Por Ernesto González Barnert
Raúl Ignacio Valenzuela R. (1974) es un destacado abogado y poeta chileno. Su educación incluye estudios en Literatura en la Pontificia Universidad Católica de Chile, una maestría en Estudios Culturales Latinoamericanos por la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia, y otra en Derecho Penal Constitucional por la Universidad de Jaén en España.
A lo largo de su carrera, Valenzuela ha sido reconocido con becas importantes como las de la Fundación Neruda y la Corporación Cultural de Las Condes, además de recibir la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y premios en los Juegos Literarios Gabriela Mistral. Su experiencia vital en diferentes localidades de Chile, desde Curanilahue hasta Coyhaique, ha influenciado profundamente su escritura.
Su más reciente publicación, Cóndor. Obra en cinco actos, con Editorial Lom, reafirma su presencia en el panorama literario chileno. Esta obra combina la narrativa con la poesía, destacándose por su tratamiento de personajes femeninos profundos y complejos. Según Eva Castañeda Barrera, poeta mexicana y académica de la UNAM, Cóndor es un libro que desafía los límites tradicionales, integrando elementos dramáticos y poéticos para abordar temas relevantes de la poética contemporánea, como el cuerpo femenino, la violencia y la geografía.
La poesía de Valenzuela explora el vacío de la huella y el espacio abierto de la herida, en un diálogo constante con la memoria y la historia reciente de Chile. Su enfoque lírico es una búsqueda metafísica y simbólica del sentido de vivir, que entrelaza la experiencia personal con el tejido familiar y el eco sentimental.
Actualmente, Raúl Ignacio Valenzuela divide su tiempo entre Los Andes, Santiago y Pichiarauco, en el sur de Curanilahue, donde continúa desarrollando su obra literaria y sus actividades profesionales.
—Tu formación académica es diversa, desde el Derecho hasta los Estudios Culturales. ¿Cómo influye esta combinación de saberes en tu poesía?
—Yo creo que la confunde.
Una vez estaba con Antonio Cisneros a las afueras de un hotel en Apoquindo, pasó un sujeto por la calle y Antonio me dijo, mirando a ese hombre, que uno debía ser capaz de leer en –en, no a– las personas. Yo, por supuesto, no entendí lo que quiso decirme. Hace algunos años, conversando con Héctor Hernández me dijo algo que puede parecer lugar común, «todo es poesía».
Creo que los dos apuntaban a algo: ver todo como un hecho estético. En esa tensión política, como diría Ranciere, entre el régimen del Arte y el orden policial.
Entonces es justamente al revés, la poesía siempre me obligó a ver las cosas como un fenómeno estético. El derecho en general, y el proceso judicial, como asuntos estéticos y ahí los Estudios Culturales (que cursé en la Javeriana) me han dado las herramientas teóricas para poder leer en las personas, en las instituciones, en las cosas. Esas fracturas por donde cruje el aparato policial y deja ver el aquí y el ahora de la humanidad.
—Has vivido en muchas ciudades y localidades del sur de Chile. ¿Cómo ha moldeado tu obra poética la experiencia de estos distintos paisajes y comunidades?
—Supongo que han moldeado mi vida como a toda la gente.
Pero eso me hace también pensar en cómo la ciudad neoliberal nos moldea. Sería ingenuo pensar que diecisiete años de dictadura y los treinta de la transición nos dejaron incólumes. Es una pregunta que me apremia ahora: cómo el neoliberalismo transforma también el lenguaje, la propia escritura. Piensa que en cuanto escribimos en el computador, incluso cuando hablamos, ese lenguaje es alienado de uno en el acto, transformado en datos, en mercancía.
Por eso permanezco hoy en la poesía. Pienso que ella es una forma de sabotear la lengua del capitalismo.
—Publicaste tu primer libro, Diálogo a solas, en Puerto Cisnes en 2015. ¿Cómo surgió este proyecto y qué significó para ti publicarlo desde una localidad tan remota?
—Eso exige una explicación.
Hasta el año 2001 yo tenía una «vida literaria» más o menos activa. Pero me sentía «culpable». Pensaba (ahora me da un poco de vergüenza decirlo) que era una actividad «burguesa». Así que egresé de Derecho y me fui a Curanilahue. Supongo que debía vivir antes.
El 2012 volví a Santiago a estudiar en la Academia Judicial. Y me reencontré con mis amigas y amigos de la «vida literaria». En Puerto Cisnes era juez un gran escritor, Juan Mihovilovich, así que después de terminada la academia decidí postular al cargo de secretario allá. Yo quería aprender a ser escritor. Quería que la función de juez cuidara la poesía.
