Por Ernesto González Barnert
Conversé con Héctor Hernández Montecinos a propósito de su nuevo libro Contra el amanecer, una obra que cierra su trilogía autobiográfica —¿O la abre?—.
Héctor Hernández Montecinos (Santiago de Chile, 1979) es poeta, académico y ensayista. A los 19 años recibió el Premio Mustakis a Jóvenes Talentos. A los 29, el Premio Pablo Neruda por su destacada trayectoria. Ha sido incluido en Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (2010) de Pre-Textos y El Canon Abierto. Última poesía en español (2015) de Visor, entre otras compilaciones fundamentales. Su proyecto poético, Arquitectura de la Mentalidad, comprende La Divina Revelación (1999-2011), Debajo de la Lengua (2007-2009) y OIIII (2012-2019). En el ámbito del ensayo autobiográfico sobre el quehacer poético, ha publicado Buenas noches luciérnagas (2017), Los nombres propios (2018) y cierra esta trilogía Contra el amanecer, todos por RIL editores.
«En un momento en que todo se parece a todo, en que lo común se ha convertido en una forma de falsa paz de las formas, es que la poesía ha sido devuelta a las catacumbas de la civilización, esto es, a un pensamiento, una memoria y un lenguaje perseguidos por un orden primario, pero también por el caos del fin de todo. En ese punto medio, más allá del génesis y antes del apocalipsis, es que ciertas poéticas pusieron en práctica un tinglado de singularidad desde donde cualquier escatología es siempre entre el habla y la lengua, entre el ruido y la doble articulación».
A partir de Contra el amanecer, surge una conversación sobre la radicalidad poética, el desgaste de las estructuras institucionales y el «fin del mundo». La poesía de Hernández Montecinos ha sido un trayecto marcado por la intensidad de una juventud poética que habitó un contexto feroz (Pachakuty, Hiperdictadura, Individualismo, Capitalismo). ¿Esa intensidad sigue vigente hoy o se ha transformado? Su obra parece un mapa de viaje mental y físico por Latinoamérica, en el que los encuentros con figuras como Francisco Nájera, Alfonso Kijadurías y Alfonso Chase dejaron huellas determinantes. Su proyecto de una caravana poética de Tijuana a Chiloé, aunque nunca concretado, sigue latiendo en su escritura como una cartografía de lo imposible.
En su paso por distintos países, enfrentó episodios de desesperanza, como su retorno de una feroz depresión en Ecuador o un desastroso encuentro en Venezuela. La muerte está presente en su poesía como un espectro que recorre los cementerios que visita. Su reflexión sobre la radicalidad poética apunta a la creación de una singularidad irreductible, una resistencia contra la homogeneización del lenguaje.
—Los nombres propios marca un punto de inflexión en tu vida al decidir ser poeta. ¿Cómo influye esa decisión en la construcción de tu identidad y en la relación con tu propia historia? ¿Crees seguir escribiendo como me decías en el 2007 para el padre muerto que es uno mismo?
—Materiales para un ensayo de vida es una trilogía de libros autobiográficos, novelas imaginarias ensayando sobre la imaginación literaria por un fantasma que está siempre bordeando lo espectral de una vida y una memoria que decide volver a lo que escribió, lo que leyó, lo que vivió, como si estuviera siempre en su último momento. En ese contexto, Los nombres propios es el primero de ellos y donde se da la lucha entre Adrián y Héctor, los dos protagonistas del libro, por saber quién es el otro de quién. No obstante, más que sobre una infancia homosexual, escindida, trata sobre la sensación de ser hijo homosexual, esa que está entre el abandono y la pulsión, entre el silencio y el nacimiento de una voz que se expresa en cartas, diarios de vida, poemas y cuentos infantiles, esa que quiere que todo siga igual por siempre, pero también que quiere transformarse en su propia autoridad, su propio padre, pero el padre muerto que es siempre el autor con respecto a su propia obra. El libro es en sí mismo una terapia psicológica convertida en escenas de lectura, de escritura, de vida, que fue una recomendación médica en el año 2015 por el tema de la hiperlexia. Me interesaba la relación que hay entre el lenguaje y el universo primordial, por ejemplo, de un niño de 9 años que piensa en suicidarse por el vacío y la culpa que siente. Un niño raro, un niño loco, un niño triste, que será quien escriba todo el resto, su propio fantasma, como en el poema «Los colores y papá».
