Presentamos un adelanto de la nueva novela de Montserrat Martorell Colón, ganadora del Premio Lector 2017 en esta categoría, editada por LOM y que llegará próximamente a librerías.
Capítulo I: La memoria olvidada
La primera vez que decidí irme de Chile tenía veintidós años. Había terminado hace muy poco la carrera de Literatura y necesitaba un cambio, una marea nueva que interrumpiera ese curso indefinido en el que estaba presa hace quizás cuánto tiempo. Él ya había sido diagnosticado de Alzheimer hace tres años. Ya no le iba a importar tanto que me fuera. Quizás, si tenía suerte, me recordaría una vez cada cierto tiempo y alguien, a muchos kilómetros de mí, me diría que había pronunciado mi nombre.
Él es mi padre y tiene setenta y seis años.
Tendría que empezar diciendo que él se casó en una época pasada, media añeja, media de mentira, cuando todavía nadie sospechaba que mi hermano, mi madre o yo íbamos a ser alguien dentro de una historia que a ratos parece salpicada por ciertos resabios de oscuridad.
No exagero. Para la gente, antes, e incluso tal vez después, solo éramos puntos suspensivos en la memoria de nadie. Inexistentes. Sombras frágiles de un espacio eterno que podía ser la imaginación, las posibilidades de otra vida, un tiempo errante.
Por eso, antes de todo, él, mi padre, tuvo cinco hijos con una mujer que probablemente lo amó demasiado para aceptar que él se iría con otra algún tiempo después, en una época ya no tan pasada, con la que formaría una segunda familia donde me convertiría en la menor de su estirpe. De esa historia, al menos hoy, sí puedo hablar.
Cincuenta años tenía mi padre el día que nací. Papá abuelo, papá viejo, me gustaba decirle. Lo quería tanto. Lo quise tanto. No me importaba la diferencia, nunca me importó hasta quizás ahora, en este último tiempo, cuando siento que la vida se le está escapando por los ojos. Es que me mira, desde una foto que tengo ahí, en el velador de este barrio que se llama Lavapiés, y sé que puede ser el último día. Sé que alguien puede llamarme, de un momento a otro, para decirme que esto que me está contando es lo más difícil que me va a tocar en este paréntesis que es mi vida en Madrid y yo, al otro lado de la línea, preguntaré con la cabeza gacha si él está muerto, si él está muerto.
Él se murió, Olimpia. Él se murió, me va decir ese hombre sin rostro y la voz va a ser también un puñal seco que le declarará, probablemente sin contemplaciones ni treguas, una guerra moral a mi alma.
Pero no ha pasado. Nadie ha llamado todavía y el teléfono no suena ni hoy, ni mañana y quizás tampoco pasado. Todavía él está aquí o allá y respira en algún lugar de Valparaíso, aunque no sepa bien quién es, aunque no sepa bien quiénes somos.
La duda eterna. Esa. La de pensar y pensar y sentirte que te partes por dentro. Tienen razón: es egoísmo puro. No aceptamos la muerte porque somos egoístas, porque queremos apropiarnos de la vida de los otros, porque queremos creer, ingenuamente, que la gente que amamos no debería partir de nuestro lado y los atamos a la vida y los atamos a ese torbellino de símbolos que no contemplan otra posibilidad. Más y más clichés. La muerte es un cliché, un invento que hicimos los hombres para no pedirnos perdón en vida, un sinónimo de esos falsos adioses que no se alcanzan a vislumbrar en ninguna parte, ese adiós intermitente que es no volver a mirarle la cara a él, a ella, al reflejo de unos ojos en cualquier espejo porque la vida de uno es también siempre la vida de otro.
A veces, muchas veces, nos da miedo, tratamos de no nombrarla y sin embargo, existe, nos roza el hombro, sacude el tiempo de vez en cuando en tres y en dos y en seis recordándonos quizás esa inmortalidad de la que no nos gusta hablar, esa inmortalidad que callamos y que cae espalda arriba y espalda abajo como si siempre hubiera estado ahí, como si nunca nadie la hubiera visto, como si no pudieras ignorarla.
Hace unos días releí las cartas que Julio Cortázar le escribió a Carol Dunlop cuando ella murió. Palabras. Ni inocentes. Ni frágiles. Ni rotas. Palabras que conocen el dolor de la herida. Palabras que podrían estar quebradas, torcidas, en pausa. Palabras que arrojan una despedida, el inicio de una historia, el escuálido punto suspensivo de una frase que no alcanzó a configurar ninguna realidad. Palabras que nacieron del invierno, del último invierno, del último espanto que quería ir detrás de tu sombra. Palabras con fecha, con memoria, con recuerdos. Palabras. «El dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir».
Por eso todas las noches pido que él se muera. Si vivir con Alzheimer es una putada. Una putada de la vida y de la mala suerte. Es como estar muerto en vida y peor aún, ni siquiera poder recordar a todos esos que quisiste, a todos esos que odiaste, a todos esos que fracturaron tu vida y la cambiaron, que te hicieron mejor, que te hicieron peor, no importa, pero cuya marca queda en ese espacio invisible que sobrevive cuando nos preguntamos quiénes somos. Es olvidarte de ti mismo y de eso que te duele y de eso que te hace sonreír.
El Alzheimer rompe nuestra fábrica de recuerdos, de sueños, de nostalgias. El Alzheimer bombardea nuestra vida, nos deja a ciegas. Es la única enfermedad de la que sabes no vas a poder salir, no te van a poder sacar. Se adueña de tus tiempos, de tu cuerpo, de tu personalidad. Te liquida. Te mata y no te mata porque sigues también muy vivo. Inerte. Tu cuerpo es un cañón de soledad, materia con olor de escarabajo roto que nace y crece en medio de la nada, como si estuvieras presa de un limbo, de una parálisis del sueño, de intervalos rotos, agonizantes.
(De Antes del Después, segunda novela de la autora editada por LOM Ediciones.)
(Foto: Andreu Martorell.)