Por Ernesto González Barnert
Dante Cajales Meneses (Santiago, 1966) es una figura destacada en la poesía chilena contemporánea, perteneciente a la llamada generación del medio litro de leche. Con más de cuatro décadas de trayectoria, su obra ha sido traducida al inglés e italiano, desde su primer poemario Techo de pizarreño (1983) hasta sus más recientes trabajos Golpe (2023) y El peso del cuerpo (2024). A lo largo de su carrera, Cajales ha explorado profundamente la condición humana, siempre con una mirada ética y estética que refleja una crítica simbólica a la realidad social.
En su ensayo Los cuatro círculos de la poesía chilena, Cajales reflexiona sobre el papel de la poesía en la sociedad actual. Desde su marginación en el imaginario colectivo hasta el compromiso íntimo de los poetas que habitan los espacios más vulnerables, plantea que la poesía es más que un ejercicio literario: es una herramienta de resistencia frente a la desigualdad, el dolor y la injusticia.
En esta entrevista, exploraremos la visión de Dante Cajales sobre el quehacer poético en el contexto contemporáneo, y cómo su obra sigue siendo un recordatorio de que la poesía, más allá de los intereses académicos y comerciales, es un acto de resistencia y una búsqueda de verdad que desafía lo incómodo del mundo.
—Tu trayectoria como poeta abarca cuatro décadas. ¿Cómo describirías tu evolución poética desde tus primeros libros autoeditados hasta tus publicaciones más recientes como Golpe (2023) o El peso del cuerpo (2024)?
—La evolución de mi escritura poética tiene dos etapas. El punto de inflexión que diferencia una etapa de la otra está marcado por el nacimiento de mi hija Amanda de 14 años. Hay un antes y un después del nacimiento de mi hija. Antes: no fui un niño precoz, pero no más de 7 años tenía cuando oí por primera vez la voz de Gabriela Mistral leyendo Los sonetos de la muerte, poetizando sobre la muerte, cuando trataba de comprender, a esa edad, por qué las personas se morían. El año 72 había muerto mi abuela materna, el 73 asesinado un amigo sacerdote de mi madre, y el 74, mi abuelo, su esposo, murió de mucha pena. Fue en plena instalación de la dictadura, cuatro meses después del bombardeo al Palacio de la Moneda. Para ser preciso, el 10 de enero de 1974. Un canal de televisión, no recuerdo cual, transmitió, en medio de los más infames horrores de nuestra historia, un programa especial conmemorando la muerte de Gabriela Mistral. Recuerdo su voz pausada, sombría y áspera. No sé si leyendo o recitando el poema, pero lo que yo escuchaba y lo que ella describía me impactó profundamente. Tres son los versos que trazaron mi poética; si es que puedo decir, con humildad, que tenga una:
Del nicho helado en que los hombres te pusieron…
Sólo entonces sabrás el por qué, no madura
para las hondas huesas, tu carne todavía.
Me interesó de la poesía, siendo tan chico, esa capacidad de conmover. Era la primera vez que me enfrentaba a la palabra muerte y a la muerte como realidad concreta a través de mi abuela, mi abuelo, y el amigo de mi madre, el p. Joan Alsina, imaginándolos en un hoyo de hormigón, tan frío y húmedo, como lo es un nicho vacío, antes de colocar el cuerpo. Esos versos de la Gabriela Mistral me dijeron más sobre la muerte, de lo que me podía explicar mi madre a mis 7 u 8 años. Esa capacidad de conmover que te genera la poética de alguien, por ese caudal de palabras que iluminan en todas las direcciones, se constituyen en imágenes muy potentes y excitantes. Eso fue lo que me cautivó para comenzar una relación con la poesía en esta primera etapa, que duró hasta los 22 años aproximadamente. El después: Digo que duró, porque hasta ese momento participaba en talleres, había publicado mis primeros libros, asistía a lecturas, etc. A los 23 años no tenía resuelto en qué me iba a ganar la vida de modo estable. Tenía que resolverlo, ¡y pronto! Me enfoqué en estudiar, terminar una carrera, un oficio. Luego llegaron las oportunidades laborales y la posibilidad de estudios de postgrado. Ese contexto me alejó definitivamente de la poesía y de las personas con quienes compartía, como posibilidad cierta de dedicarme a ella. Tuve trabajos en los que viajé mucho; fue ahí entonces, en esa condición de «pasajero en tránsito», que llevaba una libretita y escribía poesía. Sin ninguna aspiración más, que escribir por escribir. Pasaron unos 20 años. Cuando nació Amanda, surgió la posibilidad de dedicar tiempo a la crianza 24/7 en casa, y no tan solo eso, el acuerdo con mi compañera fue también hacerme cargo de los asuntos domésticos y todo lo que ello implica, que no es menor. Fue en esta etapa que, en aquellos espacios de silencio que tuve mientras mi hija bebé dormía siesta, es que un día «sentí golpear la puerta de casa»; la poesía que estaba de vuelta. Comencé no solo a escribir más, si no que a leer más. La biblioteca, de entonces, pasó de tener títulos de ciencias sociales, políticas públicas y estadísticas a componerse de poesía de los cinco continentes, de mujeres y hombres, de todas las generaciones y estilos.
