Conversamos con Marcelo Simonetti acerca de su nuevo libro, Dr. Chatwin & el Chilibilus, un hermoso volumen ilustrado cuya brevedad contrasta con lo profundo de las reflexiones que plantea acerca de la vida y los sueños. Es una obra que tiene mucho de poesía, aventuras y reminiscencias de infancia, donde se recrean las historias de los antiguos exploradores a través del diario de un anciano Dr. Chatwin, una curiosa mezcla entre Charles Darwin y Bruce Chatwin, un hombre que se interna en lo profundo de la naturaleza en busca de algo que parece imposible de hallar.
—En una entrevista dijiste que Dr. Chatwin & el Chilibilus era un «homenaje a la infancia», ¿qué elementos consideras necesarios para diferenciar la escritura para la infancia de la escritura para adultos?
—Hay varios aspectos que considero a la hora de escribir para las infancias. Primero, el tener conciencia de que escribes para lectores y personas en formación, lo que obliga a tener un cuidado especial en las formas en que planteas tus historias. En segundo lugar, intento retomar la mirada que tuve de niño y tratar de escribir desde ahí, trayendo al presente al niño que fui. Y en tercer lugar, sobre todo cuando escribo texto que sé que se van a convertir en libros álbumes, procuro trabajar una prosa más poética, entendiendo que las infancias se relacionan de manera más natural con la poesía que los adultos y a sabiendas de que hay una potencia imaginativa y conceptual que la poesía ofrece de manera más contundente que la prosa convencional. Con todo, me interesa no infantilizar esos textos, porque considero que los niños y las niñas, a pesar de haber vivido pocos años, son sujetos capaces de reflexionar y de abordar lecturas que les impongan ciertos desafíos.
—En estas múltiples capas que te gusta explorar en la escritura, en este libro hay una suerte de recorrido informativo sobre animales y especies de la naturaleza, ¿cómo fuiste incorporándolas a la historia?
—Aquí hay un trabajo compartido, si bien hay partes del texto donde es posible advertir ese recorrido informativo, el énfasis principal es obra y gracia de Marcelo Escobar, quien realizó las ilustraciones. Su aporte fue fundamental para que el libro terminara siendo lo que fue y lo digo no solo en términos estéticos. De ahí que yo releve el carácter compartido de la autoría del libro. Es más, todas las referencias animalescas y vegetales con sus nombres genéricos son responsabilidad suya; cuestión que aplaudo y celebro.
—Tu libro plantea un viaje fantástico en un paisaje real como la isla Little Wellington ¿La idea del diario es un recurso consciente para fijar la veracidad de la historia?
—Sí, está trabajado con esa intención. Me parecía interesante que la historia fuera contada a través del formato de una bitácora de viaje; de alguna manera, esos escritos son una evidencia documental de que la historia fue real, y a la misma función remiten las notas del editor. Me interesa que en algún momento el lector se pregunte si esto realmente ocurrió o si es solo una ficción. Por otro lado, la bitácora me permitía contar una historia fragmentada. El diario de Chatwin no está completo, le faltan días, y eso creo que resulta muy sugerente para el lector, quien deberá imaginar qué pudo ocurrir en esos días faltantes. Por último, no es un narrador externo quien cuenta la historia, sino el propio Chatwin a través de la palabra escrita. Aquí no hay una oralidad, es la escritura de Chatwin, la versión manuscrita de sus pensamientos y emociones, lo que llega al lector.
—En un capítulo del libro incorporas un fragmento de un poema de Federico García Lorca y en una ilustración una estrofa de un famoso bolero ¿Qué significado tienen para ti estos intertextos y qué importancia le das a la poesía en tu escritura?
