Por Francisco Ramírez.
Joven, se ve caminando, casi alucinando, por las calles del centro. Siempre con la cabeza «llena de ideas». Le fluyen pensamientos como estrellas fugaces, rápidos, vertiginosos, desmesurados, sin control. Siempre con un lápiz y una hoja de cuaderno en los bolsillos para «anotar» aquellos singulares y «únicos» pensamientos. Veía algo en la calle y escribía «debo escribir un poema sobre esto… ¿O un cuento? ¿Qué formato será el más adecuado?». Sólo conocía el verbo «escribir». «Escribe, escribir, escribiendo»: esos serían sus años de vitalidad y decisión: así, de esa manera tan ingrávida, pasó su juventud.
Eran los 80`s y ese tipo de simplezas eran capaces de llenar una vida. De nuevo, está en medio del convulsionado ambiente de esos años, escribiendo pensamientos en una hoja de papel, y luego ocultándolos en el jean como algo indebido. Esos pequeños instantes de libertad… ¡eran tan emocionantes!
Un día, un amigo le dice: «creo que eres capaz de escribir un poema sobre una caja de fósforos. Puedes plasmar lo que sientes de la forma que te plazca».-. Obviamente, exageraba, pero su salida de libreto le dio para pensar: «¿Acaso una caja de fósforos era un tema inviable»? Por supuesto, no pensaba, ni lejanamente, «poetizar» sobre objetos comunes ni nada de eso. Pero esas sencillas palabras deslizadas en una conversación de adolescentes mareados por los primeros alcoholes le caló profundamente. Fue planeando en su día a día, a partir de aquella sensación inicial, por años. Un día, la conclusión definitiva brotó gigantesca, deslumbrante, irrefrenable: es posible ESCRIBIR acerca de TODO.Nunca habría un tema vedado para las letras.
El vértigo le dejó inmóvil, estupefacto.
De pronto, calibró el gran poder potencial que poseía. Se advirtió colosal, insuperable casi. Cada letra que escribiera podría ir conformando un mundo, estableciendo las coordenadas de un universo paralelo.
En cada texto, podría incluso jugar a ser Dios.
Quiso agradecerle a su amigo por tan brillante aporte, pero nunca pudo hacerlo: murió a los 21 años, ahogado, en medio de un ataque de epilepsia. No había nadie cerca suyo en aquellos momentos. Aquel silencio, ese aire, poco a poco, enrarecido, un cierto sinsentido y ausencia humana en condiciones tan indescriptibles.
Aquel trágico suceso no le guió por «la senda del escritor» ni mucho menos. Pero le indicó que la vida era un «instante» y muy frágil. Podíamos morir… en cualquier segundo. Eso le aterró. Acto seguido: comenzó a escribir más empecinadamente.
El método nunca varió. Se volvió volví un compulsivo de las notas y los comentarios. Nada podría -ni habría- de resultarle indiferente. Se acostumbró a subrayar cada libro que llegara a sus manos, fuera el que fuera. Si tal o cual escritor era capaz de escribir una frase sublime, quería registrarla, «poseerla», hacerla suya. De ahí al plagio sólo hubo un paso. Comenzaron las «imitaciones», por decirlo de una manera complaciente. Poco a poco, sin embargo, surgieron ciertos pensamientos propios, algunos esbozos de líneas no despreciables. Con la misma prisa las plasmó en libretas y cuadernos.
Obviamente, nada muy destacable salió de aquello. Lo curioso era el formato «primitivo» de ese instintivo proceso de aprendizaje. Era seguir, paso a paso, intuiciones, experimentos, tentativas, ensayos de prueba y error, y así hasta el infinito. Una epopeya autista, como la de un primate tratando de articular su primer sonido.
Poco a poco, su escritura fue adquiriendo densidad. Llegó a ciertas perspectivas personales y los textos comenzaron a adquirir cierta personalidad. Tuvo un presentimiento y lo puso en práctica: «si quieres hallar algo «tuyo»… busca en tus entrañas». Así estuvo, largo tiempo, escarbando en su interior como un hambriento hombre sin hogar revuelve un bote de basura en la calle de una noche de invierno.
Comenzó a centrarse en el tema mismo de la creación en base a palabras. «La escritura no acabará nunca –concluyó-, así como tampoco los escritores con talento. Un escritor será «genial», pero le seguirán muchos, iguales, o más geniales que él. El círculo nunca se cerrará y girará permanentemente… por los siglos de los siglos. El mayor genio es aquel que no ha nacido».
Luego, volvía a su «escritura callejera». Un día, tuvo una visión que le acosó por semanas: ¿cómo sería un libro surgido en una caminata perpetua? ¿Un libro que FUERA movimiento?
Ahí estaba, adolescente, con todas las perturbaciones de la carne y el espíritu, tratando de sobrellevarlas con un lápiz y un papel. «Anotando», «registrándolo» todo. Un «perdedor» de tomo y lomo. Mientras todos se divertían, plasmaba ideas para escritos que nadie leía.
Lo curioso es que 20 años no ha dejado de hacer lo mismo.
Esa actitud juvenil no ha cambiado en lo más mínimo.
Sigue reproduciendo aquellos mismos gestos.
Se mira al espejo, tratando de reencontrar a ese joven que fue.
Busca justificación trayendo a su mente aquella idea de las «personalidades múltiples». ¿Y si su juventud y sus sueños de escritor no fueron más que una de las «personalidades» que le tocó desempeñar en la vida?
Pero advierte que no tiene excusas y que sigue siendo el mismo, sólo que ahora registra sus notas en un notebook. Y que, hoy tal como ayer, se dice, como siempre, «Escribe un texto sobre «este» o «tal» tema».
Hoy se dijo: «Escribe algo sobre tus días de adolescencia y cómo en aquel tiempo querías ser escritor».
Y eso es lo que acabo de hacer.
Francisco Ramírez (Santiago), periodista. Este cuento pertenece al proyecto «Escritos circulares» –premiado en la línea de Creación de la versión del «Fondo del Libro 2018» del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio» (ex CNCA)- el que redacta al presente. Es autor del libro electrónico «Apuntes de un chileno en Rusia» (@BPDigital) y actualmente escribe también su primera novela. @Framirez1976