—Fuiste parte de la generación conocida como «Medio litro de leche». ¿Qué significaba ser parte de esta generación en los años ochenta y cómo crees que esa experiencia ha influido en tu poesía?
—Primero te contaré la anécdota. Como surgió el calificativo de generación del «Medio litro de leche». Fue en casa de la escritora Pía Barros, cuando vivía en Vicuña Mackenna. El poeta Erwin Díaz, fue quien me llevó a su casa y me conectó con todos los escritores de esa generación. Un día el poeta Enrique Lihn le pasó a dejar un sobre al poeta Jorge Montealegre, algo relacionado con la revista La castaña y coincidió con el poeta Gonzalo Millán. Yo estaba allí haciendo hora, porque tenia el taller de micro cuento con la Pía y me quejé del humo y del olor a cigarro, entonces Lihn dijo algo así: estos cabros pasados a «leche» por qué no se preocupan de algo mas relevante. Espontáneamente Millán respondió de la cocina donde se reunían habitualmente los que pasábamos por casa de Pía y Jorge: ¡del «medio», del medio litro de leche!
Significa una enorme responsabilidad y privilegio a la vez, no solo por las implicancias literarias, sino por que soy, fuimos beneficiarios directos de lo que fue la medida número 15 del Programa de la Unidad Popular. La entrega del medio litro de leche para los niños y niñas de Chile, sin importar su condición social, fue uno de los aportes más significativos que se le reconoce al presidente Salvador Allende. Representó ser parte de un tiempo histórico y político de ser niño testigo no sólo de la dictadura cívico militar que se prolongó por 17 años, si no del golpe de estado mismo, del día uno. La preocupación con hermana era si íbamos a ir o no al colegio ese día martes 11, mientras bombardeaban la moneda y las antenas de radio Magallanes y radio Corporación cerca de nuestra casa. Aún lo recuerdo.
Ha influido, y mucho. Hay una empatía natural con los hechos sucedidos. Es parte de mi relato. La cadencia en el tono de mi escritura: respiración, pulso, tienen ese poder —creo— de interpretar las subjetividades de cómo cada una, cado uno, cuyo imaginario se mueve con nostalgia, dolor y decepción.
—Iniciaste en la narrativa con tus primeras publicaciones de cuentos en los años 80. ¿Qué te llevó a hacer la transición hacia la poesía? ¿Cómo difieren para ti los procesos de escribir narrativa y poesía?
—Fue en una conversación con el poeta Jorge Montealegre mientras preparábamos pan tostado con mantequilla. Me habló de la revista La castaña, que después, con el Erwin Díaz, íbamos por los bares de Bellavista vendiéndola. Bueno, me invitó a un taller que iba a realizar. Recuerdo que la Pía se quejó porque le estaban levantando los participantes de su taller de microcuento (risas). Era re chico. Quedé alucinado con el lenguaje, las formas, el concepto de las conversaciones de entonces. Una muestra de fotografías de Luis Poirot con poemas de Enrique Lihn que montaron en lo que hoy es la galería del Drugstore, y que fue censurada, confirmó definitivamente mi traspaso a la poesía. En los meses siguientes escribí muchos poemas. Desde el punto de vista literario, dejaron bastante que desear, pero como herramienta para procesar las emociones de un adolescente en un momento histórico difícil, los poemas tuvieron su «éxito». Escribir fue catártico, a veces revelador. Me sentí cómodo.
No difieren, creo que son dos géneros en permanente contacto. Las estructuras narrativas y poéticas se entrelazan para crear una gran gama de misterio y de singularidad. En esta mezcla, la revelación de las imágenes construye la base ordenadora de una imagen supuesta del mundo en las narrativas poéticas. Esa traza individual, hecha por el imaginario, ejerce la función de actuar el sentido simbólico de la búsqueda interior; es justamente en ese sitio que las grandes transformaciones de la vida ocurren.
