He visto anochecer con mis ojos de muerta
El viejo azul de los andes
Eugenia Brito
Por Camila Albertazzo P. (poeta y académica)
La montaña se erige frente a mí. Me exige la contemplación completa, la entrega al silencio y su gravidez en todos los viajes por Atacama. Recorro, cada vez que voy desde La Serena a Copiapó, al menos unos trescientos kilómetros de tonos terracotas, ocres, amarillos y naranjas. A la ciclicidad del paisaje se le suma el silencio que domina la pampa y el cerro, que desemboca en las olas turquesas de Caldera o Bahía Inglesa, que culmina en las noches estrelladas y azules de Tierra Amarilla. Viajar a Atacama, no cabe duda alguna, es viajar hacia adentro.
A inicios de este año, en una conversación a propósito del festival Desierto Libro; Milenko Bogdanic, un pintor querido, me dijo que lo que importaba en el desierto era el paisaje que latía debajo. Lo pensé varios días y caracoleó en mi mente la frase por su cauce cierto. La cinética de lo que operaba bajo la tierra y construía remantentes miceliares, tropos urgentes de vida que no podía el ojo humano ver con la claridad del bosque del sur era ese desierto. Se me figuraron a mí abrazos vinculares bajo la tierra, arenisca infinita donde cabían todos los poblados, los cactus, los pimientos, los chañares.
Esa universalidad abierta, infinitas posibilidades del nombrar como diría Umberto Eco, me parece a mí que delimita el trazo de Eliana Hernstein y Daniel Ramírez, en este ejercicio instalativo y poético. Con Poema de atacama he podido observar el desierto con la clave del color, del amor, pero también de lo que clama hoy en ese territorio tantos años despreciado por su aparente inutilidad de flor. Ramírez, en el texto que abre el pequeño plaquette que hoy descubrimos, comienza preguntándose qué es el desierto. Respuestas, como las luces estelares de las noches copiapinas, hay por miles. La respuesta más obvia, bien lo saben Ramírez y Hernstein, son palabras como sequedad, escasez, infertilidad, es decir, todo lo inhóspito para la vida. También la siguiente respuesta es Minería. Y ahí Ramírez propone una doble filiación desde lo estéril y lo fructífero. Desierto imposibilitado de procrear vida, infinito en posibilidades de dar minerales y sol.
Sabemos que el norte posee esta doble consigna, Ramírez muy bien lo toca cuando dice «el desierto chileno entonces, es un cuerpo enfermo telúrico que adolece». Toca Daniel acá dos fibras interesantes. Por un lado; la capa yerma que toca el sustantivo desierto y, por otro, el espacio geocinético que se desdobla en sus capas dérmicas más ocultas y que haces que el desierto cobre vida en los tremolares cotidianos de la capa de Nazca. Sobre el cinturón de fuego del pacífico, el Desierto de atacama conduce la energía bajo cuerdas, miceliar como Milenko me había advertido en ese último viaje a mi norte amado.
Si tomamos justamente este último cauce, nos encontramos otro ramal encasquetado al desierto. El descenso del agua.
La hidrogeología, los cauces de los pocos ríos que quedan, la pulsión de las cuencas cada vez más escuálidas y subterráneas, todo apunta a la falta de, a ese vacío que han puesto de obligado las empresas de la Gran Minería; una actividad tan doblefiliativa como el desierto. Porque el hambre de la gente es el que manda y la sed, que viene en botellas de la coca cola, pasa inadvertida por momentos. Ramírez bien sabe lo que significa esto: enfermarse. Lo explicita cuando dice «No obstante, a medida que estas simientes laborales luchan por no enfermarse junto con el cuerpo que las cobija, también lo hacen especies silvestres que ven sus días amenazados por el capital depredador» (15).
La tierra hendida y triturada hasta el hartazgo produce cuerpos febles, frágiles pieles como diría Jean Luc Nancy, una capa dérmica vulnerable, osmosensible a cualquier cangrejo derivado de los relaves, el fracking o las nubes de polvo ácido que a veces envuelven las ciudades-sacrificiales mineras. Aquí, llegados a este punto en el que Ramírez nos alerta certeramente, es donde nadie quiere oír. Aquí es donde ha ganado la potencia fagocitadora del capitalismo contemporáneo.
La filósofa Belga Isabelle Stengers, en su ensayo En tiempos de catástrofe. Cómo resistir a la barbarie que viene nos alerta de este error de proporciones bíblicas. En este ensayo, Stengers nos llama a reflexionar en tanto potencia micropolítica. Nos dice que somos necios y necias al permitir el paso del capital que Ramírez acertadamente llama «Depredador» y nos interpela recordándonos que somos nosotros mismos quienes nos convencemos, pensando que no somos responsables «no se trata de acusar, como ocurre en la denuncia de complicidad o corrupción. (…) Aquellas y aquellos a quienes la necedad ha capturado no merecen ni acusaciones ni indignación, porque lo que importa es bajo qué dominio están. Y ese dominio es sensible en todos los niveles de responsabilidad, y a todos los conecta, inclusive a aquellos que resultan ajenos a los intereses directos del capitalismo contemporáneo»(118).
