Por Ernesto González Barnert
Bernardo González Koppmann, nacido en Talca en 1957, es poeta y Profesor de Estado en Historia y Geografía. Su obra poética, compuesta por 17 títulos, ha sido en gran parte autoeditada y recopilada en Cantos del bastón (2021), seguida de la publicación de Maleza (2023) y de la inminente El hombre de las manos rotas, una cantata en homenaje a Víctor Jara. Con un estilo que intenta rescatar y fortalecer la humanidad y la cosmovisión local del Maule frente a la creciente globalización neoliberal, Bernardo ha sido galardonado con reconocimientos como el Tercer Lugar en el Concurso Nacional de Poesía de la Revista de Libros de El Mercurio (1988), el Primer Lugar en el Concurso Nacional Pablo Neruda (1989) y el Premio Nacional Stella Corvalán (2004). Ha colaborado en medios como el Diario El Centro y El Siglo, y actualmente escribe para Diario Talca y revistas virtuales. Además de ser miembro activo de la Sociedad de Escritores de Chile, ha sido jurado en importantes certámenes literarios y evaluador de proyectos del Fondo del Libro y la Lectura.
—Bernardo, naciste en Talca en 1957. ¿Qué influencias tuvo tu ciudad natal en tu escritura y cómo moldeó tu visión poética?
—Nacer en esta ciudad y en las circunstancias que lo hice, sin duda, marca mi vida y posteriormente mi poesía entera. Mi padre ferroviario y mi madre profesora normalista, ambos de origen rural, arrendaron una antigua casa de adobes en la calle Uno Sur —arteria comercial de Talca— cuando aún estaba empedrada con bolones y había enormes plátanos orientales en sus veredas rústicas. Ahí nací de parto natural y crecí, junto a mis hermanos, en un ambiente protegido por enormes murallas, donde se recreaba un poco el ambiente campesino del Maule. Mi padre en el enorme patio de la casa de barro, como la llamábamos, hacía sus huertas, plantó una viñita, crio gallinas y mientras desmalezaba o regaba los almácigos recitaba «El poema de las tierras pobres» de Jorge González Bastías o «Los motivos del lobo» de Rubén Darío, además tocaba guitarra y cantaba como los dioses, al mismo tiempo que mi mamá hacía los quehaceres del hogar después de clases, fuera de bordar lanigrafías y pintar bodegones entre flores y pájaros. Luego vinieron a vivir con nosotros los abuelos maternos, porque a él, que administraba fundos, no le pagaron nunca sus imposiciones y se quedó sin pensión. Recuerdo que cuando me contó la historia del despojo de su jubilación yo tenía cuatro años, y quedé muy impresionado. Mi abuelo se dedicó a vender leña, queso, volantines y la abuela cocinaba cosas muy ricas, especialmente kuchen y papas rellenas. Bueno, después salí al mundo, pero esa crianza cruzada por las campanas de la parroquia del barrio, los gritos del pregonero de avellanas tostadas, la ocarina del afilador de cuchillos o el sonido gutural del cuerno del heladero no me abandonaron jamás. Hoy, en esta época posmoderna, donde la sociedad ha perdido la brújula y escasean los sueños colectivos, no le creo nada al neoliberalismo invasivo, y mi memoria afectiva vuelve una y otra vez a la entrañable humanidad que viví en mi infancia.
—Como poeta y profesor de Historia y Geografía, ¿cómo crees que se entrelazan la poesía y la historia en tus escritos?
—La historia son los hechos fundamentales del hombre en su desarrollo como pueblo consciente, y cuando geográficamente vives en una región volcánica con el imponente Descabezado Grande de telón de fondo, surcado por ríos como el Mataquito o el Maule, que en su momento fue frontera de los imperios inca y español, con valles fecundos y una mar cercana y generosa, y, a la vez, simultáneamente vas viendo en tu primera adolescencia que la gente sencilla llega al gobierno entre cantos de Violeta, el Quila, Pato Manns y tantos otros, a modo de banda sonora, y que la poesía brota como la espuma (no está de más decir que Pedro Antonio González, Max Jara, De Rokha, Neruda, Anguita, Barquero y Naín Nómez, por nombrar sólo algunos, son poetas maulinos), sin duda que vas entrelazando espontáneamente historia y poesía, sobre todo, cuando se produce un golpe de Estado cívico — militar cruento y genocida que nos priva de conquistas sociales acunadas durante siglos (desde antes de la colonia), dando origen a una ocupación territorial inhumana, miserable, que ya se prolonga demasiado, entonces, obviamente, la vida se hace palabra, poesía.