—En Buenas noches luciérnagas, hablas de una juventud poética intensa en un contexto de poesía chilena igualmente intensa. ¿Crees que esa intensidad sigue vigente hoy o ha mutado en algo distinto?
—El 2014 organicé el Seminario Nueva Poesía Chilena donde nos reunimos un centenar de poetas a pensar nuestro presente, nuestros lugares de enunciación, las tensiones entre las poéticas, ya sea las formales y textuales como también las ridículas y personales. Mi intención era publicar luego las memorias de ese encuentro, pero no se pudo, entonces Buenas noches luciérnagas, de algún modo, son esas actas, también espectrales, donde todos hablamos de todos contra todos y para mí eso es una forma de amor. Las políticas de la poesía no son solo las preguntas de cómo vivir juntos, sino también de cómo morir juntos que es, finalmente, creo yo, el sueño que todos tenemos. En este mundo por donde circulan novelistas que se sienten poetas, poetas que viven vidas de novela, personajes que se salen de sus libros y libros que nadie leerá, es que todo tiene cabida aquí como en la propia muerte. Nos apasionamos porque sentimos que todo es la última vez que lo veremos, que lo compartiremos o la que lo recordaremos y esa es la intensidad que atraviesa el libro y que, ciertamente, es muy distinta a lo de hoy donde la experiencia, después del estallido, la pandemia y la precarización, ha sido fracturada de manera total en su reiteración individualista donde pareciera que pasa mucho, pero no pasa ni cambia nada. No hay interés en ni siquiera pensar nociones, aunque problemáticas, al menos servían para reflexionar sobre eso común como campo cultural, generación, escena literaria, pero fuera del espejismo de, entre otras cosas, las redes sociales.
—Contra el amanecer parece funcionar como un mapa de viaje físico y mental a través de Latinoamérica. ¿Qué encontraste en esos trayectos que no habías encontrado en Chile?
—Entonces, Los nombres propios es mi vida hasta los 19 años que es cuando decido ser poeta, lo que continúa hasta los 29 está en Buenas noches luciérnagas y es la juventud de un poeta intenso que siente que la poesía chilena, también intensa, es su casa para bien y para mal. Contra el amanecer comienza a un año exacto de haberme ido a México que es cuando me anuncian el Premio Neruda. Vivía con mi pareja, teníamos una editorial cartonera, él había recibido el premio Elías Nandino, escribíamos mucho y la vida era la poesía donde todo podía pasar y todo pasaba. Yo tenía el delirante proyecto de hacer una Caravana poética desde Tijuana a Chiloé por tierra con decenas de poetas en tres meses. Obviamente, no se pudo realizar, pero el resto del libro termina siendo ese itinerario a destiempo y en otras condiciones. Están los apuntes de viaje, por ejemplo, de Centroamérica donde conocí a alucinantes poetas como Francisco Nájera de Guatemala, Alfonso Kijadurías de El Salvador o Alfonso Chase de Costa Rica, verdaderas leyendas. Un desastroso encuentro en Venezuela acusado por los chavistas de espía fascista, el retorno de una feroz depresión en Ecuador, mi búsqueda de las tumbas de Gamaliel Churata en Perú, de Jaime Saénz y Arturo Borda en Bolivia o la de Piglia en Chacarita reflexionando qué es la vanguardia, cuáles son las condiciones de las poéticas latinoamericanas y, sobre todo, cómo leerlas desde una manera activa y radical, es decir, inventando una teoría.
—La idea de una Caravana poética de Tijuana a Chiloé era ambiciosa y no se concretó. ¿Crees que ese proyecto fracasado de algún modo sigue vivo en tu escritura?
