Lunes, Diciembre 9, 2024
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Juan Pablo Meneses, autor de «Una historia perdida»

 

Se sabe poco con respecto a los pilotos que bombardearon la Moneda. Versiones sostienen que fueron militares gringos que entrenados para Vietnam se encargaron de destruir el palacio de gobierno; otros afirman que fueron milicos chilenos que tenían todo planeado sobre mapas de Santiago para liquidar al gobierno de Allende.

Dentro de todo este vendaval de historia no resuelta, Juan Pablo Meneses recuerda que en su niñez sintió caer una bomba cerca de su casa el 11 de septiembre del 73. Al parecer un piloto de izquierda había desobedecido a sus superiores y bombardeado el hospital de la FACH para hacerle frente a los militares golpistas.

Meneses se dedica a investigar este desconocido hecho en Una historia perdida. Valiéndose de distintos registros va desde lo íntimo hacia lo público para narrar una historia paralela a la oficial.

 

—El libro se construye desde diversos lugares. Hay intertextos, citas de entrevistas y libros, espacios para lo íntimo y lo público, confesiones familiares, listas de opciones y diálogos con latinoamérica desde la ciudad, los bares y sus hoteles. Me parece que una construcción desde lo híbrido le da mayor potencia a Una historia perdida.

—El otro día me decían que Una historia perdida es la primera novela que sigue la tradición de la Nueva crónica latinoamericana, y me dio risa. Después pensé que era una burla. Y ahora que lo pienso, creo que hay bastante de eso. Seguramente, porque el protagonista de mi primera novela es un autor de no ficción que vive los años del boom de la crónica. Pero siempre tuve claro, desde que decidí escribir este libro, que mi paso a la ficción no sería irme a otro mundo, empezar otro plan, renegar de lo anterior como esos cronistas que ahora que escriben novelas hablan de la no ficción como una escala menor, como un pasado vergonzoso. De hecho, cuando me preguntan cómo me siento al pasarme a la ficción, «saltando» a la novela, inmediatamente me imagino como saltando de una isla a otra, o saltando un muro alto para cruzar una frontera. Y no siento que sea así. No me interesa pasar de la no ficción a la ficción, sino que me interesa acoplar ambos mundos. Me interesa sumar las dos islas, tumbar el muro. Te agradezco que menciones que esta construcción híbrida le da mayor potencia a la novela. En lo personal, me interesa la imagen de expansión. De un texto que sea capaz de expandirse, como un cuerpo, y no que viva encogido por su campo.

Una historia perdida es un libro que adentro contiene otros libros. Aprovechaste la instancia para realizar una crónica portátil de la historial latinoamericana. Se cuentan detalles sobre fiestas, congresos, talleres, autores, formas de escritura, etc. Le das visibilidad a la interna de un género que quizás no es tan mediático.  

—Lo último que quería era hacer una novela latinoamericana, pero parece que me salió una. El protagonista es un cronista que recorre todo el continente escribiendo historias, en fiestas literarias, en talleres, congresos, viviendo en hoteles. Me interesó darle visibilidad a esos años del Boom de la crónica, porque fue un fenómeno literario muy potente en varios países. En Chile no fue tan masivo, porque aquí siempre se ha operado con esa mirada tradicional del cronista como una figura elegida que se sienta en su cafetería favorita a ver pasar el mundo. Este boom fue otra cosa nada que ver, mezclando la literatura con el reporteo, muy de periodismo narrativo en español. Pero ojo, igual pasaron cosas interesantes aquí. En el libro está todo el taller que dictó Tomás Eloy Martínez en el subterráneo de un hotel en la calle Magdalena, en Providencia. Y también está la fiesta del fin del boom de la crónica en el subterráneo del hotel Condesa del DF. Ahora que lo pienso, la crónica siempre en subterráneos y hoteles. Pero bueno, el protagonista decide escapar de esta historia tan latinoamericana, y un día decide frenar, parar, y enfocarse en contar una historia chilena. En la historia más chilena de todas: el golpe de Estado del 73. Descubre que el bombardeo a Santiago ha estado mal contado. Hay un piloto que en mitad del bombardeo giró su avión y comenzó a disparar, con furia, como poseído, contra instalaciones militares. Pero claro, esa historia que me parecía tan chilena, esa mentira tan local, también resultó ser muy latinoamericana. El golpe que derroca a Allende es un hecho político de la mayor relevancia en todo el continente, aunque hayan pasado 50 años. Y la novela, que me terminó saliendo latinoamericana, es de un cronista investigando ese error histórico.