—Cantos del bastón reúne gran parte de tu obra poética. ¿Qué significado tiene para ti esta recopilación? ¿Cuál fue el proceso detrás de ella?
—Con esta recopilación quise rescatar mis primeros trabajos artesanales. Recuerda que vengo de la Generación del Roneo o del 80, que nació clandestina en las catacumbas de la Dictadura. Además, me aboqué a reescribir algunos textos, tomando el ejemplo de Antonio Gamoneda, dándole un cierto carácter unitario a mi obra publicada entre 1981 y 2021. Sin duda, recopilar cuarenta años de escritura fue un trabajo arduo. La edición fue breve por los costos, aunque no pierdo las esperanzas de reeditarla algún día. De todos modos, el valor primordial de Cantos del bastón es el hecho de que mi obra completa fue compilada, revisada y editada, y ahí se queda en buenas manos esperando tiempos mejores, esté o no esté ya en este mundo. Seré un poeta postmorten, por lo visto, y eso nunca me ha quitado el sueño.
—En 2023 publicaste Maleza. ¿Qué buscaste expresar en esta obra y cómo se diferencia de tus libros anteriores?
—En Maleza, inevitablemente continúo con los tópicos que siempre me han llamado la atención, como son la naturaleza, lo social, la erótica y lo místico, sin embargo, ahora como que he empezado a cambiar el temple de ánimo. Será por la edad, por cierta madurez incipiente, o por cansancio o hastío hacia lo epidérmico y pasajero de la vida actual, no sé, pero he ido calmando las pasiones, meditando con más tranquilidad la contingencia, concentrándome más en el incierto destino del ser humano contemporáneo. Como que en este libro me quise ir en la profunda. Whitman alguna vez dijo que «la maleza es la barba del tiempo», o sea, como el anuncio del fin de una mala época vislumbrado en el pasto seco que cubre las ruinas del imperio, para que así llegue la meditación, resurrección y renovación de todo lo que existe, «la vida nueva». Una manera de leer los signos de los tiempos. Por ahí creo que va la cosa.
—Tu próximo libro, El hombre de las manos rotas, es una cantata a Víctor Jara. ¿Qué te motivó a rendir homenaje a su figura y cuál es el mensaje central de esta obra?
—Quise dar una mirada íntima y personal de Víctor. Fíjate que durante el Gobierno Popular teníamos en casa el LP Pongo en tus manos abiertas, y me aprendí todas sus canciones de memoria, cosa que con el tiempo lamentablemente he olvidado. Fue maravilloso ver cómo su canto por esos días fue construyendo y fortaleciendo muchas conciencias —la mía entre ellas— al comprobar que las letras de sus temas se iban haciendo carne en la población, en las gentes sencillas, en los campesinos, incluso en el mismo proceso revolucionario. Indudablemente, por supuesto, que también me acordaba de mi abuelo explotado miserablemente por un gran señor y rajadiablos. Luego del alevoso crimen del cantor fui viendo durante 50 años cómo crecía su figura, y nunca se perdió esa relación cercana de su voz, de su guitarra, de su poesía, con la historia del pueblo de Chile; más aún, siento que Víctor vive y vivirán mucho tiempo más en los pequeños gestos de pescadores, artesanas, maestros, mapuche, estudiantes, mineros, en fin, de los pobres del campo y la ciudad que se sienten identificados con su arte. Esa es la dimensión que ahora intento rescatar.
—Has comentado sobre tu interés de poner en valor la humanidad ligada al Maule frente a la globalización. ¿Cómo abordas este tema en tu poesía?