—Tus primeros libros, como Techo de pizarreño y Casas para morir, fueron autoeditados. ¿Qué te impulsó a seguir esta ruta? ¿Cómo ha cambiado tu relación con la publicación a lo largo de los años?
—La necesidad de compartir lo que había descubierto. Eso. Así de simple. Debo agregar también, que mi mamá tenía una amiga y compañera de trabajo del Hospital San Juan de Dios. Su esposo, el tío Keno, era dueño de una imprenta con máquinas antiguas que funcionaba en su casa. Unas vacaciones de invierno, recuerdo, necesitaba dinero y el tío me ofreció trabajar con él. Mi trabajo consistió en preparar las cajas con linotipias. Me conecté tanto con la experiencia de buscar y armar las frases. Eran facturas, boletas, etc. En un momento de descanso, armé un poema mío y le pregunté si podía imprimirlo en una hoja. Me dijo que sí. ¡Se veía tan bonito el poema impreso! Así nació Techo de pizarreño. El año pasado, en el contexto de la conmemoración de los 50 años del golpe cívico militar, Ediciones LER publicó una edición facsimilar de Techo de pizarreño, mi primer libro.
No ha cambiado mucho en términos de que me gusta estar en todo el proceso. No solo en la escritura, sino que, en la diagramación, diseño, etc. Soy muy visual. Quise estudiar arquitectura. Diseño. Pero las ciencias sociales y la educación me condujeron por otro camino. Ahí aprendí la importancia del método, y que este debe ser flexible a la hora de tomar una decisión y cambiar la ruta, pero es un método al fin. Te decía que soy muy visual; cuando trabajo en algún proyecto editorial personal, primero imagino cual será la casa (el objeto libro) en el que habitarán los versos y los poemas en su conjunto. Entonces, primero trabajo obsesivamente con la imagen de la portada, el tipo de papel, la tipografía, los espacios, el tamaño del libro, los colores, etc. donde habitará el texto y se presentará amablemente, cada vez que reciba una visita. La visita es el lector, la lectora. Cada vez que las visitas muevan una hoja dentro de la casa —el libro—. Esta les dirá: mira, estos poemas decidieron habitar aquí; pasa, adelante, conversa con ellos, en este espacio, en estos tonos, que algo tienen que contarte. Entonces, los ejes temáticos están definidos por la casa que habitará el poema. Voy a las libretitas, a los cuadernos, a las servilletas que con los años he ordenado obsesivamente, y les hablo: les digo que los llevaré a otra casa, más luminosa, mejor cuidada, donde podrán recibir visitas y contar las historias que han atesorado por años. Parto al revés; los editores me odian. No solo por mi método, sino porque he sido diseñador autodidacta, y meto las narices en todo. Esto, en cuanto a la edición para publicar. En relación a publicar, me lo he tomado con mucha calma. Hoy escribo como en el principio de este oficio de duda permanente, sin ninguna aspiración más que escribir. Mucho de lo que escribo hoy día, quizá nunca se publique.
–Has sido parte de diversos talleres literarios, tanto como participante como coordinador. ¿Qué impacto ha tenido esta experiencia en tu obra y en tu percepción de la comunidad literaria chilena?
—En primer lugar, el valor de un taller literario es que favorece una especie de ecosistema; un microclima, es decir, todos los que en él participan o hemos participado tenemos una motivación en común: contar historias. También permite revisar y replicar las técnicas que han utilizado poetas, mujeres y hombres consagrados. Y sí, ha tenido impacto en mi propio ejercicio escritural. Por ejemplo, no solo me identifica, o me interpela la respuesta que el poeta Floridor Pérez da a su entrevistador en el programa «La belleza de pensar», cuando le preguntan si se puede enseñar a escribir poesía, a lo que Floridor Pérez responde: yo puedo tal vez, más que enseñar a escribir poesía, es «borrar poesía». Pienso que esa afirmación invita a explorar la autocritica. A no tenerle miedo.
Aún cuando la diversidad de talleristas impide un criterio unificador, mi experiencia como aprendiz en un taller o como acompañante ha sido siempre definir y enmarcar el espacio pedagógico del taller. Lo aprendí y lo aprecié mucho junto a los poetas Miguel Arteche; Jorge Montealegre; Alberto Rubio; la Pía Barros.