—El sueño de una Caravana poética que cruzara todos los países del continente fue un proyecto real que no se pudo concretar el 2010 en el contexto de los Bicentenarios, sin embargo, ese mismo año apareció el primer volumen de 4M3R1C4 que recogía todo ese espíritu de que viajar y leer son absolutamente lo mismo. Desde México, que hasta no hace tanto era un imperio cultural, hasta el sur de Chile que es donde se pierde mi propia historia, haciendo talleres de edición cartonera que fue una experiencia clave en esta lectura territorial del siglo XXI como aquel proyecto y, en efecto, el objetivo de este libro. Asimismo, se pretendía conectar todos los festivales de poesía existentes en Latinoamérica porque allí se estaba pensando lo que era ser poeta contemporáneo, rearticulando genealogías críticas, la autogestión radical, la edición como sedición y los nuevos usos de la tecnología e internet como un ruido colectivo donde también la poesía podía hablar. Es lo que fue Poquita Fe, que el año pasado celebró dos décadas desde su primera versión y, ciertamente, lo que quise fueran los ejes del encuentro Siglo de oro de la poesía latinoamericana en Barcelona, Madrid y Granada durante todo el mes de octubre del 2022. Cuando yo viajo, yo escribo, yo leo, yo compilo, somos muchos y ese exceso de vida es lo que le da sentido a todo lo que a su vez le falta.
—En tu recorrido por Latinoamérica, mencionas encuentros con figuras como Francisco Nájera, Alfonso Kijadurías y Alfonso Chase. ¿Hubo algún momento en particular en esos encuentros que marcara un antes y un después en tu concepción de la poesía?
—En el libro aparecen decenas de poetas como Francisco Nájera, Alfonso Kijadurías y Alfonso Chase que son fundamentales, ciertamente, en la poesía centroamericana como también lo son Ana María Rodas o Rolando Costa. Desde el Caribe, Cayo Claudio Espinal o José Kozer quien me dice en una carta que su ideal poético es «escribir para desaparecer» que creo es el sentido profundo del barroco. Mis encuentros con poetas tan queridos como Roy Sigüenza o Marosa di Giorgio en un taxi en Santiago con Dios, pero también contemporáneos míos como Ernesto Carrión de Ecuador, Manuel Barrios de Uruguay, Yaxkin Melchy de México con quienes hicimos el libro Atlántida que creo apunta a esa mística de lo que ha sido el primer cuarto del siglo XXI, entre muchos otros/as más. Cómo no mencionar de Chile, ciertamente, a Raúl Zurita quien ha sido el que mejor me ha leído, entendido y acompañado desde los 19 años como también a Carmen Berenguer a quien extrañamos profundamente. Esta vida con todos ellos, con Stella Díaz Varín, Antonio Silva, Pedro Lemebel, Malú Urriola, tiene la hermosa virtud que la distancia entre muertos y vivos no existe y ese es mi antes y mi después.
—Describes un desastroso encuentro en Venezuela, el retorno de una feroz depresión en Ecuador y una serie de búsquedas en cementerios. ¿Qué papel juega la muerte en tu relación con la poesía?
—Para mí el autor siempre está muerto que es lo que explicaría su fascinación con lo que ya no tiene que es el lenguaje, los recuerdos, las nuevas ideas. De allí que esta trilogía también se llame Teoría del espectro. La muerte es el horizonte desde donde todo adquiere proporción, perspectiva e importancia, ya sea la muerte de quien escribe, la muerte de las sociedades, del propio planeta o del universo en un futuro probable donde todo sea devorado por el último agujero negro para terminar en un fotón que dará luz a otro universo mañana. Pienso mucho en Mauricio Wacquez quien proyectó tres tomos de su trilogía autobiográfica, La oscuridad, muy parecida a la mía en cuanto a la estructura de una infancia y adolescencia hasta los veinte, una juventud hasta los cuarenta y una madurez hasta los sesenta, pero murió antes de que se publicase el primer volumen que es Epifanía de una sombra (2000). Entonces, finalmente, quién escribe, quién deja de escribir ¿el lenguaje, la vida, el archivo, la muerte?
—Hablas de una poesía excepcional en el continente, ¿cuáles son, para ti, las condiciones que hacen que una poética sea verdaderamente radical y transformadora?
