Martes, Enero 21, 2025
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«Colibrí» de Enzo Farías Molina

 

¿Ves a ese colibrí allá afuera, delicado y de tan bonitos colores? Ayer se metió por la ventana solo para desarmar mi tranquilidad. Comenzó por voltear las copas que aún guardaban rastros de vino de la noche anterior. Dio el gas sin encender la cocina mientras jugaba a sacar chispas con los fósforos. Terminó carbonizando las ideas pendientes que no alcancé a anotar. Cerró a portazos cada habitación de la casa, rompió las llaves dentro de las cerraduras. Quebró todos los platos, dobló los cubiertos—incluso los reservados para las ocasiones especiales—. Ensució y tiró los manteles, pisoteó las migas hasta el cansancio. Se cagó en el arenero de las gatas. Éstas se enojaron tanto que decidieron escapar del naciente holocausto doméstico. Los felinos tienen la cualidad de saber escoger muy bien sus batallas. También saben cuándo es tiempo de retirarse, y cuando ya es seguro regresar. Privilegios y comodidades no valen nada para ellas ante la más mínima probabilidad de pasar un mal rato. Las vi alejarse refunfuñando, a mi pesar, por la misma ventana medio abierta por la cual el intruso pajarillo había tenido, a su bien, venir y desencajar lo cotidiano.

Luego de un rato, el plumífero decidió aterrizar sobre la alacena. Desde lo alto examinaba con displicencia la grandeza de su obra maestra—fraguada quien sabe desde cuándo—, muy bien cimentada a punta de aleteos y su siempre cuestionable mal humor. Al advertir su mirada por encima del hombro, voltee a ver, y te lo juro por la santísima: el pájaro de mierda me sonrió. Una breve pero burlona sonrisa asomada a duras penas por la comisura derecha. Entonces emprendió nuevamente el vuelo. Pasó rasante, a toda velocidad, despeinándome las greñas. Reventó las ampolletas, mandó la lámpara al suelo, los cristales desperdigados se regaron por todos los rincones. Desarmó los rompecabezas, rayó los vinilos, picoteó las fotos colgadas de la pared. Aventó jarrones, recuadros, detalles, luces, pero no sombras. Rajó las cortinas, los paños, mi autoestima. Lo hubieras visto. Planeaba con total libertad, como si esta destrucción fuera ahora su nuevo hogar. Puso huevos y anidó en mi catre. Lo cubrió con retazos de papel mural, arrancados salvajemente, justo antes de desbaratar los guardapolvos, derribar las paredes y arrancar de cuajo el techo para poder tomar el sol. Un desquicio total, registrado cuadro a cuadro por mis ojos de videotape. Cientos de imágenes por minuto, rebobinadas en cámara lenta, una y otra vez por sendos carretes fílmicos, oxidados desde hace años, en viejas bodegas abandonadas; llevadas hasta los más profundos rincones de mi mente con el  gentil auspicio de aquella canción de lánguidas notas de xilófono noventero, sin alarmas y sin sorpresas.

Lo sentí revolotear alrededor y por encima de mi cabeza, pasar ante mis ojos unas mil quinientas ochenta y siete veces, babeando improperios a todo pulmón. Traté de no mostrar miedo, pese a que tiritaba por dentro. De pronto, sin mediar provocación, sin tener un solo argumento, se posó sobre mi nariz. Quería estornudar, pero temía a las represalias. “Mente sobre cuerpo”, la consigna repetida una y otra vez, casi como un mantra. Aguanté cada uno de los picotazos propinados a mi tabique. Inmóvil, valeroso, sin apretar un solo músculo ni soltar quejido alguno. Me quedé tieso, cual monumento, haciendo como si el despiadado y repugnante pajarraco no existiera. Al saberse profundamente ignorado, decidió “profundamente” ir un poco más allá y se metió por mi ñata. Con sus alitas a mil no dejó recoveco sin hurgar. Pronto le escuché susurrar blasfemias y otras vulgaridades a mi oído interno. Fue en ese momento cuando el estribo le enganchó una patita, entre el yunque y el martillo estuvieron a nada de acabar con su espiral de violencia aviar, pero gracias a una rápida maniobra—como lo hiciera el “chino”