Respecto a mi percepción actual de la cuestión de impartir un taller literario. Hay demasiada improvisación. Por «deformación profesional», creo que debemos comenzar por definir y enmarcar el espacio pedagógico de un taller. Los grupos que participan en talleres literarios, son tan diversos, que los hay de la tercera edad, de adolescentes, de señoras que ya han criado a sus hijos y ahora han decidido realizar una tarea creativa, etc. Entonces, no nos damos cuenta que la necesidad de aprobación excesiva de las personas en la sociedad actual constituye una de las actitudes disfuncionales más recurrentes que crece el riesgo de desarrollar síntomas depresivos y ansiosos. Entonces, para no tener problemas con nadie, muchas veces evitamos propiciar la crítica constructiva y menos la autocrítica. Y nos convertimos en «críticos» complacientes. Esto se debe trabajar; debe ser parte del taller. Si no lo trabajamos como objetivo de entrada en un taller, este puede correr el riesgo de fracturar el clima, o definitivamente ahuyentar posibles talentos.
—Muchos de tus libros, como Respirar y Cielo falso, tratan temas relacionados con la memoria, la resistencia y el contexto social. ¿Qué rol juega la memoria en tu poesía, particularmente en relación con los eventos históricos y políticos de Chile?
—Toda. infancia; muerte; abandono; el universo; el erotismo; la violencia; el poder; la palabra no encontrada. Son los temas que me buscan. No hablo de lo que quisiera hablar, si no de lo que puedo y necesito decir. A veces quedo aterrado por la verdad que busco. Me propongo explorar otros, con tonos diferentes: como el humor, la ironía, el sarcasmo. No me salen, no es mi cadencia. Vuelvo permanentemente a los tópicos de la memoria.
—Una invitación, un poema, el libro digital que coeditaste en 2021 junto a Carolina Pezoa, recopila la voz de 150 poetas sobre la pandemia y el estallido social. ¿Cómo surgió la idea de este proyecto y cuál es su relevancia en estos tiempos de crisis?
—Estábamos todos, tan en la incertidumbre. Un estallido social que abrió la posibilidad de recuperar la utopía perdida y revindicar aquello que se nos confiscó. Todos, todas en las calles y de repente esos todos y todas estábamos encerrados, porque el contacto con el otro, fijate, el contacto con el otro que era unidad, cohesión, de la noche a la mañana ya no lo era, y estar con ese otro con quien generábamos unidad, ya no lo era, significaba un riesgo. Porque estar con ese otro aumentaba la posibilidad de contagiarte y te podía morir. Esa realidad nos dejó paralizados.
¿Su relevancia?, creemos que toda. La realidad que te describí nos motivó a Carolina y a mí, salir de esa paralisis y oír todas las voces posibles sobre lo que nos estaba sucediendo como país, como humanidad. Fue un tremendo ejercicio, porque de los 150 poetas que respondieron a la invitación, hay un número mayor, trescientos o más, que no respondieron los correos electrónicos o simplemente no quisieron estar, pero ¡ojo!, hay un número mayor que no está por desconocimiento, poetas que no sabíamos que existían. No fue mala fe, simplemente desconocimiento. La mayor amenaza fue tal vez la incertidumbre y el miedo, el terror al contagio, a la muerte, a los cadáveres. Pero también al encierro, al poder desmedido, a los errores, a la huida de los sueños. Sí, un poema, o un modo de contar. Un intento de plasmar cómo nos fueron tocando esos tiempos marcados, una vez más, por movimientos culturales, sociales, políticos y económicos que nos estremecieron. Las fallas en las políticas públicas, la violencia y el abuso por parte del Estado, las posibilidades e imposibilidades de vivir confinados y las maneras de intentar preservar, aún así, la vida comunitaria, son las variantes que nos fueron moviendo a invitar a escribir este gran poema. Fue maravilloso poder juntar poetas de tan diferentes tono, temática, origen y generación como Dn. Pedro Lastra (1932) a la poeta Francisca Pérez Morales (1998). El libro fue prologado por la poeta Soledad Fariña y epilogado por el periodista Fernando Villagrán. Como escribimos en la presentación, este es un libro abierto, un libro vivo… ¡dejémoslo circular!
—Tu poesía ha sido traducida al inglés e italiano. ¿Cómo ha sido la experiencia de ver tu obra traducida a otros idiomas y qué consideraciones crees que se deben tener al trasladar la poesía a otro lenguaje?