—Contra el amanecer, por una parte, es el fin de ser un joven poeta, pero por otro lado, conviviendo con los infrarrealistas, horazerianos, neobarrocos, mis contemporáneos, amigos y enemigos. Delirando en el lago Atitlán de Guatemala y en Palca en Bolivia, buscando libros extraños, poéticas raras, reflexionando sobre los estados de excepción nacionales y globales, pero también sobre esa poesía excepcional que luego reuní en los tomos de 4M3R1C4 y que invitamos como pudimos a los festivales Poquita Fe entre el 2004 y el 2024. Escrituras que amplían su presente, que doblan estructuras, por ejemplo, de la novela o el ensayo, que generan pliegues con otros materiales, que usan el poema como medio para otra cosa y no como fin. Es una vida y media, de escritor y lector, un exceso de vitalidad a través del continente casi al pie de la letra de la cita de Pablo de Rokha al comienzo del libro: “un rostro que suda sangre y un viaje heroico, una estupenda aventura del corazón, una polvorosa aventura y una gran cabalgata dura y fenomenal del conocimiento”. Una suerte de atlas de la poesía latinoamericana, pero en primera persona, desde un inframundo que es el propio lenguaje que es el que hablan también los poetas muertos, suicidas, como Julio Inverso de Uruguay o Kelver Ax de Ecuador, de quien cuento cómo nos encontramos en el más allá de la propia poesía. Definitivamente, es un cierre, en efecto, de la trilogía autobiográfica, pero también de un mundo que ya no se parece al descrito ahí. Incluso el campo cultural ya no es el mismo, los festivales, los libros, la noche. Perdimos algo importante y veo difícil volver a recuperarlo por la sencilla razón de que aún no sabemos lo qué es y eso produce más pena, no nostalgia, sino que una profunda pena.
—«Perdimos algo importante y veo difícil volver a recuperarlo», escribes. ¿Podrías intentar nombrar o definir qué es eso que se perdió?
—Cuando comencé La Divina Revelación en 1999 se decía que era un fin de mundo, luego cuando aparecieron los primeros poemas de Debajo de la Lengua en 2007 yo estaba en un propio fin de mundo personal y en 2012 cuando empecé OIIII se creía lo mismo. El libro lo termino en 2019 y cierra con el siguiente verso: «Este mundo ya llegó a su fin». A lo que voy es que el siglo XXI dio inicio con su propio apocalipsis y en esa inversión de escena, Pachakuti como se llama en el mundo andino, es que de ahí en adelante todo ha sido un estado de excepción que es lo que quise conceptualizar con lo de Hiperdictadura. No para pocos el mundo y algunos países como Chile son otros desde el estallido social de ese año, la pandemia que le siguió y todas las crisis que tenemos hasta hoy. Un modo de vida desapareció con la radicalización del narcotráfico como el más rotundo éxito del capitalismo neoliberal en donde desde el vagabundo hasta los más altos políticos y empresarios son parte del consumo. Esa fractura anuló, por una parte, lo que antaño era la lucha de clases, pero sobre todo tuvo su correlato en los medios de comunicación, entretención y redes sociales en que las personas se han convertida en adictas de sí mismas sin juicio crítico. El narciso no muere por el exceso de amor hacia sí mismo, sino porque no tiene un otro y ese es el gran problema de hoy: perdimos el interés por el otro, por lo otro, por la alteridad, por las otras formas de existencia que no se parecen a las propias. Una lucha mal enfocada por la identidad, por ser idéntico a sí mismo y, por otro lado, la violencia y el terrorismo, terminaron por cercar toda posibilidad de un afuera y eso es el «fin del mundo», es decir, cuando ya no hay nadie más fuera de la burbuja de intereses.
—Tu retorno a Chile fue amargo y el paso por el doctorado decepcionante. ¿En qué momento sentiste que Chile ya no era tu casa?
—En lo que respecta a Chile es también un viaje, uno que va desde un amargo retorno al país, un decepcionante paso por un doctorado hasta registrar día a día en un diario de vida lo que fue el estallido social, la pandemia y los primeros viajes a Lima y Bogotá en ese nuevo estado llamado «normalidad» que nunca lo fue. Hay mucho ímpetu en estos escritos, mucho apasionamiento, porque, de algún modo, todo está filtrado por un presente que excede los límites de lo que era la ficción. Mucha rabia contra el Chile del que me había ido, pero luego también con sus instituciones educativas, estatales, policiales, judiciales. Posiblemente, me excedo en muchas de mis apreciaciones en esa contingencia y hoy veo las cosas desde otro lugar, uno menos combativo, uno más desde afuera de todo que desde esa primera línea que a veces cree ser uno frente a un destino colectivo.
—En tu diario del estallido social, la pandemia y la «nueva normalidad», reflejas una rabia profunda contra las instituciones chilenas. ¿Esa rabia sigue viva o ha mutado en otra cosa?
