Por Martín Bórquez
Introducción
Por razones lógicas, bien sabemos que nuestras mentes rechazan la idea de que una cosa pueda nacer de su contraria, por ejemplo diría Nietzsche: la verdad del error o el altruismo del egoísmo. Sin embargo, ya a comienzos de la Grecia Clásica, entre los siglos V y IV a. C, Heráclito de Éfeso anunciaba el quiebre epistemológico con las viejas tradiciones de la época arcaica, argumentado postulados tan vertiginosos, encriptados y sediciosos como su conocido Fragmento 28, en el cual señala que «es preciso saber que la guerra es común; la justicia, contienda, y que todo acontece por la contienda y la necesidad».
Ahora bien, cuando Heráclito pone en discordia entidades tan contemporáneamente antinómicas como son guerra y justicia, se está refiriendo ipso facto a que ningún opuesto puede darse sin el otro; para él, la paz nace de la guerra, así como la guerra nace de la paz. De tal modo, y a partir de una rigurosa lectura dialéctica, podemos inferir que la pretensión heracliteana, en el fondo, aboga por la transformación real de un sistema variable, dinámico y en constante devenir, transformación que, por cierto, no es otra cosa que el cambio de estados producto de dos fuerzas heterogéneas y contradictorias por las cuales se define un sujeto o una sociedad. En ese sentido, todo opuesto resulta sumamente útil para renovar y superar la cognición colectiva dentro de una comunidad. Para ejemplos más prácticos, podemos volver nuevamente a los años dorados de Grecia y recordar que el advenimiento de la democracia en Atenas, producto de las reformas institucionales impulsadas por Clístenes, se originó precisamente a partir de una stásis (disputa interna) provocada, como bien indicó el viejo Aristóteles, por el choque de diferentes nociones de igualdad.
En efecto, si la historia de hoy es la política del ayer, el origen de la igualdad, y así también el de las democracias modernas, serían fruto de la contingencia provocada por las distintas formas de coerción institucional, y viceversa. Queda de facto que sin el encuentro de las pulsiones de oposición, la posibilidad democrática de crear diálogo popular, disenso político o dinámicas coyunturales que influyan en la participación y representación social, serian sencillamente imposibles, pues como bien todos saben, en una sociedad normada, la Constitución facultada para declarar a los ciudadanos iguales ante la ley, históricamente siempre ha dejado fuera de su fuero interno a su fuerza contraria, es decir, a su alteridad, a los sujetos sin parte ni lugar. Es por ello que debemos comprender a la política como una diversa participación cognitiva entre contrarios; donde el pensamiento crítico encarne la capacidad de percibir, incidir y modificar no solo las decisiones que se tomen en un mundo común, sino también buscar otras latitudes sociales donde los sujetos sin un estatus dialógico, es decir, los sin voz, puedan hablar, de lo contrario, estos últimos hablarán igual, y con justa razón tomarán parte de aquello que no los hace parte, exigiendo lugares sin identidad, donde las demandas de la otredad sean las demandas de todos. Como diría Montesquieu: «Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad».
Desde luego, el sistema político que no comprenda las exigencias de la ciudadanía, sufrirá una crisis de legitimidad que lo obligará a enfrentar el inminente choque de opuestos, donde la ruptura de las fuerzas sociales dará por resultado el desbordamiento de la violencia como base de un nuevo proceso de oportunidades democráticas, o, de incongruencias totalitarias. Violencia basal que por ningún motivo es un resultado, sino que es un proceso, y que por lo demás, no se busca, sino que se encuentra, pues es una violencia soterrada que, al igual que una caja de pandora, siempre estuvo ahí, esperando a ser abierta por la irresponsable incomprensión de los profanos.
¿Just in bello o legitima auto-conservación democrática? Crisis o oportunidad, quizá haya llegado el momento de construir nuevas fuerzas políticas que operen de manera independiente a las lógicas que, a punta de cetro y espada, mantiene el poderoso Leviatán, más conocido por el nombre de «Estado»… Después de todo, y como bien señalaba Hipócrates, la crisis es el momento preciso en que la enfermedad se resuelve, encaminándose a la solución definitiva, o, por el contrario, provoca la muerte del enfermo…
Reflexiones sobre la Violencia
Si nos preguntamos qué es la violencia o por qué vías se desarrolla, a lo primero que nos debemos remitir es al lenguaje, pues el lenguaje, dentro de nuestra cognición social, está infestado de violencia. De hecho, a escala evolutiva humana, la violencia oral, o, en algún sentido, los mismos actos del habla, funcionan como el recurso discursivo generador de violencia por antonomasia. En efecto, un constante ir y venir de signos lingüísticos pueden significar más organización, como también pueden significar más conflicto. Sin ir más lejos, si agudizamos nuestra percepción, podremos darnos cuenta que, en el encuentro verbal con el otro, nunca se logra una reciprocidad lingüística proporcionada. El lenguaje intersubjetivo siempre es asimétrico.