Stengers, al igual que Ramírez, disputan a la razón lógica el campo de la necedad. En Atacama la doblefiliación del desierto se ejerce bajo el dominio del hambre. Somos necios aquellxs que llamados por nuestras últimas necesidades transan el paisaje, el agua y la geometría. La necesidad, creada por el imperio contemporáneo, despoja de claridad a los nortinos y nortinas, obligados bajo el dominio hegemónico capitalistico, falologocéntrico, a agachar la cabeza para seguir comiendo y bebiendo el agua contaminada del desierto de Atacama. Somos necios porque el sistema que impera no permite fisura allí donde podría haberla, y la denuncia es magra cuando hay tanta necesidad de derechos fundamentales. Por eso nos volvemos sordos, ciegos y necios.
Los libros expandidos, como Poema de atacama vienen a llenar un poco el vacío de la necedad, a alertarnos de lo que podemos perder. Pero no se queda solo en la denuncia.
El texto se construye en espacios alternos donde la poesía, de la mano de la escritora copiapina Eliana Hernstein, toma su lugar preponderante.
Con notaciones científicas alusivas a minerales propios del desierto de Atacama, Hernstein va urdiendo el tejido de la visión vincular, el ojo que Ramírez puso en la urgencia lo pone Hernstein en la imagen cotidiana, la que humaniza la denuncia, que propone otro campo de sentido alternativo. Nortina indiscutible, Hernstein no sólo destaca el rol del cotidiano sino además nos recuerda que la jerga científica se cuela en la rendija del poema. Con títulos como Cinabrio, Oropimente o Crisocola y su notación en la tabla de elementos, la escritora va dejando un rastro de lo que la minería dibuja en el imaginario del Norte. Casi todos y todas quienes incardinamos allá, guardamos rocas en nuestras casas. Cuarzos, piritas, rosas del desierto, lapislázulis, combarbalitas. Sabemos bien que el oficio de minero es inevitable en todas las familias. Consecuencia de ello es lo natural que resultan para mí las palabras Escofina, Limonita, machar, harnear o rejalgar. Los siete textos de Hernstein poseen una dimensión humana y geodésica profunda. “La cuña guarda el silencio de la roca” nos abre el primer poema.
Aliados a la geometría están los vínculos y las emociones. El amor aleación, material mineral unido a la muerte, al miedo, a la valentía. «ruina de llanuras/ antojo del sustento/ veneno de quienes no toman siesta» nos replica Hernstein; y se puede pensar nuevamente en la tarde que quema, en el verano inacabable de los almuerzos copiapinos. Allí habita el silencio conocido de los habitantes de ese trozo de sal. Nos lo recuerda la poeta diciendo «veta o filón nacarado/ que no derrocha nunca palabra/ solo rumor y murmullo».
El calor bajo el sol y el milagro del agua son imágenes predominantes. Escribe Eliana, «El río avanza por su casa/ no atraviesa la ciudad» y volvemos a la red de cuencas que terminan por romperse sin tocar al pueblo sediento.
Este pequeño pero profundo set de poemas constituye un repositorio de imágenes, una panorámica que nos recuerda que somos denunciantes y denunciados al mismo tiempo, porque somos el mismo o la misma necia que por hambre le permite el paso a la minera, que se funde en el cerro, en la mina, en la duna.
Somos necios, habitantes ineluctables del tajo del desierto, porque el dominio de la cordillera, con su viejo azul como dijera la Brito en el poema con que abro este este texto, manufactura en roca la salud y la vida de los nortinos. La cordillera y su cuchillo de doble filo no perdonan ni de noche ni de día. Por eso Poema de Atacama es ineludible, fundamental. Y es que no pretende ser un grito en carne viva ni un conjunto de relatos estáticos, sino que más bien me recuerda a las caminatas en las fiestas religiosas. A Los cementerios de cualquier pueblo del norte, que bien puede ser Diego de Almagro en la tercera región o Tabalí en mi cuarta querida. Instancias donde la divinidad, la vida y la muerte se encuentran en el silencio de la montaña, un desierto que construye desde abajo una geometría del amor. Una fiesta de Challa. Una fiesta carnavalesca que en medio del desierto nos recuerdan a través del rito- poesía, que la vida siempre gana aunque pierda, porque como dice Hernstein en el último texto «las visitas llegan/ donde la vida cesa/ y el territorio de las flores/ es plástico desteñido por el sol».