Diálogo a solas lo publiqué a instancias de Juan, quien me contactó con un editor. Son poemas escritos muy joven y que en mi imaginación son poemas religiosos.
—En Para escapar en bicicleta (2017), el título sugiere una huida. ¿De qué o hacia dónde se escapa en tus poemas?
—Precisamente, el título dice relación con esa huida, fracasada, de la poesía. Diálogo a solas y Para escapar en bicicleta recogen los poemas de mi adolescencia y los que escribí antes de «volver». Fue una forma de cerrar ese ciclo de mi diáspora.
—Tu libro El patio (2019) fue escrito tras tu regreso a Santiago. ¿Cómo influyó tu retorno a la capital en la escritura de este libro?
—La verdad fue escrito entre Chañaral, Pichiarauco y Santiago. Pero claro, cuando ya habíamos establecido como centro de operaciones Santiago.
Mi casa en Santiago es mi casa de toda la vida. La de mis abuelos. Allí crecí. Allí vivo. Ese es el patio, el de mi infancia, que en mi caso es infancia en Dictadura.
—Fuiste becario de la Fundación Neruda y de la Corporación Cultural de Las Condes. ¿Cómo marcaron estas experiencias tu desarrollo como poeta?
—Creo que fueron experiencias fundantes en varios sentidos. Primero, en reconocerse como poeta, que coincide con el reconocimiento que hacen de ti tus pares. Segundo, la acogida de una comunidad literaria que para mí solo estaba en los libros: Floridor Pérez, Jaime Quezada y Raúl Zurita en mi caso. Desde allí, poesía encarnada para mí.
Por otra parte, la experiencia de taller se transformó en mi manera de escribir. Yo necesito el diálogo con otras personas para mi propia escritura. Cóndor, por ejemplo, lo trabajé en talleres que dirigieron Julieta Marchant, Alia Trabuco, Marina Arrate y nuestra Malú Urriola. Tal vez por eso la escritura algo híbrida.
Y desde el 2016, más o menos, ha acompañado mi escritura Ivonne Coñuecar.
—Has recibido premios importantes como la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y los Juegos Literarios Gabriela Mistral. ¿Qué significan para ti estos reconocimientos?
—No lo había pensado hasta hoy.
Yo creo que era muy inmaduro cuando ocurrió aquello. Los Juegos Literarios fue una mención honrosa y tengo la sensación de que me quedé con la decepción de no haber ganado. Ahí uno nota cómo el patriarcado-neoliberal lo conformó a uno.
La Beca la recibí como beca. Como un mandato para trabajar en mi escritura. Nunca la pensé como un premio.
—La naturaleza y los paisajes son temas recurrentes en tu obra. ¿Qué lugar ocupan estos elementos en tu poética?
—Son los elementos que uno tiene más cerca. Más cerca en el sentido de Patria de Martí. La naturaleza, el paisaje son parte de mi diálogo, con ellos converso, como ahora converso contigo.
—Has vivido en varias localidades del sur de Chile, algunas de ellas bastante alejadas. ¿Cómo es escribir poesía en lugares tan distantes de los grandes centros urbanos?
—Me da la sensación que localidades como Puerto Cisnes facilitan la conversación, el encuentro. Desde luego con la naturaleza, pero también entre las personas.
Las ciudades siempre son más ruinosas, vestigios. Como todo en lo que ha intervenido el ser humano. Pero eso no es necesariamente «malo». ¿La poesía no lo es?. Hay una diferencia entre ruinas y escombros. Recuerdo a Neruda: amo las cosas porque todas ellas llevan a la huella de unos dedos, a una remota mano perdida.
—Tu formación en Derecho Penal Constitucional sugiere un interés por la justicia. ¿Cómo dialoga este interés con tu creación literaria?
—No las separo. La poesía es mi militancia y mi frente de masas.
Cuando «volví», cuando me reconcilié con la poesía, cuando entendí que escribir es lo que soy, significó entender que eso que soy debía ponerlo en juego en la lucha por la justicia.
—Has vivido en comunidades pequeñas y grandes ciudades. ¿Cómo difiere tu proceso creativo en un entorno rural en comparación con uno urbano?
—No creo que varíe tanto. Mucho conversar, mucho taller, mucha lectura.
—¿Cómo ha sido el proceso de volver a Santiago y mantener tus raíces en localidades más pequeñas como Pichiarauco?
—No sé si se trata de raíces. Raíces epifitas en todo caso. Para mi Curanilahue y Pichiarauco son un lugar desde donde mirar y pensar el mundo. La frontera desde donde observo. Son una perspectiva.
—¿Podrías hablarnos de alguna anécdota o experiencia que haya sido crucial para la creación de alguno de tus libros?