—De algún modo, se trataba de una rabia y una decepción, pero también una pregunta dolorosa por cuáles eran los límites de lo real que en ese escenario significaban las personas que perdían sus ojos en el estallido o los muertos en la pandemia. Se quiso hacer mucha ficción sobre estos procesos y resultó obsceno porque el dolor ajeno no se puede representar ni menos capitalizar como hizo el Frente Amplio con el descorazonado desempeño que ha tenido, justamente, en hacer manifiesto su interés real por el Chile real y no por esas ficciones que suele hacer la política cuando cree que es un fin en sí mismo y no un medio para otra cosa mayor.
—Dices que con el tiempo has cambiado la perspectiva, pasando de la primera línea a un lugar más externo. ¿Esa distancia es una forma de madurez o un síntoma de agotamiento?
—Durante todo este tiempo excepcional mi pregunta fue cómo ser activista sin ningún tipo de activismo, cómo hacer circular otros discursos, cuerpos y territorios por lo que uno tenía a mano sin contaminarlos con las utopías o decepciones propias. Por ejemplo, el estallido está descrito de principio a fin en toda la poesía de Diego Ramírez y Brian, el nombre de mi país en llamas desde su primera versión como plaquette en 2008 hasta su versión final como libro en 2015 es la radiografía íntima de las pulsiones de vida, deseo y muerte que cruzaron todo ese tiempo. En Contra el amanecer aparece una correspondencia mía con Sebastián León, destacado psicólogo y psicoterapeuta, sobre las imbricaciones entre poesía, herida, interioridad y política que eran las preguntas por ese Chile reciente. También una entrevista en The Clinic donde digo que finalmente nos queda el silencio y hay que volver a leerlo, entenderlo, vivirlo desde ese devenir imperceptible. En la estructura total de la obra hay una serie de conceptos que se repite de manera incesante y figurada: caos, cosmos, mundo y vacío. Estamos saturados de mundo y al mismo tiempo al borde del vacío. Ese es nuestro ahora y el ahora de nuestras escrituras.
—En la trilogía autobiográfica que cierras con Contra el amanecer, hay una fuerte tensión entre el delirio, la lucidez y el exceso. ¿Es posible escribir sin esos elementos o crees que son inseparables de tu poética?
—Para mí, las poéticas autobiográficas son siempre novelas experimentales porque la vida misma es esa experimentación con sus materiales nobles y de relleno, sus momentos sublimes o de infinito patetismo, su voluntad a ultranza o las ganas de que todo y todos desaparezcan. El delirio, la lucidez y el exceso son los del lenguaje sobre esa vida y no al revés. Ni siquiera se trata de un tiempo porque lo que se hace es mirar el presente desde sus afueras como lo son otras genealogías, desde la vanguardia de los años veinte del siglo XX hasta el «fin del mundo» que es nuestra más radical actualidad; desde otros espacios, por ejemplo, como España que fue donde se me ocurrió comenzar Buenas noches luciérnagas al darme cuenta de la cantidad de materiales dispersos con que se podía construir, reconstruir, destruir, el relato de una vida tal como me pasó con Los nombres propios estando en Francia y Contra el amanecer dando vueltas en Lisboa preparando mis apuntes para una conferencia sobre una lectura contemporánea de Neruda. Siempre se trata de otro lugar, de otro mundo, que son los conceptos que cruzan el libro desde la idea de inframundo con el Mictlán, Xibalbá y Xólotl, los cuartos oscuros del campo cultural o el «falso vacío» que en física teórica es cuando un universo se cree estable hasta que aparece otro con un estado menor de energía y así sucesivamente.
—Has convivido con los infrarrealistas, horazerianos, neobarrocos, entre otros movimientos. ¿Sientes que esos grupos han dejado una huella en tu voz o siempre buscaste mantener una autonomía creativa?