Para explicar lo anterior de una manera más práctica, pongamos un ejemplo que podamos desarrollar, y que por lo demás, siempre resulta ser atingente: pensemos en el malestar de un pueblo disconforme, desigual y no escuchado, que acaba de darse cuenta que es explotado por un Estado plutocrático que arrastra tras de sí una profunda crisis de legitimidad. Este pueblo, al manifestar su justificada disconformidad, hará patente sus demandas al Estado a través del lenguaje. No obstante, hay un problema sustancial, puesto que el Estado y la ciudadanía son entidades asimétricas que no comparten el mismo lenguaje. Esta asimetría de carácter semiótico se encuentra atravesada por un sesgado plano sagital, donde la ciudadanía local observa las contingencias de abajo hacia arriba, mientras que el Estado nacional inferencia sus premisas desde una lógica vertical completamente inversa. Esta discordancia de sesgos observacionales provocará una implosión social que desembocará en una violencia subjetiva, polifacética y desmesurada por parte del órgano coercitivo de mayor envergadura. Sin embargo, lo que por regla general omite el Estado es que, al recibir el manifiesto malestar del pueblo, no está haciendo otra cosa que recibir de manera invertida y retroactiva los mismos signos lingüísticos que ellos, de manera coercitiva, han consignado. De esta forma, el Estado interpelado y a la defensiva, responde a una violencia en ciernes que, por cierto, él mismo regula y provoca a base de confusión social e incertidumbre económica, devolviéndole al pueblo una falsa y controlada sensación de libertad que, por momentos, hace que el debate parezca posible, cuando en realidad el consenso tras ese debate no sucederá del todo, pues cuando se trata de mantener la coerción absoluta, el Estado detentador del monopolio de la violencia, siempre tiende a anticiparse y a calcular los posibles efectos de su violencia sobre la ciudadanía. Análogamente, no está demás comentar que en estos casos, el Estado siempre actuará de manera despótica e instrumental, mientras que el pueblo luchará, en gran medida, de manera espontánea y emocional.
Ahora bien, a continuación me daré el espacio de una breve digresión aclarativa para agregar que cuando hablo del Estado, me refiero a la institución que impone el derecho por la fuerza, y que además es la creadora de leyes que no siempre benefician la posición de los más desprovistos, muy por el contrario, detrás de la ley suele esconderse el poder deliberativo de una élite oligárquica, cerrada y poderosa. Por lo tanto, si las leyes no se hacen con el debido respeto y transparencia democrática, el Estado no puede esperar a que las leyes sean respetadas por el orden civil. Sin ir más lejos, si existe un peligro latente que altere las condiciones primarias para el buen vivir social, el ciudadano, soberano de su racionalidad, se encontrará facultado para obedecer o violar la ley según lo estime conveniente; pues el hombre siempre es y será libre de decidir el decurso natural de sus acciones. Dicho esto, es preciso señalar que este recurrente y arbitrario agravio legislativo por parte del Estado hacia la ciudadanía, nos abre otra vertiente discursiva que perfectamente puede ser categorizada dentro de los espectros más peligros de la violencia, y con esto me refiero a la violencia institucional, la cual, por cierto, opera como un recurso más, y no como una finalidad.
Como es de presumir, este singular tipo de violencia intentará ser invisibilizado por el disuasorio cerco mediático estatal, polarizando la opinión de las masas a través de un capcioso maniqueísmo ideológico. Por otro lado, se satanizará hasta el hartazgo el disenso civil, la violencia contra la policía, el quórum popular de las marchas organizadas, y toda violencia subjetiva que, por razones obvias, es la más visible. Este desesperado intento por distraer la atención de la verdadera contingencia, no hace otra cosa que sustituir el peligroso arquetipo de la violencia institucional por uno mucho más victimizado, eufemístico y atingente a la financiada lógica del espectáculo; una lógica espectacular llena de ambigüedades, que siempre saltará a la palestra por los medios de comunicación masiva, con el ruin objetivo de desmoralizar, sensibilizar y emocionalizar a un pueblo confundido y censurado; distorsionando además, valiosos datos cualitativos para legitimar las medidas políticas más radicales y extremas, como por ejemplo un toque de queda. De esta manera, el Estado utilizará la subjetividad de la violencia contra la gente para hacer que la gente haga cosas que no quiere hacer. No olvidemos que la información reconduce el comportamiento civil. Por otra parte, en un contexto de desorden civil, la violencia del Estado soberano siempre se encontrará normada bajo el amparo de la ley criminal, mientras que, por el otro extremo, toda violencia subjetiva, organizada y puesta en marcha por actores civiles no soberanos, siempre se entenderá como delictiva, ilegitima y criminal.
Queda claro que el objetivo de la violencia institucional, aparte de difuminar los límites entre la coerción legislativa, el actuar del poder ejecutivo y el disenso de la ciudadanía, es utilizada estratégica y unilateralmente para conseguir la sumisión popular a base de incertidumbre social y violentas campañas contrainsurgentes. Así, un Estado investido de sus facultades represoras, provocará una quimérica superioridad fáctica frente los civiles, a quienes jibarizará por las fuerzas de coerción propias de su estamento. Lo problemático de todo esto, es que mientras persistan estos patrones de asimetría factual, los niveles de violencia se mantendrán por encima del ethos regular del pueblo, provocando, como consecuencia, la ruptura en la relación de protección que, por constitución, debe tener el Estado con la ciudadanía. Esta ruptura transformará, de facto, al Estado y a todos sus esbirros uniformados en actores delictivos, imposibilitados de ejercer el libre derecho a gobernar, pues lo que ahora mantienen no es el orden, sino la inusitada violencia delictiva de todos sus organismos represores.
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Martín Bórquez, ensayista, narrador e investigador independiente chileno, autor del libro La Mercantilización del Yo (Ediciones Carena, España, 2018)