Por Ricardo Elías.
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Debe haber sido por allá por el año 2009 cuando me desempeñaba como asistente de producción de un modesto programa para la televisión por cable. El conductor paseaba con escritores por diversos puntos de Santiago y a mí me tocaba la tarea de contactarlos. Recuerdo perfectamente la impresión que tuve al ver, en la nómina de posibles entrevistados, el nombre de Mariana Callejas. Estaba apuntado después de Álvaro Bisama y antes de Erick Pohlhammer. Mariana Callejas, la escritora maldita, citada en montonera de libros, series y películas y cuyo nombre, más para mal que para bien, era pronunciado incansablemente por los máximos referentes de la literatura chilena actual.
Recuerdo que a varios escritores invitados al programa medio como que no les gustó que se realizara esa entrevista. Así que el conductor, que lo que perseguía realmente era ser aceptado en algo así como el jet set intelectual-literario, desistió de hacerlo. Yo intenté que la entrevista se llevara a cabo. En parte porque me había costado dar con el contacto (la editorial tenía prohibido dar su teléfono) y en parte porque me pareció que podía ser interesante, por esa cosa media mítica del personaje.
Confieso que hasta entonces no había leído más que un par de cuentos de Mariana Callejas pero sí me había devorado numerosos libros sobre la Operación Cóndor y sobre temas relacionados con la dictadura. En ellos su nombre figuraba junto al de su marido, Michael Townley, quien estaba vinculado a acciones deleznables como el asesinato del general Prat, el de Orlando Letelier y el desaparecimiento forzado de personas en su casa de Lo Curro. La leyenda decía que mientras en el segundo piso de esa casa se dictaban talleres literarios, en el subterráneo se torturaban opositores al régimen. Historias, indiscutiblemente, muy llamativas y por lo demás de gran atractivo para la construcción de una trama trepidante en cualquier formato.
Cuando por fin tuve la oportunidad de tener a Mariana Callejas al teléfono, le conté de la posible entrevista que hasta ese minuto aún podía realizarse. Lo que me sorprendió la primera vez que hablé con ella fue su tono de voz suave, lacónico, directo, frío. Frialdad que cambió de inmediato cuando le comenté que yo también escribía y que estaba trabajando en mi primera publicación. En seguida la conversación se tornó amena. Hablamos de literatura inglesa y terminó haciéndome una invitación a su casa a tomar té el día jueves. Trae tus cuentos, recuerdo que me dijo.
A nadie quise comentarle mucho acerca de esa reunión cuando llegó el día jueves. Un poco para evitar rostros contraídos o advertencias que no venían al caso. Sólo le conté a mi polola y recuerdo que ella me dijo cuídate. Mi acercamiento a Mariana Callejas fue motivado casi exclusivamente por la curiosidad. Ella vivía en un pequeño departamento en la esquina de Suecia con Eleodoro Yáñez. Al anunciar mi llegada, el conserje me miró con desconfianza. ¿Quién es usted? me preguntó, aunque lo que preguntaba en realidad era ¿con qué intención viene? Me pareció que su entorno cuidaba mucho de ella. Luego de sortear ese último obstáculo estuve por fin frente a su puerta. Golpeé dos veces y quien me salió a recibir fue una ancianita menuda que de inmediato me recordó a mi abuelita por parte de mamá. La única foto que yo había visto de su rostro era la de la solapa de uno de sus libros; tomada 200 años antes, al parecer. Pasa -me dijo- toma asiento, compré unos cuchuflí en el Jumbo. En efecto, frente al sillón, sobre la mesita de centro, había un plato con cuchuflís cubiertos de chocolate y unos quequitos. Creo que también había galletas, pero asegurarlo sería mentir. Luego de las típicas palabras de cortesía que anteceden a cualquier conversación, casi siempre referidas al estado del clima, hablamos de literatura y cine. Me mostró algunos de sus cuentos y leyó los míos. Me acuerdo que le gustaron y me hizo un par de acotaciones que me parecieron interesantes. Luego de eso me habló de los talleres literarios que celebraba en su antigua casa de Lo Curro en época de dictadura, por donde pasó hasta Nicanor Parra. Me habló de sus antiguas publicaciones y de que hoy todas las editoriales le cerraban las puertas. Es triste, declaró. También contó que un amigo le había aconsejado que no enviara más relatos a concursos literarios porque «ven tu nombre y los sacan». Yo sé que si me editan eso será después de muerta –decía-, pero yo sigo escribiendo, nadie me puede prohibir escribir. Y era cierto: tenía alrededor de 5 novelas terminadas y varios cuentos listos para conformar un par de sólidas colecciones.
