Por Antuá V. Brisso
Ayer por la tarde corría un viento tan fuerte que a doña Berta y don Oscar casi se les derrumba su casita antigua del centro y de pasada casi se vuelan ellos, lo único firme era la prótesis dental de la señora. Pero todo bastaría con un chal de lana y una taza de té verde para cada uno. Cuando la tetera emitía el bullicioso ruido del agua ya lista, don Oscar fue a sacar las míticas tazas de siempre, para servir el té que reconfortaría las malas condiciones en la que se encontraban. Pero las tazas estaban rotas, las cucharas perdidas por la turbulencia del viento invernal que nunca paró de remover todo. Aún así, él sirvió el agua en las tazas agrietadas y se acomodó al lado de su esposa en la idea de sofá que tenían en el vetusto comedor, junto a una estufa a parafina de los años 60.
Todo estaba perdido para ellos desde que Oscar se jubiló y sus hijos dejaron de verlos, pero tomados de la mano seguían sobreviviendo al decapito sistema chileno. Hubo un extenso silencio, tanto que el té se enfrió y la parafina se terminó. Doña Berta rompió el silencio manifestando que las tazas estaban rotas llenas de restos de cerámica, la casa fría y ellos viejos. Don Oscar se levantó en silencio, sin emitir siquiera un ruido y volvió segundos después con azúcar y una cuchara para compartir. Mira a la vieja y le dice —Mija, de algo tenemos que morir, será por el té verde con restos de cerámica desgarrándonos la garganta o por la vida que llevamos—.
Todos merecemos un Oscar, sincero, amable y atento.