—El paso de una lengua a otra significó una repentina luminosidad en el espacio poético donde escribo. Si tuviera que graficarlo, fue como salir de un encierro y ver la luz. Pero a la vez, también sentí una tristeza honda por lo que yo creía o suponía que debería significar mi poesía en esa otra lengua, y también, por el abandono de la lengua castellana con la que aprendí a moverme en este mundo, una lengua que también, me proporcionó comprender mis primeras lecturas y aprendizajes. Como educador de formación, me dije, si esto resulta un fiasco, que sea trabajando, será apasionante. Quedé más conforme con la traducción al italiano. Cuando leo mis poemas en italiano, hay una suerte de cercanía y puedo entenderlos, ¡y digo —si! es lo que quería o creía decir —está en el tono, tiene la cadencia que quería trasmitir. En el caso de la traducción al inglés quedé con más dudas que con certezas.
Cómo quisiera yo que cada lector y lectora pudiera leer poesía en el idioma en que fue escrito el poema. En casa tenemos diferentes traducciones de un mismo autor. Ahí te das cuenta de lo «fieles» o «infieles» que podemos ser al traducir un libro. ¡Ay de los hacedores de traducciones literales que, al traducir palabra por palabra, embotan los sentidos! Bien se puede decir aquí que la letra mata y que el espíritu vivifica. Esta frase es del filosofo Voltaire (1694-1778). Debemos ser fieles al espíritu de su autor y de su autora. A los lectores de poesía recomiendo que, cuando vayan a leer a un poeta, a una poeta en otro idioma, no se queden con una traducción; vayan por más, lean otras traducciones del mismo autor. Diferente, sí, es el caso del poeta catalán Joan Margarit (1938-2021), que escribía en castellano y catalán al mismo tiempo. No traducía sus poemas, los escribía en los dos idiomas.
—En 2022 compilaste Diagnóstico confirmado con trabajos de los participantes de tu taller literario. ¿Cuál es tu enfoque al enseñar poesía y qué crees que los nuevos poetas pueden aportar a la tradición poética chilena?
—Diagnóstico confirmado. Fue una linda experiencia. Siempre he rehusado hacer talleres de poesía. Cuando mi amiga Mariana Varas, propietaria de Aldebarán Libros, me propuso la idea de organizar un taller literario, ya había tenido dos no como respuesta. El tercer «no» coincide con el encierro de la pandemia. Podemos utilizar Zoom, me dijo. Pregunta inicial, pero, ¿qué puedo enseñar yo? ¿A borrar poesía? Me tomé el tiempo necesario para sistematizar mi propia experiencia, La pregunta inicial fue: qué necesité aprender para encontrar un método y poder compartirlo. Así nació el taller. El título Diagnóstico confirmado fue parte de una actividad y fue puesto por las participantes del taller.
Creo que la poesía necesita escribirse por el mismo motivo que necesita leerse. En ese contexto, las nuevas generaciones tienen una mirada fresca de lo que ya hemos vivido. Los aportes son muchos, ¡claro que sí!
—En tus libros más recientes, como Golpe (2023), ¿cómo abordas los temas de violencia, dictadura, estallido social y resistencia en el contexto actual? ¿Qué te llevó a profundizar en estos tópicos?
—¿Cómo lo abordo? Creo que el pacto de la poesía con el poeta propone la garantía de un inmenso misterio, un enigma que se sostiene en el tiempo y cuya única respuesta es la incógnita. En ese sentido, creo que en poesía no se habla de lo que se quiere hablar, si no de lo que se puede y necesita decir. A veces quedo aterrado por la verdad que busco. Me propongo explorar otros temas y tonos como el humor, la ironía, el sarcasmo. No me salen. Entonces en los versos aludo repetidamente a dolores ya dichos. Aún así, como me dijo una vez el poeta Giovanni Astengo, que mi poesía despellejaba los significados hasta que de los versos quedaban fragmentos, anulando el yo lírico en el poema, y que el infinitivo tomaba el lugar de ese verbo conjugado. Dibujando imágenes que son, en sí mismas, violencia. En la vereda contraria, es como decir amor en el poema, sin escribir la palabra amor.
En relación a la segunda pregunta… mmmh, que el tiempo curará las heridas de la memoria. No, no lo creo; continuarán supurando, y acorralarán por siempre a los testigos. Hechos mil veces relatados, ¿será suficiente? No, no lo es. Identificar los rasgos violentos en nuestra sociedad no siempre es tan sencillo. Debemos reconocer que estamos constantemente expuestos a la violencia, tanto al interior de la familia, como en las formas en que se ejerce el poder a través de los medios y las RRSS. Me lleva cada vez el hecho de que, afortunadamente, en la actualidad hay una preocupación general por detener la violencia. La poesía es una de ellas.
