Sábado, Julio 19, 2025

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Reseña sobre el libro «Cosas que no creerías» de Juan Ignacio Colil: «No me gusta reconocer la derrota, pero ahí está»

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Por Leandro Hernández Gómez

 

Mi padre, a inicios de los años 80, llevó a nuestra casa en Ovejería un mapa del Gran Santiago. Era un mapa de bolsillo, desplegable, de aproximadamente tres cuartos de metro cuadrado. Eso ocurrió de vuelta de uno los tantos viajes que hizo a la capital. El mapa había sido usado en sus desplazamientos. Mi viejo, un caminante eterno y triste —como el que popularizara Tommy Rey—. Con una regla y un lápiz de pasta azul había trazado unas rectas que ilustraban una gran caminata que desde San Bernardo hasta Independencia y desde allí hasta Peñalolén.

Tiempo después, yo mismo convertido en un joven de 14 años hacía algo muy parecido, con los mapas de la abultada guía de teléfono; fue mi material de consulta y estudio atento para moverme, conocer trayectos y orientarme, por ejemplo, en el viaje desde la avenida 5 de abril con General Velásquez hasta la calle Echazarreta, a pasos de la Juan Antonio Ríos, allá en lo que hoy es parte de la comuna de Independencia.

Así, antes de vivir definitivamente acá, Santiago se convertía para mí, no sólo en un espacio físico, sino también en uno de formación, de experimentaciones, de posibilidades.

Cuando leo a Juan Ignacio Colil, de varios modos, vuelvo a esos recorridos. Mapa y territorio se funden en los movimientos de seres humanos tranquilo-nerviosos. Observadores natos. Linces dramáticos.

Sus personajes son seres, salvo alguna que otra extravagancia, normales, ordinarios. Seres ordinarios a los que de repente les suceden, cuestiones extraordinarias. Cosas que no creerías. Esos personajes, bien podrían ser nuestros vecinos, nuestros amigos, hasta nosotros mismos.

Este último libro de Colil nos permite, a quienes conocemos su obra, volver a encontrarnos con el cuento, género con el que inició su camino de escritor hace ya casi tres décadas. Haber conocido su narrativa desde el premiado 8 relatos hasta esta última entrega, nos permite decir sin ningún pudor que asistimos a la configuración de un mundo narrativo cada vez más complejo.

La configuración de un mundo narrativo que es ilustrado especialmente a través de la recurrencia, la reiteración de algunos personajes o sitios. Si fuéramos detectives relativamente despiertos no podríamos dejar de ponerle ojo a Painemal. O a un par de calles de Recoleta: Rawson y Dr. Ostornol. O a la esquina conformada por Omar Huet y Hermanos Clark.

A esta narrativa la abraza una poética que trasciende su adscripción (o no adscripción) a lo que se conoce como neopolicial latinoamericano, aun cuando en este ámbito su obra puede jugar de titular indiscutido. De hecho, lo avalan su trayectoria y palmarés.

Esta poética se refiere al ojo, a la mirada sobre las cosas, a la sutileza con que se refiere a lo narrado. Recordemos que Juan Colil también es fotógrafo. Si han tenido la posibilidad de ver sus fotos en las plataformas sociales, entenderán a qué poética me refiero, una que revela, que despliega lo que siempre ha estado ahí pero que hasta el momento del encuadre y el click no había aparecido del todo. De algún modo, el título de este su último libro sintetiza ese despliegue.

Decía que hay una poética y agregaría que hay un mundo claramente reconocible. Éste refiere a un territorio compartido por muchos, Santiago y sus recovecos. El sur de Chile, Lago Budi, Chiloé y desde un par de libros atrás también lugares lejanos y prácticamente desconocidos de Eurasia. Lo que, de algún modo, revela la internacionalización de los desplazamientos de sus narradores y personajes.

En el penúltimo párrafo de su breve ensayo ¿Por qué escribir?, Paul Auster dice: «Cuando menos, los años me han enseñado esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes posibilidades de que algún día te sientas tentado a utilizarlo».

