Sobre el libro Ejercicios contra el Alzheimer de Virginia Benavides (Perú).
Virginia Benavides. No me olvides, me dijo la autora del libro que reseño, el día que la conocí. Y que presentó en Chile, casi por sincronía, estos Ejercicios para el Alzheimer. Y qué miedo olvidarla entonces, y qué miedo olvidar de pronto todas las claves o la calle donde vivo, la casa, los hijos, el país, el amor. Despertar y haber perdido la individualidad y ser alguien desconocido. Y sin embargo, el filósofo coreano, quizá un tanto de moda, Han, se refiere al olvido desde el punto de vista oriental y dice, en su libro Ausencia: «el conocimiento debe ceder frente al olvido. El olvido, no obstante, es una afirmación extrema. Uno olvida sus pies —así se lee Zhuang zi— cuando tiene calzado cómodo. Se olvida el talle cuando el cinturón es correcto. El olvido, entonces, se basa en una coincidencia que lleva a una falta de resistencia y de presión».
En estos ejercicios, en estos poemas no hay resistencia, pero a la vez hay un llamado paradójico a no olvidar, aún desde esta no resistencia, aún desde esta ausencia.
Creo que los libros llegan cuando deben llegar a las manos del lector y el cruce en mis manos entre este libro del filósofo Han, en donde intenta explicar la filosofía del Lejano Oriente y el libro de Virginia Benavides, no es casual. Sus poemas están llenos de ausencia. «Cómo una voz no te busca entonces en esa ausencia», dice. «En esa lista de los salvados por este holocausto en que se convirtió tu no recordar, tu tocar puertas al vacío, tu canción rayada de por qués».
En sus poemas el hablante parece afantasmarse. Ella dice «Atravesabas la herida del sin estar» o «el arte de suspenderse en pez que no ez», y lo dice mientras relata escenas, imágenes que no son un reproche a lo fugaz, sino son sólo constancia de lo recorrido, de lo que se intenta dejar en el camino sólo para poder recordarlo y sin asegurar que lo recuerda. Y ella como detrás de un vidrio, como soñando, como relatando desde otra dimensión: «Zumba que zumba atrapo esta imagen y aspiro mi zumo para recordar», nos dice.
Son escenas desde sueños, de una mente despierta, aguda en la mirada de lo aparentemente inútil, de lo vivido y resignificado cada vez. Este no estar que nos canta la poeta. «No estoy. No soy. Entonces estoy y soy. He ahí la resistencia indomable que roza mi lengua y la electrocuta. He ahí el nudo que me desnuda». Este no estar tan terrible y hermoso, porque está pero se esconde, es la mirada desde el borde, desde el vació. Desde el sueño hacia la vida. «Nadie me toca, nadie me habla, nadie me reconoce, nadie es tan nadie como yo».
«Para la sensibilidad oriental ni la constancia del ser, ni la perforación de la esencia hace lo bello. No son ni elegantes ni bellas las cosas que persisten, subsisten o insisten. Bello no es lo que sobresale o se destaca, sino lo que se retrae o cede; bello no es lo fijo, sino lo flotante. Bellas son cosas que llevan sus huellas de la nada, que contienen en sí los rastros de su fin, las cosas que no son iguales a sí mismas. Bella no es la duración de un estado, sino la fugacidad de una transición. Bella no es la presencia total, sino un aquí que está recubierto de una ausencia». Dice Han y sigue conversando con estos poemas y es que hay algo de ese estado de conciencia Oriental que se cuela en este libro y se mezcla con la mirada dura Occidental de la individualidad, de la unidad, de la diferencia que nos enseñaron a sentir. Es en esa resistencia, desde la helada presión del vacío que no quiere ser vacío; esa cavidad o dimensión especial en que se detiene Virginia. Es en ese territorio que es la memoria, en donde nada existe ya, y en la que continua sin embargo cada instante ahí, como desfigurándose hacia la nada. Ese derrumbe. «Escribo desde el derrumbe de no encontrar cauce que calme este dolor de ser», «Escarcha de ojos, desorden de venas, atragantada por un lenguaje fugado, nado» «¿Y qué más? Nada, dice que nada». El poema dice que nada.
Y ve su país, un dormirse con hambre. Ese otro vacío. Y ve su casa, sus ancestros. Todo lo mira tan intensamente, tan dejado de lado. «Instantes de no estar en lo mirado». ¿Miras desde el naufragio, desde el agua?, le pregunto.
Leve voz la de Virginia, madura, seria, firme en el recuerdo y el intento. Y desde el agua siempre. En ese elemento vibran estos poemas. En «el nudo que desnuda. Una ola más y me voy, dice. Y se queda ahí».
«En el lejano oriente el agua es in-diferenciada en cuanto no tiene en sí una forma: No tiene interioridad, Así, se opone a la esencia, que se afirma, que al permanecer en si misma se diferencia del otro o se opone al otro… El agua toma la forma del otro para revelarse. Es amable porque, en vez de asentar, de asentarse, se amolda a cualquier forma. Dado que carece de toda firmeza, no impone. Es dócil y moldeable. No encuentra, por lo tanto, resistencia».
En Descierto, los últimos poemas de este libro. Este tomar la forma del otro trae esperanza, este aparecer o llenarse de todo. Hay un florecer de colores, una añoranza, una radiación del ser. No se está sólo ya, está el amor. «¿Podré regresar y ser el mismo luego de haberte conocido?», dice. O simplemente «se cierra el libro de reclamos». Pero siempre estos poemas están llenos de agua. «Versa conversa con su gota de agua». El otro se integra y modifica y ya no somos lo mismo después del contacto: «todo me es alba», dice la poeta.
Pero siempre se mantiene esa lejanía, la soledad del que existe extraviado, rozando precipicios, danza. Sin embargo, ahora está la orden de no detenerse. Y es que la ausencia de lleva en uno y aún es tan occidental, tan triste y dura. «¿Qué desierto somos?», se pregunta aún. Y entonces la poesía corre como un arroyo por la página paisaje del desierto. Palabras que se agolpan y chocan entre sí como pequeñas corrientes desordenadas, y juegan a avanzar en el intento siempre inquieto de alcanzar el asombro, merecido.
Me parece bien terminar insistiendo «con la imagen (de Han, que es) de Zhuang zi», citada al principio, sobre el calzado y ese olvidar lo que está bien, lo que nos es cómodo, diciendo que también «se olvida la cabeza cuando se piensa correctamente. Uno olvida incluso a sí mismo cuando uno está completo».