—Has prologado obras como Huesos de Jorge Montealegre y Pupilas de loco de Victoria Morrison. ¿Cómo es el proceso de escribir un prólogo para otro autor y qué criterios sigues al aceptar estas propuestas?
—Es un proceso lento. Es sentarse a leer ese libro que te han confiado, como si leyeras tus propios poemas: sentirlos; mirarlos; escucharlos. Criterio tiempo. Es por eso que la exactitud significa que un poema tiene que decir justo lo que necesita una lectora o un lector futuro. Otro criterio. De esta exactitud viene su poder de consuelo, porque la poesía sirve para alojar en la soledad de las personas un cambio. El libro Huesos, del poeta Jorge Montealegre, lo tiene. Llegó a mis manos el año 2005; su lectura constituye uno de los diez libros de la poesía chilena que me «partió la cabeza». Si bien el libro nace a propósito de la recuperación de las osamentas del Che, también lo hace por todas las osamentas en fosas comunes que ha tenido que tolerar la humanidad. El tema de las fosas comunes me acompañó por mucho tiempo. Recuerdo que por esos años me regalaron un libro-música del catalán Jordi Savall Balkan (sangre y miel) que aborda las interminables guerras, por siglos, en los Balcanes, y la exhumación de fosas comunes del genocidio en Srebrenica, que ocurrió en julio de 1995, los cuerpos de las víctimas de la guerra de Bosnia. Tuve la profunda necesidad de un desafío mayor. El año 2018 no solo cuidé su reedición, sino su prólogo. Debo reconocer, con humildad, que busqué por largo tiempo ese libro.
El caso de Pupilas de loco de Victoria Morrison es diferente. El criterio fue «talleriar» el libro en el sentido de que a una persona que lleva años leyendo —leyendo lo que sea: novela, ensayo, en este caso poesía— se le diga que no podrá entender un poema porque la poesía es compleja, es difícil. Por ese motivo, debe de ser exacto y por ese motivo acepté la invitación de prologar Pupilas de loco. Fue un tremendo honor prologar la obra.
—Tu obra ha aparecido en antologías internacionales como «San Diego Poetry Annual» en Estados Unidos y revistas literarias en España, Perú y México. ¿Cómo ves el diálogo entre la poesía chilena y la de otros países latinoamericanos?
—Una de las personas que más ha propiciado este diálogo es el poeta chileno Pedro Lastra (1932). Está en su correspondencia. En los artículos que ha publicado. Lamentablemente, en su tiempo, la información demoraba meses en llegar de un lugar a otro. Hoy tenemos herramientas disponibles para hacer posible este diálogo. Herramientas que nos permiten la instantaneidad de la comunicación. Hoy puedo comprar un libro y, si quiero, puedo contactar al autor o a la autora a través de las RRSS. Antes eso no era posible. Entonces, hoy disponemos de las herramientas para favorecer ese diálogo. Estamos sujetos a la voluntad de las personas que estén dispuestas a generar ese diálogo. Quiero destacar tres casos: Un poeta generoso es el argentino Piero de Vicari. Está constantemente, por este lado del continente, generando esos puentes. Por otro lado, la poeta chilena Margarita Bustos ha trabajado en una antología de diez poetas mujeres «NosOtras: fugas y resonancias poéticas hispanoamericanas» es un dialogo interesante, necesario sobre los cuerpos en diferentes territorios de nuestro continente. También es el caso del poeta chileno Héctor Hernández Montecinos; ha realizado un trabajo fabuloso de traernos al sur del continente toda la poesía centroamericana contemporánea. Cuando preguntamos por poesía centroamericana, qué nombres se nos vienen a la cabeza: Ernesto Cardenal; Roque Dalton. Por cierto, son importantísimos, pero el diálogo que propiciemos nos hará conocer muchos nombres más. Eso es maravilloso.
—El estallido social en Chile y la pandemia han sido temas centrales en tu trabajo reciente. ¿Cómo crees que estos eventos han cambiado la manera en que se percibe y escribe poesía en Chile?
