Jueves, Diciembre 12, 2024
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Reseña sobre «Tierra marchita» de Benjamín Bravo Yusta

 

Por Andrea Calvo Cruz

 

El oficio de la escritura ha inspirado una cantidad infinita de obras: cuentos, novelas, guiones, películas e incluso, decálogos por parte de quienes se dedican a este arte —algunos que parecen una especie de adoctrinamiento con sus respectivas neurosis mesiánicas; otros, imponiendo las directrices de un programa de entrenamiento digno de un boina negra de las letras y quizás, en los casos más rescatables y en franca minoría, la simple indicación de hacerse el tiempo, mirar con sinceridad lo que habita en nuestro interior y darle flujo a ello, sin mayor pretensión que la de «parir la alimaña que nos rasguña por dentro» (esto último parafraseando a Cortázar, nunca tan majadera de atribuirme tal genialidad, pero lo suficientemente convencida para declararlo)

Cuando aquella sinceridad se despliega sobre una hoja, cuando lo que se quiere expresar posee sustancia y los relatos que brotan de tal esfuerzo se sostienen en elementos que conforman una obra de calidad literaria y riqueza en contenido, estamos frente a un mundo nuevo; una latitud creada para que nos aventuremos en ella con el asombro propio de quien vive algo, por primera vez. Esa travesía, en la que habremos de sortear emociones, estremecernos con los seres e historias que ahí habitan y en la que nos entregaremos de manera incondicional mientras dure la lectura, resulta muchísimo más intensa y descarnada cuando se trata de un libro de microficción. La condensación, los silencios; la profundidad de la palabra y la potencia innegable de su efecto en cada una y uno de nosotros —fogonazo, ráfaga, punzada certera, entre otros devastadores— es a lo que nos arriesgamos a padecer con este género y, si aun así, lo que usted pretende es quedar indemne después de vivir una experiencia microficcionada, le digo de manera locuaz: absténgase, ni lo intente; será inútil y bien lo sabe Ediciones Sherezade, una editorial independiente especializada en microficción de calidad indiscutible y cuyas apuestas literarias van a por todo, porque quien no arriesga no gana. Porque las reglas del juego en la literatura están para ser desafiadas por quienes las manejan al dedillo y siendo éste el caso, no queda más que romperlas cuando los cánones clásicos ya no bastan para satisfacer esa irrespetuosa y urgente necesidad humana de ir por «algo más», por «eso» que nos logre maravillar, espantarnos, enternecernos, en sí, nos haga vivenciar todo el Pantone emocional que no deja espacio al blanco y negro de la abulia, tan común de nuestra época.

Tierra marchita, el primer libro del autor Benjamín Bravo Yusta, es una de esas apuestas y dejando de lado la retórica del juego, este joven autor se nos presenta como un naturalista que ha de introducirnos a un mundo singular: con su propia flora y fauna, de geografías inhóspitas y climas recios, de una extraña, pero fascinante vegetación y también, de condiciones y males endémicos.

La obra, compuesta por 68 textos y dividida en cuatro apartados, confiere a Bravo Yusta el poder de conjugar la guía e interpretación de esta feroz latitud, utilizando un lenguaje pulcro, creando imágenes tan crudas como hermosas, abonando personajes memorables y logrando una exquisita complicidad con el lector.

En el primer apartado, «Jardín», el autor nos invita a observar una flora terrible, cuyas especies se hidratan al contacto del rocío propio de los amores truncados y las infancias corroídas, con los tallos deshojados por el abandono o llenos de espinas que de tan solo mirarlos, se clavan inmisericordes en las yemas de nuestros dedos y es que las plantas en este jardín hacen fotosíntesis con la oscuridad que negamos y reprimimos a nivel personal y colectivo. Esta vegetación expele fragancias propias de la injusticia social, el desamor, la indiferencia y el desgarro. Es una tierra mojada de lágrimas, de petricor azufrado y fértil, gracias a la acumulación de nutrientes sólidos, como son la rabia y las penas que lastran en el pecho los personajes. Si somos capaces de levantar la mirada y aguzar el oído, seremos testigos de los insectos que se alimentan del néctar amargo de tales especies y pululan en una noche eterna, gélida y bella para los que aprecian y abrazan los temas que hacen de este terruño un lugar tan real que duele.

En «Madriguera», Bravo Yusta nos provee de lo que parecería un refugio —acaso en el corazón mismo de este Jardín—, donde podremos admirar las raíces, aquello que no se ve, pero es lo que sostiene la causa de que esta vegetación prolifere en la superficie. Lejos de ser un lugar de cobijo para guarecerse en medio del recorrido, los textos de este apartado conforman un pasaje hacia otro lugar —en ningún caso, como el de Alicia y el Conejo—; emergiendo a un páramo frío, donde depredadores y presas bailan al ritmo de la cultura del más fuerte; aves rapaces graznan uno a uno los nombres de los Desaparecidos y abundan los aullidos entonando el descontento social, la brecha, la nostalgia de un país que no fue, las trazas profundas del Chile que el negacionismo se empeña en travestir y la desfachatez de seguir ocultando traumas en la pantomima de una sociedad bullente de fantasmas y trapos sucios, en sí, de la moralina tóxica que mantiene al país cautivo, acorralado dentro de tal paraje y en tal cueva.

En el apartado «Semillas», Bravo Yusta acuna en la palma de su mano las simientes de esta Tierra para encararnos. Desde esas infancias dañadas, qué clase de brotes resultarán, si desde el germen las hemos trizado, corrompido y viciado por simplemente considerarles maleza y qué mejor herbicida contra esta «plaga» que la droga, la falta de educación y de conmiseración; las promesas rotas y el legado de un medioambiente explotado y maltrecho, en beneficio de los que se creen los dueños de todo.

En el último apartado, «Flores negras», el autor no hace más que narrar la consecuencia de los tres primeros: el cáliz de estas flores se abre y aparecen sus corolas; pétalos de luto que atraen a los insectos polinizadores del dolor, la desgracia, la violencia y la impunidad, entre otros tantos males que conforman extensos campos de una floricultura siniestra, oscura; ornamentos al servicios de la vergüenza, del capitalismo voraz, de la violencia de género y de la espera eterna: flores sin tumba, flores huérfanas, flores envenenadas; mas esta Tierra tiene memoria, respira, palpita, padece y con ello, nos impide olvidar.

«Tierra marchita», digo en voz alta, al escribir esto. Vuelvo a su lectura, repaso los textos, dejándome envolver por uno en particular: «Sol violento, campo seco, tierra marchita… Ahora, cuando me preguntan por mi patria, les digo que se secó» y me es imposible no sentir ternura y la voluntad férrea de no ceder ante el horror.

«Tierra marchita», repito, por última vez y agradezco al autor y a su obra por invitarme a este paraje en el que a pesar de todo, puedo percibir un sentido y un propósito, cargado de necesidad de justicia, de respuestas. De redención.

 

Tierra marchita de Benjamín Bravo Yusta (Ediciones Sherezade, 2023)

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