—Así como específicamente para la creación de un libro, no. Pero pensaba que había ciertas lecturas que de alguna manera desataron mis propias búsquedas. En mi adolescencia, los Salmos de Ernesto Cardenal, Anteparaíso y Purgatorio de Raúl Zurita, Alturas de Machu Pichu, Cartas del Prisionero de Floridor Perez y mis lecturas de Juan Gelman. Ya en la Universidad, sin duda, La Bandera de Chile de Elvira Hernández y los poemas de una compañera de taller, Rosario Concha (que publicó Frente al Fuego con el Temple y luego no volvió a publicar más) . Y ya de grande Patriagonia de Ivonne Coñuecar y Habla el oído de Julieta Marchant.
—El título “Diálogo a solas” parece sugerir una conversación interna. ¿Es este un reflejo de tu proceso creativo?
—Es un libro «religioso» y el título es una cita a Antonio Machado: «quien habla solo, espera hablar a Dios un día».
—¿Qué autores o poetas han influido más en tu obra?
—Son tantas. Yo trabajo mucho la «apropiación». Intento que se note esa influencia e intencionalmente ( y a veces, no) incorporo otras escrituras. Porque la poesía la vivo en esa lógica, aunque parezca lugar común, de la conversación infinita. La poesía es una actividad comunitaria para mi.
Tampoco cerraría esa influencia a la poesía. Pienso, por ejemplo, en el Edificio de los Chilenos de Macarena Aguiló en el Patio.
Nombré Patriagonia y Habla el oído. Pero sus dos autoras han influido bastante más en mí que esos libros, precisamente por el trabajo de Taller. Julieta prácticamente me enseñó un diccionario nuevo. E Ivonne, además, me exige en cierta disciplina creativa.
Anoto algunos nombres más: Li Po, Rumi, Eso de Inger Christensen, Gloria Gervitz, Gloria Anzaldua, Herta Muller, Mahmoud Darwish, Jaques Ranciere, Marx, Edmond Jabès, Guadalupe Santa Cruz, Maizal del gregoriano de Arnaldo Calveyra, Violeta Parra.
—¿Cómo ves el rol de la poesía en la sociedad chilena actual?
—No sé si la vea. Fue toda una pregunta en la época de la Revuelta. ¿escribir poemas o lanzar piedras? Tampoco sé si pueda decir que la deba tener.
Puedo decir lo que yo mismo me impongo en esta militancia. Como dice Elvira Hernandez: «No es un misterio que las banderas rojas borran el hambre y yo me voy con ellos con mi caracol y mi revólver».
El arte trabaja en las fracturas y pienso que la poesía es un hiato en la lengua oficial del capitalismo. Es la diferencia con la publicidad.
En esto le creo a Ranciere, el arte, debe posibilitar un nuevo reparto de lo sensible. El arte debe cuestionar la evidencia de un mundo dado y abrir a una posibilidad de mundo que se vuelva perceptible.
Nelly Richard, al comienzo de la pandemia, advertía de que manera los esfuerzos del gobierno apuntaban a la higienización de la ciudad, borrando cualquier vestigio de la Revuelta. Durante la misma hubo un gesto reaccionario de ese estilo higenicista: pintaron de gris los muros del GAM que en esos día subvertía nuestra idea de museo.
¿Qué vestigios se eliminan? Los del arte: la masiva performance de Las Tesis, la intervención de la luz de Delight Lab, las banderas, las escrituras en los muros, los carteles, las canciones. Todos esos actos que posibilitaron vernos como comunidad que imaginaba otras posibilidades de relacionarnos. Mira como el discurso de la violencia y desorden se impone sobre esos días. ¿Qué es lo que se borra? esa experiencia que posibilitó el arte, la de imaginar la posibilidad de un espacio en común, la de encontrarse, porque son las personas reunidas como comunidad las que en definitiva permitieron aparecer ese particular espacio público que fue la Revuelta. ¿Entonces qué desaparece? Todas y todos las que nos encontramos allí.
Creo, que en lo que a mi respecta, eso tiene que ver con el lenguaje y la memoria. Como te decía, escapar del lenguaje publicitario, esa primera inteligencia artificial que lo hizo mercancía y que en su versión digital lo aliena de nuestra humanidad transformándolo en dato unívoco, y de alguna manera recuperar su carácter de huella, de ruina, de evocar. Aquello que nos une con los que antes, ahora y mañana comparten la palabra y que tejen esa solidaridad tan básica de las personas que conversan.
Creo que ese afán de blanqueamiento es un gesto de la Transición y, tal vez, es una constante más allá de la Dictadura, interrumpido sólo por ese periodo excepcional de la Unidad Popular.