—¿Es cierto que los cronistas no saben mentir?

—Eso dice alguien en la novela. Y puede tener algo cierto, o de mentira. El cruce de la verdad y la mentira en la ficción y la no ficción es un tema infinito, que va y viene. Uno también podría decir que los escritores de ficción no saben mentir. Recuerdo que una vez leí, al mismo tiempo, la biografía de J. D Salinger y la de Kapuscinski que publicó Galaxia Gutenberg. La biografía del gran escritor de ficción y la del gran escritor de no ficción. A las pocas páginas, en ambos libros, me comenzó a aparecer una cosa que no esperaba. Kenneth Slawenski, el autor de la biografía de Salinger, quería decirme que en realidad el escritor de ficción era súper malo para inventar y que todo lo que había escrito le había pasado, casi tal cual. Y Arthur Domoslawski, el biógrafo de Kapuscinski, explicaba una y otra vez que el gran autor de no ficción, el reportero literario apegado a la realidad, en realidad se dejaba llevar por su imaginación muchas más veces de lo recomendado. Es decir, otra vez, entramos en ese campo híbrido donde todo se mezcla para expandirse.

—¿Qué fue lo más complejo de escribir Una historia perdida?

—Fue un proceso de varios momentos complejos, lo que para un escritor es una buena noticia, me parece. Uno escribe para eso, para desatar nudos. En términos técnicos, fue difícil volver a la ficción. Si bien se me conoce mucho más como cronista, yo partí como autor de ficción. La primera vez que publiqué en un diario fue un cuento, «Vacaciones en Katmandú», en la contratapa del diario La Nación. La primera vez que publiqué en formato de libro, fue en un par de antologías de nuevos cuentistas, mucho antes de entrar en la no ficción. Pero luego dejé la ficción, la solté, dejé de usarla y la fui perdiendo, como pasa con los idiomas y con los músculos. Entonces, fue todo un ejercicio de rehabilitación el recuperar todo mi lado de ficción. Y otro desafío complejo fue que, después de diez libros de no ficción escritos en primera persona, la novela está escrita en tercera persona. Ese cambio fue otro momento complejo, pero necesario.

—Te pregunto por dos citas que aparecen en tu libro, ¿hasta dónde la literatura produce realidades paralelas y legitimadas? ¿Hasta dónde la historia es literatura?

—Una parte de la novela es una suerte de homenaje a Tomás Eloy Martínez, quién trabajó y pensó estos temas hace más de cuarenta años. Me gusta ese ejercicio que hace él, de chocar la realidad con la ficción y con la historia. La novela de Perón y Santa Evita son un buen ejemplo de eso. Sin embargo, en el caso de esta novela se suma que es la historia de alguien desconocido, y de un hecho que se ha contado mal. Es decir, mucha gente desconoce que el día del golpe un avión de la FACH bombardeo el hospital de la FACH. Ese hecho histórico existió, aunque se intentó esconder mucho tiempo. Ahora bien, de ese hecho, de esa verdad histórica, hay cuatro versiones de lo que pasó. De esas cuatro versiones, tres están publicadas en libros. La única que no estaba publicada, es la de «Una historia perdida». Ahora ya están las cuatro versiones. Es muy raro: hay un hecho histórico, y hay cuatro versiones de un hecho histórico que nadie está dispuesto a aclarar. Ni la justicia, ni las Fuerzas Armadas, ni los gobiernos. Hasta ahora, la versión que más se repite, es la que escribió un general de la FACH, lo que me parece tristísimo. La repiten, incluso, autores muy contrarios al golpe. En ese sentido, sí estoy seguro que la literatura puede terminar ayudándonos a aclarar estos hechos históricos, en la medida que nos ayude a cuestionar la realidad que nos presentan los bandos militares y las declaraciones judiciales en tiempos de guerra sucia.

