Andrés Montero tiene una prosa sólida que nada deja liberado al azar. En este conjunto de cuentos, que también podemos leer como novela, todo funciona como un reloj narrativo que nunca pierde el rumbo.
En los relatos hallamos contraposiciones entre la urbe y la ruralidad. En el primer cuento, un hombre decide huir de las imposiciones de su jefe (debe ir al aeropuerto a buscar a un cliente) y maneja hasta perderse por una carretera que pareciera no tener fin. Cuando se le acaba la bencina, termina en un descampado. Pese a que llueve a cántaros, se baja y camina hasta una casa cercana para pedir ayuda. Adentro hay un velorio en el que parecieran estar esperándolo hace ya varias horas.
El choque de mundos es brutal. La forma en que Montero registra cada uno de ellos (con las condicionantes que determinan cada existencia) es verosímil y necesario.
En Montero no está presente el ombliguismo del yo. No pretende documentar lo que es su vida, más bien, representa historias de la provincia chilena -con sus ritos y costumbres- que resisten -sin ser conscientes de ello- a los procesos de globalización.
En el segundo cuento, un hombre que no quiere salir de la cama, le dice a su mujer que la muerte llegó a buscarlo. Su esposa, incrédula de una idea que no tiene sustento, decide seguir haciendo su vida en forma normal, considerando estas ideas meros delirios carentes de fondo y sustento.
Montero es uno de los grandes escritores chilenos de la actualidad. En estos relatos que hacen recordar algunos momentos de La recta provincia de Raúl Ruiz, lo demuestra con autoridad y solvencia, retratando historias que se encuentran más allá de la capital, en esos lugares que parecieran habitar en una dimensión olvidada.