—En la mayoría de mis ficciones sumo estos juegos. La escritura propia encierra la escritura de otros. En Dibujos de Hiroshima hay varias cartas que ayudan a poner en marcha la historia; en Redman hay unos poemas que sirven para retratar a uno de los personajes; en El secreto de los gatos hay unos versos de Jorge Teillier que aparecen y desaparecen del texto principal. No es un recurso nuevo, voy mechando la prosa con algunos poemas, pero le tengo tanto respeto a la poesía que abro la puerta a las letras de otros. Con todo, una aclaración: la incorporación del bolero es fruto del talento de mi tocayo ilustrador, Marcelo Escobar.
—Chatwin es un tipo que, además de ser curioso, posee una vitalidad envidiable, no en vano pasa 82 días viviendo a la intemperie ¿Qué crees que le da la fortaleza para mantenerse firme en su propósito de encontrarse con el chilibilus?
El propio Chatwin lo escribe: «Un hombre se debe, por encima de todas las cosas, a sus sueños». Esa frase se la escuchó a su padre y es el combustible de su vida. El chilibilus es su obsesión, el sueño que persigue, y pase lo que pase, no renunciará a él. Además, si te fijas bien, Chatwin tiene una estampa quijotesca, probablemente haya heredado del personaje de Cervantes esa costumbre de ir hacia delante, ciegamente.
—Hay un pasaje que me llama la atención, que es cuando llegan unos extraños en una embarcación y Chatwin se esconde porque «no le gustan los intrusos», ¿Por qué esa diferencia entre intrusos y aventureros?
—Más que aventureros, siempre imaginé que esos extraños eran seres que estaban en las antípodas de Chatwin. Personajes que depredaban las costas y que estaban a la espera de encontrar algún botín que saquear o algún animal que matar o un bosque que explotar. Espiritualmente no tenían nada que ver con Chatwin que es un ser noble, amante de la naturaleza, respetuoso del medio ambiente.
—Es curioso, pero un relato que se ofrece «para niños» resulta a la vez ser una mirada a la vejez. ¿Es acaso el viaje de Chatwin una metáfora sobre el final del viaje del ser humano y el chilibilus una suerte de ángel de la muerte?
—Siempre he pensado que el lector de estos libros no tiene edad, que son historias que desde una lógica pueden hacerles sentido a las infancias, pero también a los lectores mayores. Pero respondiendo la pregunta en torno a la metáfora, me gusta pensar que lo que busca Chatwin es el sentido último de la existencia, de su existencia, que la mayoría de las veces está más dentro de cada uno de nosotros que en el mundo exterior.
—Aunque Chatwin se define como un «alma solitaria», a lo largo del libro hay varias referencias al tema amoroso, ya sea a través de la relación de cortejo entre las aves o la sensación de sentirse con la tristeza de un amante abandonado, ¿Qué piensas de la soledad de la vejez?
—Creo que la mejor vejez es la que se vive en compañía, pero en el caso de Chatwin lo más probable es que necesitara la soledad para poder hacer ese viaje íntimo en busca de una revelación que le ayude a entender el mundo. No sé si alguien lo estaba esperando una vez que regresara. Y sobra decir que no lo sabremos nunca.
—En un momento planteas que Chatwin ya no necesita nada del exterior, sino más bien mirar hacia dentro. Una reflexión que tiene harto de post-pandemia, ¿Crees que la buena intención de reconectarnos con la naturaleza quedó en un simple gesto o avanzamos algo?
—Nuestra memoria es tan frágil, olvidamos tan rápido, que creo que aquello fue lo mismo que esas golondrinas que no hacen verano. Con todo, ya no queda demasiado tiempo para poder corregir las cosas y si queremos tener un futuro es preciso poner a la naturaleza al centro de nuestras preocupaciones, de otro modo tenemos los días contados.
—Por último, independiente de la conclusión a la que llegue el lector, ¿Cuál crees que es el «chilibilus colectivo» que no nos cansamos de perseguir?
—Pienso que sabemos muy poco qué somos realmente y por qué estamos aquí, en esta vena el chilibilus sería la respuesta a esas preguntas.