Por ese tiempo, en el programa en que yo trabajaba, entrevistamos a la escritora Nona Fernández. Ella estaba guionizando una serie para la televisión llamada Los archivos del cardenal y uno de los capítulos trataba justamente sobre Mariana Callejas. Como una de mis labores de asistente de producción era conducir el auto de la productora –además de comprar el cocaví y las bebidas- durante los trayectos siempre aprovechaba de hablar con los escritores invitados. Por ahí le conté a Nona sobre mis tecitos con Mariana Callejas. Aún recuerdo su expresión de asombro, sus preguntas y las preguntas y el asombro de todos los que, en esos viajes, escuchaban mi experiencia. Yo lo hacía un poco para aterrizar esa cosa mítica y un poco para fastidiar al conductor del programa, cuyo ego se crispaba cada vez que nuestros invitados centraban su atención en algo que no fuera él. Lo que más me sorprendía era que siempre que tocaba el tema de Mariana Callejas mis interlocutores me miraban como si estuviera hablando de alguien como Josef Mengele. Como si yo, en vez de Mariana Callejas, dijera «me he reunido varias veces con Josef Mengele». Y, claro, no esperaban oír hablar de una abuelita, de té, de cuchuflíes comprados en el Jumbo. Probablemente en vez de «vive en un departamento en calle Suecia» esperaban un «vive en un castillo, en un bosque, sobre un misterioso acantilado». Yo mismo notaba cómo se iban relajando las expresiones de asombro de sus rostros cuando aclaraba estos puntos. Sentía hasta la pérdida de interés. Quizás esas conversaciones hicieron que me diera cuenta de lo atractivo que a todos nos resulta la mitificación, eso de crear y creer en personajes novelescos. Quizás se deba a que en este pequeño país somos todos medios iguales y pasa siempre más o menos lo mismo. Y eso es fome.
En una de nuestras reuniones, recuerdo, comencé a hacerle a Mariana más preguntas acerca de su paso por la Dina. De a poco ella fue narrándome su historia, su verdad en buenas cuentas: esa casa de la que tanto se ha hablado -me dijo- nos la pasaron los militares, para vivir nosotros pero para que ellos también pudieran hacer uso de una parte del terreno (que era bastante grande). Michael (Townley) se dedicaba a la electrónica y usaba la planta baja como taller y oficina. En el piso superior celebrábamos los talleres literarios. Todos quienes iban a mi casa podían recorrerla libremente por todos lados. Había, eso sí, en un sector del patio, una construcción donde ni yo ni mis hijos podíamos acercarnos porque era recinto militar. Pero, a ver -dije en una ocasión, con algo de impaciencia- tú apareces como agente de la Dina. A Michael -me explicó- siempre le gustó mucho la cosa militar. Cuando le ofrecieron empleo en la Dina estaba feliz, aunque el sueldo era bastante bajo. Propuso ingresarme a las planillas, para que yo tuviera las mismas regalías (sobre todo en salud) que tenían los trabajadores y un sueldo que, aunque bajo, algo sumaba a nuestras arcas familiares. Una pésima decisión, porque de ahí en adelante quedé inscrita como agente.
Sean sus palabras verdad, mentira, o verdades a medias, que es lo que más se usa, es interesante pensar cómo hasta las decisiones más relevantes tienen siempre una cosa media pedestre, doméstica. Y aunque nuestra imaginación nos dibuje escenas con una Mariana Callejas rebanando cuellos a punta de machetes, presionando botones rojos para detonar explosivos a distancia y torturando gente en los momentos del taller que supuestamente iba al baño, suele ocurrir que la realidad, a menudo, es más simple o, por último, más rasca.