Caszely en sus mejores tiempos— esta ave de pacotilla les hizo una finta y salió jugando. Se pasó a uno, a dos, a tres. Dejó desparramados en el campo de juego a todos mis defensas y con un furibundo remate cruzado clavó una certera estocada al ángulo superior izquierdo de mi hipotálamo ¡Qué pedazo de gol! ¡No diga gol, diga golazo! ¡Golazo señores! Tremenda anotación, inatajable para el arquero, quien no consigue evitar que las mallas del pórtico se inflen para adormecer al balón. Una joya en alta definición que sentencia el marcador, en el último minuto de los descuentos, con el árbitro y el público en contra, ante un estadio a punto de incendiarse, repleto hasta las banderas, viniéndose abajo con este balde de agua fría. Los ensordecedores abucheos de los asistentes no alcanzaron para opacar la desmesurada celebración del héroe del día, con extrañas muecas, insinuaciones y gestos provocadores hacia el respetable. El recinto, una caldera a punto de estallar. La situación estaba compleja, por momentos parecía descontrolarse, pero no podía importarle menos. El muy cretino estaba feliz, disfrutando del espectáculo, tranquilito, sentado en la calidez y hogareña comodidad de mi “silla turca”. Tras él, se abría la tierra incandescente, chorreándose desde las entrañas hacia arriba, pintarrajeando el cielo completo de verde turquesa. Del otro lado, el horizonte acercaba a cuentagotas una que otra aurora—ninguna muy boreal—, con vestiduras de otro tiempo y caleidoscopios desechables incrustados en sus ojos cristalinos. Al fin había conseguido silenciar al planeta entero. Ya tenía en el bolsillo todo cuanto había venido a buscar.

Al cabo de unas cuantas horas, emergió tranquilo y sereno por mi boca, poniéndole llave, cadenas y un candado enorme. Así nadie podría ocupar el merecido lugar que había obtenido a punta de puro “ñeque”. Y sin más se largó. Salió a través de la ventana, prometiendo regresar uno de estos días. En tanto yo, seguía clavado como una estatua de sal, a la mitad de la cocina, rodeado del aparatoso desastre otoñal; con una de las gatas ronroneando, feliz de la vida, mientras se acariciaba insistentemente entre mis piernas, y la otra bebiendo del chorro de agua emanado del lavaplatos, grifo el cual, nuestro inusual visitante, abrió momentos antes de marcharse de la casa.

 

 

 

Enzo Farias Molina (Santiago de Chile, 1980), escritor, compositor y productor musical, actualmente radicado en el puerto de Coquimbo. Dentro de sus trabajos literarios se encuentra el poemario Libro Negro: Textos y Narraciones Apócrifas (Episodios I y II), compilación de poemas y ejercicios literarios publicados en «La página de los cuentos» entre los años 2008 y 2009; ¿Cómo llegamos con vida a este lugar? (2014) y Episodios: Libro Tercero (2017). En 2022 su cuento «El hombre que incendió el mundo» obtuvo el segundo lugar en el III Concurso de Textos Breves Beatriz «Tati» Allende Bussi, organizado por la Plataforma Socialista de Chile. Posteriormente los poemas «Del valle hacia el interior» (2023) y «Las aguas» (2024) fueron reconocidos en las versiones consecutivas 8° y 9° del «Concurso de Poesía Lucila Godoy Alcayaga: Campesina Nuestra» organizado por la Ilustre Municipalidad de Coquimbo. Actualmente participa del «Taller Kenningar» de la Fundación Pablo Neruda.

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