, la ruptura que constituye nuestra experiencia del mundo, del mundo escindido, destrozado que se raja entre fuerzas contradictorias. Esa apertura y cerrazón, esa rajadura es el lugar en el que estamos. Ha surgido, y hemos surgido con él, el espacio. Sin embargo, nos hace falta el tiempo, cuya problemática presencia/ausencia queda registrada así: «cayendo miles de veces un mismo día/ se derrumbó el tiempo: quedó su rumor/ fue oído/ y abrió nuestros ojos a este gran parto/ que es todo el universo».  Sin embargo, es un tiempo debilitado, finito, que cae a pedazos y que no se entroniza en la presencia. El tiempo de esta tierra que no hay palpita, es carnal, corporal, terreno. El tiempo es la tierra ausente.

Conforme avanza la lectura, a pesar de nuestra estupefacción, podemos suponer que el lugar del que se habla se trata de Chile: «Cuando el país se hundió quedó más espacio al mar /y en el altiplano un murallón de cal creó otros salares/ en los desiertos solitarios». Una sola descripción de un momento perdido en lo profundo del tiempo nos ha puesto en nuestro lugar.

Ese lugar, gracias a los afanes y trabajos de la historia, ha devenido ciudad, una ciudad que frágil como el tiempo «se desmorona/ curvada y vuelta a unir». Que quede claro: los lugares no son sitios inmóviles, basamento sólido y firme desde donde afirmamos dogmas, mitos, experiencias y teorías. Los lugares se destrozan a sí mismos y se desperdigan y se ofrecen, pues su unión es siempre separación. Siempre lo ha sido. La ciudad se ha fragmentado.

Lejos estamos de la civitas dei de Agustín. Si hay un dios, su llegada es la de un borracho odioso a un bar a punto de cerrar: «El día que Dios llegó a la tierra era martes en la tarde/ Abrió a combos el espacio exterior y desde arriba se vio/ como una rajadura en el cielo nublado».  Este Dios ha construido la historia de la humanidad, la ha acelerado, la ha modulado y se disuelve en unos versos telegráficos, descriptivos e imperativos: «Dios son las cosas. Hay que construir. Hay que ahorrar. Hay que morir/ Dios son las cosas. Istmos emergiendo». Pero que quede claro: esta historia pasada, esta historia de Dios es agua sucia: «Eterna sombra que lleva a más sombras». De este pasado de Dios no queda nada para recordar, nada para ser engullido glotonamente para satisfacer la curiosidad de los visitantes del museo de la historia. No hay promesa de redención ni un fondo de un origen reluciente e impecable. Todo ha sido una farsa: «Estaba escrito que los inocentes serán engañados/ y los niños verán el pasado con odio».

Frente al trafago de la historia con su pasado oscuro y el futuro calculable, medible; frente a su aceleración técnica, que es descrita de la siguiente manera: «Un día iremos más rápido, desintegrando la tierra / y torpedos ultramarinos/ arrasarán las carreteras», queda la ligereza de la danza: «Quédense con sus predicciones / Déjenme a mí los bailes». Frente al tráfago, el silencio: «El silencio es música en una sola nota, inaudible, si llega al mundo, / el mundo se queda atrás: no hay agua y sólo importa el agua». Pero hasta eso está a la venta, porque «Lo que debiera ser bueno para todos está vendido». Y ardemos, la ciudad arde. A pesar de todo y a causa de todo, también: «Antes del trueno, / antes de la lluvia, ardemos alegremente/ y nos vaciamos con su luz tenue».

¿Qué es, entonces, La Ciudad Ardiendo? Creo que el libro puede ser leído como una historia poética de Chile. Tal vez ambos géneros han corrido por carriles distintos en su devenir, y la verdad, es que en este caso poco importa si es así o no. Es la potencia del texto de Roa lo que como un corte hecho en el firmamento por un rayo (figura tan cara al autor del libro), abre e inaugura el contenido de lo que se ha dicho y lo que se está diciendo en sus poemas. Seguramente se trata del estilo, de ese corte o rajadura desde donde da inicio esta forma de escritura, cuya sal, espuma y roqueríos no pueden ser sino los de Cartagena, donde los edificios consumidos por el calor, no pueden ser sino los de Chile, donde los cuerpos que se consumen a sí mismos en la explotación y en la extrañeza son los nuestros, los que habitamos, problemáticamente este conjunto de placas tectónicas, islotes, acantilados, montañas, colinas y desiertos que llamamos Chile.

Aquí no hay añoranza de identificarse plenamente con la patria, con el padre perdido y ausente, padre de la violencia y el castigo, tampoco hay esperanza de una redención final. Lo único que hay es el aquí-ahora de la ignición y del fuego que nos consume. La única ligereza posible en este lugar de ropajes ajados, de rostros fatigados, es la de las llamas. ¿Qué hay después de eso? No lo sabemos. Y es bueno no saberlo, no tener la certeza ni la arrogancia de que sabemos algo. El saber es un producto, una mercancía más, un ídolo que perseguimos durante mucho tiempo. No se trata de eso. ¿De qué se trata entonces? El epitafio de la tumba de Vicente Huidobro nos puede dar una pista: «Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar». Con estas palabras en su tumba yace el poeta en Cartagena. La tumba de Huidobro es una suerte de monumento no-metafísico, pues ahí, donde queremos encontrar un fundamento, algo que nos explique por qué las cosas son como son, no hay nada sino el movimiento de las olas. Carlos Roa, cuya infancia transcurrió en Cartagena, está también avisado de que detrás de lo que hay, no hay nada, excepto la evanescencia de lo que arde. Y este libro es prueba de ello.

 

Juan Serey Aguilera

Villa Alemana, Doctor en Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Investigador Postdoctoral, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

 

 

Carlos Roa Hewstone – Cartagena, Doctor en Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

 

 

La Ciudad Ardiendo. Carlos Roa Hewstone. Ediciones Filacteria, Santiago de Chile, 2020.

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