A mi juicio existe un fenómeno digno de investigación. Tengo la certeza que no soy la única que ha formulado una hipótesis. La mía es algo así: «las acciones cotidianas conducen a intensos procesos de introspección en el ser humano». ¿Que pasa en la mente cuando nuestro cuerpo esta ocupado en acciones automatizadas? Infiero que los patrones repetitivos activan el piloto automático y nos lanzamos de cabeza a las profundidades del existencialismo. Sin flotador y sin aviso.
Corremos peligro. La mar es desnivelada. Ninguna boya nos advierte. Eso lo descubrimos solas, cuando el agua bordea el cuello, los pies no topan fondo o la arena roza la guata al intentar nadar. Nadie nos pregunta si nos gusta el agua. Somos arrojadas desde el día uno. Fluyes cómoda o pasas la vida dando pataleos de sobrevivencia. El equilibrio se los llevan las olas, que vuelven en forma de marejadas y otras como tsunamis a nuestra cabeza.
Retomando la hipótesis, pareciera que el lavar platos o trapear, entrega pase libre a los conflictos internos. Se vuelven visibles y resonantes. Etapas no superadas, decisiones temblorosas, felicidad comprada pactada en cuotas infinitas que nos duelen en todos los espacios.
Desde ese lugar, el ejercicio de la limpieza exterior nos brinda una ilusión de confort que finaliza cuando cerramos la llave o soltamos la escoba. Y ahí guardamos la basura mental bajo la alfombra hasta la próxima.
Todas intentamos desenmarañarnos la vida en actos cotidianos. De la mañana a la noche. De principio a fin. Hacemos planes para una existencia imaginaria. Disfrutamos de ese efímero deleite.
Y en aquel mundo escindido, necesitamos la dualidad. Así lo entienden también las diez protagonistas de «Preferiría que me imaginaran sin cabeza» de María José Bilbao. A través de estos relatos la autora nos propone una reflexión en torno a lo cotidiano y su permanente dimensión de lo absurdo, como una forma de blindaje contra la deshumanización creciente que impacta en el cuerpo femenino.
Un cuerpo que siempre ha sido develado e interpretado por otros. Nombrado por bocas intrusas, que nos han conducido a resguardar la verdadera vida. Esa que se fuga en la cotidianidad de lo automático. Pero ya no estamos para lecturas de terceros. La voz de nuestros cuerpos es la única permitida para nombrarnos.