—México es un universo y pasaban cosas alucinantes como, por ejemplo, recibir en casa, a Rebeca López, la viuda de Mario Santiago Papasquiaro que, lamentablemente, también falleció. Una gran mujer. Convivir con algunos de los infrarrealistas, presentar sus libros como Perros habitados por las voces del desierto: poetas infrarrealistas entre dos siglos de Rubén Medina o la exposición «Infrarrealistas en Chile» que estuvo en un lugar tan icónico como La Perrera, como también los correos que nos mandábamos con Bruno Montané muchos antes de conocernos en Barcelona el 2015. El mismo Bolaño aparece mencionado en los tres tomos de la trilogía. En lo que respecta a Hora Zero tuvimos una bonita relación con Enrique Verástegui que comenzó pidiéndome un millón de dólares y luego acusándome de ser un «traidor» como el autor de Los detectives salvajes. Recibí de manos de Tulio Mora su ejemplar propio de la primera edición de Los broches mayores del sonido en un último día en Lima o con Jorge Pimentel estuvimos en una ceremonia religiosa conmemorando un año de la muerte de Enrique. Con los llamados neobarrocos tenemos una amistad y complicidad hace mucho como Roberto Echavarren que ha estado en varios Poquita Fe, lo presenté en la Cátedra Abierta en la Universidad Diego Portales, escribí la contraportada de la edición de RIL de El caballo amarillo, su poesía reunida desde 2005, o la inclusión de mi poesía en su libro Indios del espíritu: muestra de poesía del Cono Sur. También con varios de los poetas que aparecen, por ejemplo, en Medusario como Tamara Kamenszain, Eduardo Milán, José Kozer, Reynaldo Jiménez, Eduardo Espina, entre varios otros. Lo que quiero decir con esto es que soy un afortunado de haber convivido en el mismo tiempo y espacio con poetas que admiro, leo, me hacen delirar y ampliar lo que creo de la poesía. Sus vidas, sus muertes, sus escrituras, son parte de lo que yo soy y eso es una emocionante misión.
—Nombras a suicidas como Julio Inverso y Kelver Ax, y hablas de un «más allá de la propia poesía». ¿Qué significa para ti ese más allá?
—El más allá de la poesía no es otra cosa que la propia vida y es donde a veces nos encontramos estos bichos raros, luminosos y oscuros, que somos los poetas. Otras veces toca ir en busca de ellos como pasó en Uruguay con la obra y vida aún dispersa de Julio Inverso o en México con el genio místico que fue Manuel Capetillo porque, finalmente, todos somos «detectives salvajes» tras la poesía, siguiendo un rastro invisible en las noches sin dormir y los días sin fin. Es lo que me pasó con Enrique Verástegui cuando Raúl Zurita me dijo que lo encontrara, con Chantal Maillard y Dionisio Cañas en España, con Raúl Arias de los tzántzicos en Ecuador o los poetas centroamericanos mencionados anteriormente. Hay otros que quisiera hallar como el ecuatoriano Juan Andrés Heymann o el uruguayo Ricardo Henry; saber qué pasó con la poesía de Leonardo Vidales, hijo del autor de Suenan timbres, o Carlos Illera Benavides, censurados por su sexualidad en Colombia. Por su parte, el hallazgo de las obras de Gamaliel Churata o Arturo Borda significaron mucho para mí porque pude encontrar una genealogía no solo de mi escritura, sino de todo un presente que se desborda en la poesía a otros géneros, otros registros, otros límites que es donde también estaba Kelver Ax en Ecuador. Me leyó, fue a mis recitales cuando pudo, me escribía con mucho cariño y me envío por internet una copia de su último libro que no se conocía cuando se hizo la edición póstuma de su poesía completa. Fui a su tumba en Loja, como a la de Jaime Sáenz en La Paz o la de Piglia en Buenos Aires y, para mí, esos son los pedacitos de eternidad.
—¿Si tuvieras que definir tu poesía con una sola imagen, cuál sería?
—Lo que he hecho en literatura está entre el fantasma de la escritura y el cadáver que quiere borrar todo lo escrito. Esa es la imagen que recorre Arquitectura de la Mentalidad, que es la trilogía de poesía-novela que comprende La Divina Revelación, Debajo de la Lengua y OIIII, también Materiales para un ensayo de vida que son las novelas-ensayo, los libros autobiográficos, de Los nombres propios, Buenas noches luciérnagas y Contra el amanecer, pero incluso de la tercera trilogía, de ensayo-poesía, que aún está en proceso de escritura y que se llama Fragmentos contra una teoría del caos. Por su parte, estas tres trilogías tienen tres títulos secretos que son Teoría del duelo, Teoría del espectro y Teoría de la eternidad, respectivamente, y que en la totalidad de nueve libros que conforman recibe el nombre de Proyecto ION que, entre otras cosas, es el título inverso de mi primer libro NO! (2001). Hay otros dos Proyectos más que dan origen a una súper trilogía que se llama Tratado de la Fascinación que, a su vez, junto a otros dos Tratados más completa una totalidad que he denominado Hiperlexia. Ese total son cerca de una cincuentena de libros hasta el 2035 y, posiblemente, el fantasma y el cadáver aquel sea yo mismo terminándolos desde otro lugar del universo.