Colil escribe mucho, siempre encuentra el espacio para hacerlo. Antes, ese espacio, lo abrió en medio de las rutinas diarias de ser director de un colegio, padre de un hijo y una hija en edad escolar, paseador de perros orejones, asador de choripanes, anfitrión de lujo. Luego abuelo y luego abuelo y luego abuelo y luego abuelo. Me dice que también escribe temprano en la mañana, mientras prepara las colaciones del día, porque también cocina o cocinaba en la mañana.

Hoy por hoy, Colil seguramente busca un recoveco para dejar registro de viajes y personajes entre seitanes, chacareros para veganos y para omnívoros, mayonesa casera, salsas variadas y en el itinerario hacia y en Lo Valledor, y por qué no, abre esa libreta mental y en medio de sus lecturas y sus encuentros con amigos, sus visitas a las escuelas a conversar con niños y niñas sobre Bajo el canelo, una tremenda novela infantil camuflada, con letras camufladas y con personajes camuflados.

Se dice que lo más complejo en la construcción del mundo narrado es la decisión, de parte de quien escribe, sobre quién narra. Sobre cuál es la voz y la posición o distancia desde la que se cuenta la historia. Esa complejidad, a mi juicio, Juan Colil la resuelve de modo magistral. Sus narradores protagonistas, testigos, de conocimiento relativo, son embaucadores. Rápidamente nos convencen de que lo que relatan es no sólo verosímil sino, verdadero.

No quisiera eludir el vínculo de la obra de Colil con el neopolicial. Como ustedes saben, la novela negra en América Latina ha venido, entre otras cosas, a ocupar el lugar que alguna vez tuvo la novela social.

Entonces, tal como lo que uno puede hallar en Chandler, por ejemplo, la investigación de un caso sirve para presentar como telón de fondo la corrupción social, el descaro de los poderosos, los conflictos de interés como se le dice eufemísticamente hoy a las cuchufletas y chanchullos.

En el caso de la narrativa de Colil, los desplazamientos de sus protagonistas también dan cuenta del estado de las cosas que ya no sorprende a nadie. No es extraño que de pronto aumenten los suicidios de activistas medioambientalistas, que desaparezcan carpetas con pruebas irrefutables, que se roben computadores de un ministerio, o que se roben armas de un arsenal custodiado por uniformados armados. De todo ello se puede encontrar en los cuentos y novelas de Juan Ignacio Colil.

La obra de Colil Abricot si bien se enmarca en el neopolicial, lo trasciende con creces. Y lo hace, a mi juicio, por la permanente reflexión que sus personajes o narradores hacen a lo largo de las historias. Existe en ellos una profunda humanidad, una densa (en el sentido de compleja) red de emociones y maneras de enfrentar la vida. La vejez, la muerte, el olvido personal, el alzheimer, la demencia, la pérdida de los marcos de referencia que en algunas épocas u ocasiones nos brindaron la certeza de saber cosas, que de pronto ya no sabemos. De ese modo, el neopolicial se acerca a un neoexistencialismo chileno que da cuenta de un vacío, de un troquelado donde tantas cosas faltan.

Los cuentos y las novelas de Colil debieran ser leídas porque hablan de nosotros, los habitantes de un país donde es cada vez más común escuchar frases como las siguientes: Lo que tenía eran decepciones y deudas. Buscar trabajo estable era imposible, nadie me contrataba, de sólo ver mis canas, la gente ponía cara de «pobre de ti» o de «menos mal que no estoy en tu pellejo».

Volviendo al mapa del Gran Santiago que mi padre llevó a nuestra casa en Ovejería a inicios de los 80, en estos cuentos creo poder hallar uno nuevo. Si mi padre y yo volviéramos, como provincianos, a tratar de conocer esta capital, la lectura de Cosas que no creerías nos conduciría por una ciudad habitada que nos interpela mientras se oculta.

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