No quiero con esto dármelas de abogado de nadie, entiéndase bien, lo que intento es narrar mis experiencias tal como la memoria me lo permite, después de los años que han pasado. En estos años he tenido la oportunidad de conversar con varios escritores más viejos que yo. Cuando hablo de la obra de Mariana Callejas -siempre, o casi siempre con su qué, debo confesarlo- lo primero que recibo es un marcado fruncimiento del entrecejo. Luego, como siguiendo un protocolo, vienen epítetos del tipo: desquiciada, siniestra, asesina, monstruo. Pero lo que más me ha sorprendido siempre es que todos tienen historias que narrar al respecto. Y todas, por lo general, comienzan así: yo era joven cuando iba a su casa y te juro que no tenía idea de lo que pasaba. Luego continúan más o menos en esta línea: un día, mientras buscaba la puerta de la cocina, sin querer ingresé a una habitación secreta, lúgubre… y había unos grilletes, una picana eléctrica, un esqueleto… Siempre escucho pacientemente estas historias. Luego aclaro que mi interés era hablar de la obra, de la obra literaria de Mariana Callejas, no de su casa, no de su pega en la dictadura.
Mariana Callejas era una escritora sobresaliente, aunque hoy esté prohibido decirlo. Por el año 81 publicó La larga noche un libro que los poderes fácticos se encargaron de censurar, probablemente porque en él hay relatos que hablan del acontecer nacional de esos años (y, claro, de su cercanía con ellos): atentados explosivos, tortura, agentes de inteligencia… hasta la historia de un guerrillero con una pata de palo basada en José Liendo Vera, el Comandante Pepe del MIR. Más tarde publicó Ángel de rincones, novela premiada, y en 1995 Siembra Vientos: un libro de memorias ya descontinuado y que, en lo personal, me parecía bastante interesante en cuanto a testimonio histórico. Según lo que sabía, el libro describía, por ejemplo, las conversaciones de Townley con Stefano Delle Chiaie, una especie de Osama Bin Laden italiano que asesoró a Pinochet en varias ocasiones. Pero, cada vez que yo le preguntaba a Mariana dónde podía encontrar el libro, ella respondía con evasivas: ese libro yo lo escribí en un momento en que estaba picada, muy enojada, y ya no lo venden.
Siembra Vientos fue un libro imposible de conseguir durante mucho tiempo. Una tarde, caminando por los pasillos de la Primavera del libro con el poeta Pancho Quiroz y sin ningún peso en los bolsillos, me detuve en el stand de la editorial CESOC que hasta entonces pensaba desaparecida. Ahí estaba el libro. ¿Cuánto cuesta? Pregunté sabiendo de antemano que no iba a poder llevarlo. ¿El de la Callejas? –dijo el vendedor- dame 500 pesos, llévate esa huevada, nadie compra a la Callejas. Pancho Quiroz me facilitó la moneda y yo cogí el libro intentando disimular mi júbilo, para que el hombre no se arrepintiera y cobrara más. Cuando salimos de la feria recuerdo que exclamé: ¡500 pesos!, este es un libro de culto, esos huevones no saben lo que tienen. Al tiempo, me crucé con un gordo que al oírme decir esto comentó: ¿Cierto, compadre? no saben lo que tienen.
Compartí varios café con Mariana en su departamento de Providencia durante algo así como tres años. Nunca me dejó de parecer surrealista escuchar comentarios del tipo: en ese tiempo le pedí a Michael que no trajera más a almorzar a Manuel Contreras, porque era muy maleducado y yo no quería que mis hijos aprendieran malas costumbres en la mesa. Eugenio Berríos (el químico de la Dina) en cambio, era un caballero.
Mariana Callejas era una mujer enigmática, de conversación interesante, de personalidad fuerte, directa, como su prosa, y con bastante sentido del humor. En los últimos años la aquejó un Parkinson que ella siempre intentó disimular. Yo dejé de verla el 2011, luego supe que se había ido a una casa de reposo y que su cabeza ya no andaba bien.
Hace poco tiempo, cuando estuve en Buenos Aires, Gonzalo León, escritor chileno, me habló sobre el libro que estaba preparando acerca de Miguel Serrano. Las cercanías ineludibles entre los personajes me llevaron a contarle acerca de mis tecitos con Mariana y narrarle una que otra anécdota salida de esos singulares episodios. Porque realmente esas conversaciones dan para escribir un libro. Escríbelo, me dijo.
Y, pensándolo bien, capaz que algún día lo haga.