—En el 2007, en la entrevista que te realicé para Letras.s5, me contestaste: «La poesía me salvó la vida. Me saco de la miseria más absoluta, de la pena más grande, del anonimato más desolador». ¿De qué no te ha logrado sacar?
—En el libro hay algunas entrevistas que me hacen, por ejemplo, Darwin Bedoya desde Perú donde uno se explaya sobre la vitalidad de la poesía chilena, la vanguardia latinoamericana o el poema en su triple anclaje de objeto, obra y operaciones; Jesús Montoya, que hizo su tesis de maestría sobre Debajo de la Lengua, me pregunta sobre la reescritura y su voluntad de lenguaje o con Carlos Lloró y María Alzira Brum hablamos desde algo así como una tecnomística de la poesía contra la simulación entre ruinas y la Corporación Literaria. Hay otras más, pero lo que quiero decir es que la entrevista es una suerte de psicoanálisis de la propia literatura hecha por la propia vida y en esas transferencias uno se piensa ahí que es lo que hice cuando te digo que «la poesía me salvó», pero también es allí cuando uno, justamente, piensa en qué cosa la poesía fracasó y creo eso es la felicidad. La poesía no me hizo feliz como tampoco la vida y en ese estado constante de pena es que cada momento de felicidad es de vida o muerte, en realidad, es de vida y resurrección. Uno sigue siendo el niño raro, el niño loco, el niño triste.
—Por último, a propósito de tu libro con Zenaida Suárez (Juan Luis Martínez: pequeña cosmogonía práctica, de ensayos, testimonios, materiales, sobre el poeta), quisiera pedirte una lista de tus diez libros de poesía favoritos chilenos?
—Si tuviera que hacer una lista de diez libros de la poesía chilena que me son importantes comenzaría con Selva lírica (1917) que es donde se da cita su pasado que no pasa y su porvenir que no viene, luego, sin duda, Los gemidos (1922) de Pablo de Rokha que es el que hace que Chile ingrese al quiebre de lo contemporáneo, además es el año que sitúo como el inicio de lo que he llamado el Siglo de oro de la poesía latinoamericana. Desolación (1922) no solo porque es de ese mismo año, sino porque me gusta imaginarlo como su último libro que, en cierto modo, lo es porque Mistral comienza a publicar a los 13 años en diarios locales y cuando ya aparece el libro tiene 33 años, se va de Chile a México y es, en efecto, un cierre. De Neruda me quedo con el Tomo I de su Poesía completa por poemas que me conmueven de sobremanera como el saludo a la Mamadre a sus 11 años aunque, en general, toda su poesía infantil y adolescente es preciosa, el poema «Amigo» de Crepusculario (1923) que me parece el primer poema homoafectivo de la poesía chilena o el «Aquí estoy» (1935) que son siete páginas de odio puro. De Huidobro me quedo con Adán (1916) porque parece escrito por una Inteligencia Artificial, pero, sobre todo, por el poema “El caos” que es una descripción del Big Bang veinte años que se inventara dicha teoría. De Nicanor Parra me quedo con el primer volumen de sus Obras completas & algo + porque allí está concentrado todo su genio; de Gonzalo Rojas, su Esquizo es cuando el poeta habla cara a cara con el universo. La caja de La Poesía Chilena es un misterio que aún no se resuelve como todo lo del sistema operativo que es Juan Luis Martínez, La Vida Nueva de Raúl Zurita inaugura una mitología chilena como un inconsciente de la lengua americana y Naciste pintada de Carmen Berenguer cierra el siglo XX sobrevolando todo lo que llevamos de XXI. De bonus track mencionaría libros que aún no existen, pero que sueño, deliro, con que aparezcan en un solo volumen como la poesía completa de Cecilia Vicuña, Soledad Fariña, Carlos Cociña, Morales Monterríos, Piero Montebruno, Pedro Montealegre, Paula Ilabaca, Diego Ramírez o Daniel Medina Lillo, nacido ya a mediados de los noventa. Todo esto es mi cajita de la poesía chilena, sus placas tectónicas, el gran discurso nacional de la muerte.