—¿Te parece Una historia perdida parte de la literatura de los hijos? O prefieres no caer en categorías.

—Obviamente, prefiero no caer en categorías. Es decir, no caer yo. Pero me parece que los que la lean tienen todo el derecho a opinar. Como te decía, me han dicho que es una novela en la tradición de la crónica, que es una novela latinoamericana, que es literatura híbrida, literatura histórica. Y claro, en esa lluvia de categorías que ha disparado la novela, quizás también sea parte de la literatura de los hijos. A mi, la verdad, me tiene sin cuidado. Eso va a ser más lío para los libreros, que siempre se llevan la peor parte. A los libros de mi trilogía de periodismo Cash siempre los pusieron en categorías que yo no hubiera elegido: La vida de una vaca estaba en libros de agronomía, Niños futbolista en la sección de psicología infantil y Un dios portátil en libros de religión.

—Después de haber publicado el libro, ¿tuviste más información sobre Mandril? ¿Apareció algún otro dato o detalle?

—Me ha llegado más información, especialmente por redes sociales. El otro día me escribió un vecino del Cerro Calán, diciéndome, más bien asegurándome, que él había visto uno de los rocket golpeando contra el cerro. Eso nunca lo había escuchado. Falta mucho por saber del día que nos bombardearon la ciudad. También me escribió una persona sustentando la tesis del Pato Manns, la de los pilotos extranjeros. Me decía que eran gringos porque confundieron la piscina del colegio de las Monjas Inglesas con la piscina del estadio Israelita. Algo que un piloto local nunca confundiría. Y con respecto a Mandril, me escribió alguien muy misterioso y que quiere que nos juntamos a tomar café, pero todavía no le he querido contestar. No sé si lo haga.

—¿Qué cronistas nos recomiendas leer?

—El libro está lleno de cronistas, en fiestas, en talleres, en congresos. Casi todos son reales. De esa época del boom de la crónica latinoamericana, creo que un nombre imperdible es el del argentino Daniel Riera. En México están todos los cronistas ¡Bang!: Marcela Turati, Alejandro Almazán, Diego Osorno, Daniela Rea. En Centroamérica está Sabrina Duque. De Perú hay que leer los perfiles de Daniel Titinger. Y en Chile, sigo el trabajo que está haciendo Rodrigo Ramos Bañados con sus crónicas del norte. Creo que está contando esa parte del país como nunca se había hecho.

—¿En qué te encuentras trabajando actualmente?

—Estoy terminando un proyecto de crónicas que ocurren en Chile, que es algo que vendo trabajando hace varios años. Y hace poco más de un mes, comencé a escribir una historia que me tiene bien entusiasmado, de la que creo que puede salir algo. El único problema es que llevo más de 50 páginas, y todavía la historia no se carga ni para la crónica ni para la novela. Va por la cuerda floja, y no he querido empujarla a uno y otro lado, porque me da miedo que se caiga todo. Así que ahí estoy, escribiendo sin saber qué estoy haciendo. Ni para donde voy. Supongo que para eso uno escribe, para sorprenderse del lugar al que se va a terminar llegando.

Joaquín Escobar
Joaquín Escobar
Joaquín Escobar (1986). Escritor, sociólogo y magíster en literatura latinoamericana. Es autor de los libros de cuentos Se vende humo y Cotillón en el capitalismo tardío, ambos con la editorial Narrativa Punto Aparte.
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