Mira las estatuas que rodean La Moneda ¿no debería existir uno que recuerde a Lincoyan Berrios y a los trabajadores de la basura que la rodearon en defensa de la democracia el año 69? Entonces, pienso, debemos abocarnos al vacío de la huella, el espacio abierto de la herida.
Hay un poema de Redolés que me parece atingente a lo que digo:
Los transeúntes pasan de largo
y él ruega por una moneda amorosamente
diciéndoles
yo pelié por la felicidad de ustedes
en una guerra tan secreta
que hoy las osamentas de mis hermanos
son sólo detalles molestos
en la construcción del nuevo edificio.
—Actualmente divides tu tiempo entre Los Andes, Santiago y Pichiarauco. ¿Cómo logras equilibrar tu vida personal, profesional y literaria?
—Francamente no sé. Supongo que lo literario y lo familiar de algún modo está muy integrado. Es decir, escribo en mi casa. Pichiarauco es familia también y lugar de descanso, que para mi es tiempo para leer.
—Acaba de salir tu libro Cóndor, por Lom Ediciones ¿Qué buscaste plasmar en el volumen y cómo dialoga con el resto de tu obra?
—Al principio era una conversación entre las figuras de las hermanas Quispe y Macarena Valdés. Quise usar el poema de Gabriela Mistral «Tres árboles» porque me permitía graficar la solidaridad que las une y de hecho lo utilizo integro en el texto.
No recuerdo cómo apareció el Cóndor, pero supongo que mi perspectiva siempre fue aérea. Yo me imaginaba el cauce del Río Salado desde el aire. Esa perspectiva, la del Cóndor, me hizo ver el paisaje de América del Sur. Una idea de Pedro Lemebel me rondó la cabeza durante toda la escritura: la cordillera de Los Andes como cicatriz de una misma herida.
Está en diálogo con el Patio, que es un poema de mi infancia en el contexto de la Dictadura. El Patio, Cóndor y otros tres textos más breves que estoy preparando los imaginé como un proyecto común. Esa exigencia de la memoria que doy a mi escritura.
—¿Qué proyectos literarios tienes en mente para el futuro cercano?
—Bueno, esos otros tres textos de lo que hablaba, y algún otro en que quiero trabajar el concepto de ruina propiamente.
—¿Podrías compartirnos un poema o fragmento poético de cada uno de tus libros que hoy te son significativos?
Nuestros cuerpos se ensanchan y se abren. Eso sigue el cóndor. La procesión de ánforas vacías. Esa fue la caravana de las Altas Tierras. Heredamos el silencio y lo atravesamos. Dijimos y apuntamos en dirección de nombres que ya no existen.
No es lengua la que tienen. Ciegos también a su propia ceguera, tapian con ruido sus propias hendiduras.
Nos sumergimos en la hondonada, fuimos junto a nuestras vasijas, a los animales, a los bosques, a las hierbas y los nombres que no existen. El río Salado emergía en su propio cauce. Una y otra vez. Como toda corriente marina. Nosotras, arrastradas en la pampa, sabemos del significado del mar.
Trashumantes entre los acantilados.
Como todo caudal emergemos una y otra vez.
La muerte es nuestra estrella más cercana.
(de Cóndor)
Porque eras niñas recolectabas la luz, la tierra y su furia, obligada a las sombras del jardín que me guardaba. Oprimidos los cuerpos pierden la noción del espacio. Pero tú eres la concentración de los jardines y su anarquía, tu cuerpo excede tu voluntad: tú misma eres las raíces, la abeja, el jardín.
Grita tu cuerpo. Es una bandera en la ciudad muda, en la ciudad ciega y sorda. Tu cuerpo pisotea el polvo del miedo. Las nombra a todas y todas las nombran. Una a una y una a uno. Sus cuerpos y sus nombres aprisionan nuestra cavidad vacía con la luz, con la tierra y su cólera. El movimiento agita una larga sombra que antes nos era familiar y la vuelve lúgubre. Un temblor de tierra imprevisto, no predicho. Sus cuerpos y sus nombres levantan el polvo de un pueblo ahora fantasma. Y sus cuerpos y sus nombres claman en una lengua de un sueño recobrada. Llama tu cuerpo: una bandera roja, una bandera lila, una bandera verde y azul y amarilla. Pisotean nuestros cuerpos cóncavos, con la luz, con la tierra y su furor. Alumbras aguas. Levanta el polvo de nuestros ojos irritados. Tu idioma dibuja una puerta abierta que da un jardín.
Y mis ojos descubren colores
en la velocidad que se apacigua.
(de El Patio)