—En la antigüedad podemos imaginar porque Homero retrató las relaciones de su tiempo, Dante y su imputación a la corrupción y la lujuria de los papas, Cervantes y su crítica moralista de la sociedad en la que le tocó vivir, el propio Walt Whitman, el único que pudo captar la fuerza de los hombres y mujeres que fundaban los Estados Unidos en el siglo XIX, sin Puskin, Rusia sería el recuerdo de una gran estepa con cadáveres congelados en el frío y zares brutales y sanguinarios, Paul Celán (1929-1970), cuya poética señala al Holocausto perpetrado por los nazis contra judíos, así como contra homosexuales, gitanos, y a su propia familia. Diría que, en nuestro continente con Ernesto Cardenal es prácticamente imposible salir vulnerable de sus epigramas, salmos, y la siempre relación política presente en su poética. Esa forma de desprenderse de lo abstracto -a pesar de su conciencia mística impoluta- para tocar lo cotidiano: la guerra de Vietnam; la dictadura de Somoza; la soledad en una sociedad de opulencia y excesos de los años cincuenta, presente en su poema «Oración por Marilyn Monroe». El presente no es la excepción. En nuestro país, poetas como David Aniñir (1971); Roxana Miranda Rupailaf (1982); Daniela Catrileo (1987); Juan Carlos Carvallo (1966), por nombrar algunos, no solo han buscado resignificar los valores ancestrales del pueblo mapuche; surge también una generación de escritores con poderosas propuestas estéticas que resignifican la marginalidad en la que han sido testigos o les ha tocado vivir. Salir de uno mismo para nombrar la realidad con toda su crudeza y belleza a la vez. Se están transfiriendo visiones de mundo, de una generación a otra. El poeta Vicente Huidobro a principios del siglo XX, re definió la poesía cuando exigió que el verso fuera como una llave, y que éste abriría mil puertas, sesenta años más tarde, el poeta Rodrigo Lira, trastocaba esa definición de Huidobro, y cambiaba esa llave por una ganzúa y nos invitaba a robar de noche, palabras al diccionario. Elicura Chihuailaf nos dice «la poesía es la llave que nunca habíamos perdido». Hay una resignificación del arte poética. Y eso que nos está diciendo es, que la poesía es dinámica, que está en constante cambio, por que nosotros estamos cambiando también.
—Trazos de amor & agua y Días de agua parecen explorar el agua como un elemento recurrente en tu obra. ¿Qué simboliza el agua en tu poesía?
—Dos libros con los que volví a la poesía entre los años 2013 y 2014. No es casualidad. Pienso que nuestra relación con el agua va más allá de la supervivencia de todos los seres vivos. Hay también una relación espiritual mística con el agua que da sentido a nuestra existencia. Ese «religare», expresado en todas las religiones que conocemos. Ese «volver a unir». Cada expresión religiosa ha dado un significado al agua en su cosmovisión de la vida. Los pueblos originarios a través del Popol Vuh, el Caicai-Vilu, etc. En ese sentido, el agua no conoce ni se identifica con ninguna raza, cultura, etnia o religión en especial; está en todos los sistemas de pensamiento de todas las civilizaciones. Un principio común a todos ellos es el agua. En estos dos libros el agua representa la vida.
—Has escrito tanto poesía como narrativa y has participado en diversas antologías de ambos géneros. ¿Cómo crees que los límites entre los géneros literarios han cambiado en las últimas décadas?
—Pienso que sí. Un género puede enriquecer y nutrir al otro. Eso puede tener fuentes diversas. Me interesa lo que logra el poeta Octavio Gallardo en su libro Zorda publicado recientemente en México, o lo que hace Daniela Catrileo en su libro Piñen (2019). Aquellas características que comparten la prosa y la poesía, y esas diferencias que se establecen y que muchas veces derivan en prejuicios acerca de géneros literarios; muchas novelas utilizan un lenguaje poético o muchos poemas también suelen ser narrativos, lo que pone en dilema al lector común que suele establecer sus gustos por géneros, cuando en realidad no existen los géneros, solamente las obras. Es la nueva frontera entre ambos «géneros».
—Tu participación en revistas digitales, como NubeCónica y Santa Rabia Poetry, ha ampliado el alcance de tu trabajo. ¿Qué opinas sobre el papel de las plataformas digitales en la difusión de la poesía contemporánea?
