Hoy comprobé que no hay nada más triste que la mirada de un perro traicionado. Esos ojos amarillos mirando en todas direcciones, las orejas levantadas, su lengua salivando sobre el cemento caliente. Debí ser honesto con él. Debí confesarle que solo lo acaricié para pasar el rato mientras tomaba una Coca-Cola en la plaza. Al principio ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba. Me buscó con su nariz entre los cubos de basura, en una planta seca, en la rueda de un auto. Pero pronto descubrió la verdad: vio mi figura alejándose por la puerta de vidrio de un hall al que no podrá acceder nunca, porque en el edificio está prohibido tener animales. Ahí comprendí que le había dado señales equivocadas: los restos de sándwich de pollo que le convidé en aquella banca o el hecho de dejarlo que me siguiera todo el camino a casa. Lo peor es que en ese rostro ni siquiera había tristeza. Tampoco rabia (de hecho, ni siquiera me ladró). Solo giró un poco su cabeza hacia el lado izquierdo, incrédulo, con esa fe ciega en el ser humano que solo puede tener un perro. El Negro, pensé. Tiene la misma cara del Negro.
Pero lo más extraño es lo que sucedió después: comiendo una pizza recalentada en mi pieza, me puse a llorar. Fue un llanto seco, casi sin lágrimas. Uno como de pena añeja con olor a jazmín y sabor a sal de mar. Tiré la pizza a un lado y, con una polera transpirada y unos pantalones de pijama, bajé a buscar al perro. En mi ingenuidad, me imaginé que todavía estaría con sus orejas levantadas mirando hacia la entrada, pero ya no estaba. Quizás no se fue tan lejos, pensé, y esta vez fui yo el que lo buscó sin éxito entre basureros, plantas secas y ruedas de auto. El llanto volvió a aparecer. Fue menos seco que el anterior, con una especie de hipo que no me dejaba hablar. Tuve que sonarme con las manos a falta de pañuelo.
—¿Todo bien, don Andrés? —me preguntó el conserje cuando regresé.
—Sí, sí —le dije y subí lo más rápido que pude a mi departamento.
¿Serán los nervios por esa puta audiencia de mañana? Es posible. Desde que mi padre me pidió que lo acompañara que no estoy tranquilo. Pero no creo que sea eso. Es algo como pegoteado en mis intestinos. Cierro los ojos durante unos minutos y respiro hondo. Sí, no puedo negarlo. Estoy llorando otra vez por el Negro. Claro, no es solo por él. Lloro también por el chico obeso que fui alguna vez. Ese con la partidura tipo Superman y esa camisita escocesa dentro de los pantaloncitos beige que mi madre me obligaba a subir hasta las tetas porque decía que así se vestían los niños decentes. Ese niño que hoy me parece un desconocido con el que me veo obligado a compartir recuerdos. Lloro también por los jazmines de la calle María Reina. Por esas tardes de viento cálido jugando fútbol con el Colorín, el Chete y el Churejas. Lloro por lo que pasó ese año, cuando todo cambió entre nosotros. Incluso lloro por Arnoldo. Quizás, especialmente por él.
Editorial Libros del Amanecer