Por Ricardo Elías
La tercera novela de Matías Correa lleva por nombre Alma y en la portada aparecen dos monos peludos en blanco y negro. Monos tití, dirá el entendido en monos inequívocamente, y sabrá que en los 90 se vendían como mascotas en el Pueblito de los Domínicos, antes de que el SAG y otras organizaciones prohibieran su comercialización. Hago este comentario para que el lector no piense que, por el nombre, en la tapa hallará un fantasma, un halo blancuzco, o algo más almático que un mono tití. La novela no trata de monos, por si acaso, o sí, pero tangencialmente. Tangencialmente también trata de una niña llamada Alma que es nombrada en una o dos ocasiones en la trama, pero que no aparece como personaje en ninguna de ellas.
La historia se articula alrededor de la familia Lorca, o mejor dicho alrededor de Gerardo Lorca (el increíble doctor Lorca) y su familia. Los Lorca son una familia de clase media de Peñalolén: el padre es pintor y sufre una enfermedad a la memoria, un pre Alzheimer (enfermedad de la que el autor ya hablara en Geografía de lo inútil, su primera novela). Gerardo, el hijo mayor, es mago. Ene, su hermana, su colaboradora leal, y Martín, el menor, es un científico que trabaja con los monos tití de la tapa en un laboratorio en Londres. Además está la tal Vivi, la madre, el personaje menos relevante de la historia.
En las primeras páginas escuchamos la voz de la pareja de Ene, una mujer, quien comienza la narración del libro. En esas mismas páginas se nos plantea la construcción del árbol genealógico como forjador del quienes somos, reivindicando a la familia como fundamento de la identidad.
Sin recurrir a esas escenas tan majaderas de los relatos familiares que otra literatura nos ha acostumbrado, donde el conflicto familiar no puede sostenerse sin la irrupción de un amorío prohibido entre familiares, un incesto, el famoso flash-back a la infancia para hurgar en el pasaje de abuso, maltrato, autoritarismo, alcoholismo o la consabida escena de abandono…, la trama de Alma escapa del cliché para hablar de los quiebres familiares a partir de la manifestación lenta de una enfermedad a la memoria, cuando el sentido último de la familia es justamente la perpetuación de la tradición, la construcción de un pasado y la conmemoración del mismo. Nos sumergimos en el universo Lorca haciéndole el quite a la suciedad forzada y decadente o ese olor a encierro que a alguien se le ocurrió que las historias familiares tienen que tener. Por el contrario, Alma logra desnudar la relación familiar de una forma inteligente, realista, palpable, compasiva, honesta en buenas cuentas y con sutiles tintes de humor. Haciendo uso de una narración formal y bien construida, la novela nos recuerda que el mínimo cambio acaba con la estructura y al quiebre de las estructuras, aunque es ley en nuestra vida, nunca logramos habituarnos. Menos aún cuando la familia encarna la más fuerte.
La novela transita entre la muerte, la magia, los milagros (y los monos) términos todos con M y conducidos en la historia por un personaje llamado Ene. Pero sobretodo habla de la noción acaso más presente en nuestro imaginario social: la memoria. Concepto, sí, ultra manoseado y en la literatura nacional para qué decir, abordado una y otra vez desde perspectivas, formas, colores y tonos todos más o menos iguales. Esta vez, sin embargo, opera la novedad y ahí hay un talento: accedemos a la memoria a través de la metáfora de la enfermedad, de un mal que a todas las familias, si no las ha aquejado ya, las aquejará alguna vez. Y cuando la idea de memoria deja su dimensión abstracta para ser planteada desde el interior del núcleo familiar es cuando realmente nos golpea. A todos.
En términos más específicos podríamos decir que Alma es una novela fragmentada que no necesariamente se ciñe a un orden cronológico. Hay momentos donde la lectura es más ágil, otros donde se torna más pausada, y en este ir y venir nos encontramos con algunos pasajes notables. Por ejemplo ese maravilloso capítulo en que se narra el quiebre entre Gerardo y Martín: en un sincero intento de limar las asperezas, uno de los hermanos se vale de argumentos tan rebuscados como delirantes (un oso polar que baila cumbia andina en un circo ruso de Departamental…, una comparativa entre el pánico de hablar en público y el pánico de enfrentarse a la muerte haciendo paracaidismo…) desnudando con sarcasmo lo difícil que siempre será el resarcir las relaciones al interior de la familia.
Alma es el primer libro de Matías Correa que salta del canasto de las editoriales independientes para alcanzar el anaquel de la casa Random House, un monstruo transnacional con miles de títulos a su haber. Editado por una editorial pequeña, mediana o gigante, siempre que se lee un libro de Matías Correa nos encontramos con un estilo particular, fresco, original, una literatura que va por libre y traza su propio camino con certeza, desprendiéndose del molde que cierta especie de convención literaria nacional pretende imponer en las generaciones actuales. Quizás leer a Correa sea como leer al escritor argentino Carlos Godoy (La construcción) ambos comparten una forma de narrar y crear atmósferas que está media emparentada. Aunque lo que para uno sea la reconstrucción del pasado para el otro sea la controversia político-social, la aparición de un tipo específico de personajes que dota a la novela de un componente medio metafísico, o la manera que ambos tienen de adentrarnos a una narración realista que a ratos parece transitar por el terreno de lo fantástico podrían establecer ese puente.
Raya para la suma, se pasa bien leyendo Alma, la última novela de Matías Correa. Y para aquellos que antes de comprar un libro primero ven cuántos dibujitos hay en su interior, les adelantamos: aquí podrán regodearse.
Ricardo Elías (escritor, autor de Cielo Fosco, Libros de Mentira)