—Son útiles si son bien administradas. Detrás de cualquier aplicación está ante todo el ser humano. Somos nosotros quienes le debemos dar valor a estas herramientas. Lo mismo sucedió con la Tv en los 80 cuando el sociólogo y escritor chileno Pablo Huneeus escribió La cultura huachaca. Recuerdo que se instaló en la discusión nacional la utilidad de la tv. Se cuestionó su aporte. Hoy se cuestiona lo mismo. Lo comenté anteriormente. Hoy tenemos herramientas disponibles para hacer posible este diálogo entre poesía y lector de poesía. Herramientas que nos permiten la instantaneidad de la comunicación. Pienso que hoy sucede lo mismo con las IA. La pregunta que nos debiéramos hacer es: ¿Cuánto hacemos, para educar en el uso de las IA? Hoy las plataformas digitales son una tremenda vitrina. Es necesario y urgente hacernos la pregunta qué es lo que queremos mostrar. No es una discusión nueva.
—Has residido en Santiago de Chile durante la mayor parte de tu vida. ¿Cómo influye la ciudad en tu obra poética? ¿Qué aspectos de la vida urbana encuentras más inspiradores o desafiantes para escribir?
—En todo. Nadie elige nacer en un color, en un lugar, en una visión de mundo determinada. Esta condición nos plantea un desafío, que es conocer lo que nos ha tocado. Porque conocer es la única posibilidad de amar. Lo que habita en nosotros. Y amar y amarse por sí mismo. Por lo tanto, es la única posibilidad de pronunciar de manera profunda la palabra diversidad, y la ciudad es eso, diversidad. Quien no se asume a sí mismo, no puede verdaderamente hablar de diversidad. Porque implica un respeto hacia sí mismo. Una de las cosas que sucede en nuestras ciudades, es que no las aceptamos. El lugar más importante es cuando una nación o una cultura pueden rehacer su pasado, presente y futuro en la medida que la poesía dibuja con sus palabras el territorio, pero, ¿para qué? Para detenerse a conversar, porque la conversación es la única posibilidad de compartir. Hoy cuando las utopías están sepultadas, casi desaparecidas, la conversación es un acto de subversión. El modelo actual no le interesa esto; nos aparta de aquello que nos vincula en relaciones profundas, e impone su modelo de comunicación superficial y enajenado.
La ciudad tiene muchos aspectos desafiantes e inspiradores: las escaleras del metro; las ventanas de los micros; las filas en un banco; las cafeterías; un bar; las plazas que antes estaban llenas de niños y niñas, hoy lo están de perros de todos los tamaños y razas. En la ciudad hay algo más que paisajes. No solamente se trata de un territorio común. Hay experiencias, palabras; cada uno de nosotros es habitado por cada uno de los paisajes citadinos. Por eso me violenta, me agrede cuando a Santiago se refieren como «Santiasco», es mi ciudad, y la quiero con sus tonalidades de negros y grises, y azules y anaranjados cuando atardece.
—¿Me gustaría ahora pedirte 5 poemas significativos de tu obra poética?
- En el patio del fondo (Techo de Pizarreño, 1983)
- Desierto (Casa para morir, 1986)
- Poema baleado (Tiempos, 1988)
- Sábado (Fisura, 2018)
- Respuesta al diálogo con Chile (Respirar, 2020)
En este link puedes encontrar parte de mi trabajo: https://dantecajales.wixsite.com/poesia
—Como buen lector, ¿te pido una lista de diez libros de poesía chilena que te volaron la cabeza?
- Los sonetos de la muerte y otros poemas elegíacos, (1952, Gabriela Mistral)
- Canto del macho anciano, (1965, Pablo de Rokha)
- La ciudad, (1979, Gonzalo Millán)
- La bandera de Chile, (1981, Elvira Hernández)
- Introducción a Santiago, (1982, José Ángel Cuevas)
- La efímera vulgata, (2012, Enrique Lihn)
- Huesos, (2004, Jorge Montealegre)
- Cadáver exquisito, (2017, Malú Urriola)
- Nocturnal (2017, Micaela Paredes Barraza)
- Piñen (2019, Daniela Catrileo)
—Finalmente, ¿qué nuevos proyectos literarios tienes en mente? ¿Estás explorando algún nuevo territorio creativo para el futuro?
—Respiro profundo… Este mes por fin se publica un libro que he trabajado en conjunto con el pintor argentino Óscar César Mara. Un proyecto que reúne escritura y dibujo. Se titula Extravío en la palabra. Puedes oír un adelanto del libro, en este link: https://on.soundcloud.com/siq4ZQjjdP6eHbQHA
El 2025 se reedita mi segundo libro Casa para morir (1986) y la publicación del libro Queda la música. Un proyecto que llevo trabajando hace 4 años. Además de retomar la edición de mi libro: ¡Puto silencio!, una poética que aborda la temática del cuerpo como territorio.