Por Arturo Hernández González
La poesía es una esquiva transparencia y tal vez por eso, es tan interesante la palpitación esquilar de la memoria que se alza en Lo que queda entre las manos (Abisinia Ed., 2023). Antología que recoge con exquisita precisión la obra poética de Alejandro Cortés González entre 2012 y 2022; que se erige como un compendio heterogéneo de horas vivas y que trasciende la cotidianidad para explorar, con una voz siempre íntima y audaz, el misterio de la existencia.
El prólogo, perpetrado por la pluma extraordinaria del maestro José Luis Díaz-Granados, afirma que la poesía de Cortés González despliega un lenguaje coloquial que se trasciende a sí mismo y alcanza, mediante andamios experimentales, un estro inusualmente portentoso y profundo. Y nos ayuda asimismo a vislumbrar la importancia de la infancia y la familia, asuntos que el libro aborda con crudeza liberadora y ternura inusitada, convirtiendo cada recuerdo en un universo de significantes donde la música, la televisión y la literatura se funden en una sinfonía personal que actúa como una bisagra multicolor entre dos siglos.
La portada, concebida por el grandísimo poeta, músico y artista plástico español Juan Carlos Mestre, es el reflejo visual de un viaje interior: sus trazos y matices invitan a sumergirse en el cosmos de la experiencia vital. Con 60 poemas, distribuidos en 5 poemarios y complementados por 10 textos inéditos, Lo que queda entre las manos se revela como un testimonio ineludible de una vida escrita por la Vida, donde cada palabra es una huella de incansable y apasionada búsqueda por el sí poético.
En el transcurso de la obra, Cortés González desvela un itinerario que, a lo largo de diez años, se ha convertido en explosivo testimonio de su anábasis. Desde las primeras líneas se hace patente el diálogo silencioso entre el tiempo y la existencia. El poeta colombiano nos confiesa con tono resignado y esperanzado: «El tiempo existe para pasar por nosotros / y dejarnos únicamente las huellas de su paso / Así que disculpen / Después de diez años sólo puedo entregarles / lo que queda entre las manos» (p.22).
Las letras del autor, que parecen emerger de la misma piel del destino, nos invitan a detenernos ante el rastro ineludible de los días que se han fundido en el recuerdo. El poeta, consciente de la arpadura original, compartida por todos los seres humanos, nos recuerda el compromiso de expresar el dolor ajeno y el propio, en un acto de comunión vital: «Un poeta puede / —debe poder— / cantar los ultrajes de otros como suyos / porque entiende la gran cicatriz de ser parte de todos» (p.23). Así se desvela la esencia de este recorrido: la poesía no es meramente un refugio, sino un instrumento para amparar las trizas que se desprenden de lo que ha encontrado su lenguaje último en lo profundo de nuestra vida: «Tal vez para esto existen los poemas / Para recoger en ellos / sin darnos cuenta / los pedazos luminosos / de lo que se va rompiendo» (p.27).
Los propios títulos se convierten en un emblema de la dualidad que recorre la obra. El poema Década de decadencia, por ejemplo, actúa como pernio que nos impulsa a transitar del raudo y explícito goce de la vida que proclama el glam metal –evocador del álbum de Mötley Crüe de 1991– hacia la introspección y la incertidumbre de un grunge melancólico, donde la existencia se vuelve a palpar en la penumbra y el silencio. Este desplazamiento, casi revolucionario, permite vislumbrar el juego dual entre el desenfreno vital y la sutil, a veces dolorosa, reflexión del alma.
Y es que en Lo que queda entre las manos se desliza además un homenaje silencioso y reverente a aquellos que, antes que nosotros, se atrevieron a transitar los insólitos senderos de la poesía de nuestras lindes. Es en ese profundo y sincero respeto por los pioneros donde se enraíza la humanidad de estos versos. Así, en poemas como La edad de dios, dedicado a Jaime García Maffla (p.31); Lenguaje de mi piel, en tributo a Elkin Ramírez (p.44); y Jueves de poesía en Trilce, en memoria de Guillermo Martínez González (p.75), se manifiesta una sensibilidad que nos recuerda que la poesía es un legado vivo y un acto de comunión entre el pasado y el presente, por el cual reconocemos en cada palabra el canto de antiguos dioses que, brotando de la tierra, hacen de sus alfabetos más íntimos una libertad inexorable, una afrenta a los brutales idiomas de la ausencia y el extravío.
El amor también, en sus múltiples facetas, se manifiesta en la obra con la ternura de lo cotidiano y la crudeza de lo inevitable. En uno de sus versos más conmovedores, el poeta se detiene a contemplar la intimidad y dice: «Hemos vivido juntos tanto tiempo / que nunca nos imaginamos dar un paso fuera del otro» (p.42). Y en contraste, la desolación se torna casi palpable: «El invierno dura toda nuestra vida»), para luego naufragar en el caluroso desdén del deseo proyectado como luz negra: «Si al menos un disparo en la sien nos calentara las venas» (p.43).
La musicalidad inherente del libro se plasma con la inconfundible exaltación del rock, allí donde la noche se convierte en cómplice y testigo. «Es cierto», nos dice Alejandro Cortés González, «el rock se canta con la noche en la garganta» (p.51). Y es que el poeta nos confronta con una imagen visceral, casi ritual, que simboliza la constante búsqueda de la vida en medio de la desolación: «Nos palpamos el pecho para ver si estamos vivos / y es como meter la mano en un ataúd desocupado» (p.85). La poesía se alza, en estos versos, como un vértigo que no se concede por el beneplácito del cielo, sino que se forja en la caída, en el riesgo, en ese impulso que nos libera del letargo: «No es el cielo quien otorga el vuelo / es la caída» (p.109).
Finalmente, la antología nos regala una imagen sugestiva y a la vez liberadora, en la que la poesía se revela como un caminar solitario, un sendero sin promesas preestablecidas, donde cada paso es una afirmación de rebeldía: «Poesía es caminar de la mano con la promesa de nadie» (p.126). Lo que queda entre las manos se erige como un longplay de vivencias, donde cada poema es un vestigio del paso inexorable del tiempo y un testamento de la fragilidad y la fortaleza humanas. Esta obra convoca una década entera de experiencias, transiciones y contradicciones, en las que el poeta se atreve a transitar los márgenes entre la exaltación del goce vital y la melancolía de lo inasible. Es, en definitiva, un acto de fe en la capacidad de la palabra para recoger las cicatrices del mundo y transmutarlas en un canto que, aunque no ofrezca respuestas definitivas, nos invita a comprender que en la caída se forja el vuelo, y que, a pesar de la duda más acuciante y negra, la poesía sigue siendo el camino luminoso por el que transitar el devenir del alma.
Arturo Hernández González (Bogotá D.C, Colombia). Poeta, traductor y docente colombiano, especialista en pedagogía universitaria. Su obra ha sido premiada e incorporada en publicaciones de importantes medios culturales y literarios, así como traducida al italiano, rumano, búlgaro, francés, inglés, griego y albanés. Es autor de obras como Olor a Muerte (2011; 2012), Breviario de lo incierto (2017; 2024), Presagios del insomnio (2025) y Terca materia inexacta (2025). Ha recibido el I Premio Literario Internacional Letras de Iberoamérica – Poesía (México, 2017), el IV Premio Nacional Plenilunio de Poesía ‘Leopoldo de Quevedo y Monroy’ (Colombia, 2023) y el IV Concurso poético ‘Cezarina Dos Santos Álvarez’ (Uruguay, 2023). Dirige desde hace más de una década la Revista internacional de cultura y artes Noche Laberinto y la Editorial Toska.