La novela del rosarino Marcelo Vera, recientemente publicada por La Pollera, comienza con la muerte de Clara, la novia del protagonista. Acá no hay faramalla ni extensas puestas en escena. Desde la primera página asistimos a un libro demoledor en el cual el dolor no tiene pausas ni respiros.
Dividido en capítulos cortos -que se leen con una frescura en la cual se mantiene la tónica de una soledad ausente de matices- vemos un descenso a los infiernos que es también un descenso a la niñez. El protagonista centra su consumo cultural en productos para niños (juguetes, películas de Disney, episodios de Los Picapiedras), con el propósito de olvidar su presente y creer que Clara sigue concentrada en esos detalles. A su vez, y en contraposición a este ejercicio, ve documentales sobre asesinos seriales, y se detiene -una mañana completa- en un programa que repasa la rocambolesca vida de Marlon Brando (hijos asesinos y suicidas, internaciones en centro psiquiátricos, lujos innecesarios, fortunas dilapidadas).
Todo funciona como el coro de un drama puertas adentro que es también una descripción sobre la -eterna- incapacidad del ser humano de poder sobrellevar una muerte. Pasan los siglos, las tecnologías se apoderan de nuestras existencias, y la parca -ajena a todo- sigue desnudando la fragilidad del mundo.
La escritura de Vera es cuidada y concentrada, en menos de cien páginas no busca conmover mediante una retórica panfletaria sobre el duelo, los adornos innecesarios quedan suspendidos, priorizándose párrafos calculados y ajenos a cualquier forma de engordamiento injustificado.
Luego de los protocolos habituales que toda muerte trae consigo, el protagonista -del cual nunca sabemos su nombre- queda como un guardián de recuerdos. No quiere tocar ni mover nada de lo que perteneció a Clara. En este proceso de idealización, el mundo sigue girando. El show continúa con la burocracia cumpliendo un rol que en todas sus menudencias termina siendo pornográfico.