—Para serte sincero, nunca me lo propuse, y sólo me di cuenta de ello cuando llevaba buena parte de mi obra escrita. Ahí me puse a teorizar para dar algún fundamento a mi propuesta, y concluí en eso que tú me preguntas, en el sentido de que mi poesía combate culturalmente la globalización en el Maule. Eso, con el tiempo, se fue haciendo consciente porque fui viendo cómo en mi región «el río amado», así llamaba González Bastías al Maule, se fue contaminando y disminuyendo su caudal en gran medida por la construcción descontrolada de hidroeléctricas; la industrialización abusiva de la agricultura, por otra parte, hizo desaparecer la pequeña y mediana propiedad rural donde residía la sabiduría campesina, y así cambiaron las costumbres, desapareció la solidaridad, nació otro ser humano: el temporero; más aún, la forestación con especies endógenas -hablamos del pino insigne y el eucalipto- invadió la cordillera de la costa, con la consiguiente erosión de los suelos, para abastecer las plantas de celulosa que han dañado el entorno y la cultura costina irreversiblemente. Así por el estilo, se fue instalando abruptamente a partir de 1973 la aldea global en la región del Maule, mientras en las ciudades hacía su entrada triunfal el consumismo, de la mano del hedonismo y el nihilismo individualista. Ante tal panorama, inevitablemente, me fui recluyendo en la escritura para no vender mi alma al diablo, y he cantado a la dignidad de la buena gente que persiste en vivir en relación directa con la naturaleza, a la buena de Dios, hasta que lleguen tiempos mejores. Muy similar es el drama que padecen desde la Pacificación de la Araucanía los hermanos mapuche, que han sido obligados a modernizarse con la pistola al pecho.
—¿Qué importancia tiene la autoedición en tu carrera, considerando los 17 títulos que has publicado de esta manera?
—Tomás Segovia, poeta español exiliado en México, inventó un sistema de publicación de libros en su casa, consistente en impresoras, guillotinas y prensas para armados de textos bastante presentables, por lo demás, sin tener que inclinarse ante las grandes editoriales que, cuando te publican, se llevan tu obra y te dejan sólo el 10 % de los ejemplares por tirada. Así él difundió su poesía, y otro tanto -guardando las proporciones, obviamente- quise hacer yo como poeta, para enfrentar el abuso empresarial de la industria del libro en Talca. Esa técnica la leí en un reportaje en Artes y Letras, de El Mercurio, imagínate, por allá por los años 80, cuando trabajaba en Curepto; la repliqué y todavía no me arrepiento. En otros casos, amigos solidarios como Mario Meléndez, Felipe Moncada y especialmente Fabiola Bernal Díaz, me han echado de vez en cuando una manito.
—En 1989, ganaste el Primer Lugar en el Concurso Nacional Pablo Neruda. ¿Qué significó este premio para ti en ese momento de tu carrera?
—Lo recibí con una aparente calma, aunque por dentro saltaba de alegría, pero por sobre todo como una confirmación de que debía perseverar en la poesía. Tuve mucha suerte en los años 80, porque gané una veintena de concursos regionales y nacionales, no siempre los primeros lugares, claro, pero eso me permitía afirmar mis convicciones, sobre todo por ser de provincia, puesto que existe o existía una doble discriminación muy centralista. En Santiago, durante los años 90, algunos poetas de otras corrientes y sensibilidades más académicas afirmaban que mi poesía por ser del centro sur era decadente, anacrónica, lárica y, al mismo tiempo, se me cuestionaba también fuertemente —hasta el día de hoy— el hecho de ser un militante comunista. Eso algunos centros del poder no te lo perdonan. Por suerte fui compartiendo con amigos comprometidos con la poesía y con la historia, y las cosas han empezado a cambiar. Además, en esa oportunidad, cuando obtuve ese premio, conocí a Fernando Quilodrán, también poeta maulino, uno de mis grandes amigos durante esos años complejos, cuando terminaba la Dictadura y el león estaba herido; en ese contexto, por ejemplo, fue asesinado Jécar Nehgme. Menciono a Fernando Quilodrán porque fue quien organizó ese concurso y, posteriormente, me invitó a colaborar en El Siglo y publicó algunos de mis trabajos en Pluma y Pincel, entre otras gentilezas. Era un buen compañero.
—Fuiste columnista en el Diario El Centro de la Séptima Región y colaborador de El Siglo. ¿Cómo fue tu experiencia en el periodismo y cómo influyó en tu labor como poeta?
—Entré a trabajar a Diario El Centro como corrector de pruebas de crónicas, avisos económicos y publicidad, cosas así, y de pronto me pidieron que redactara una columna sobre una actividad cultural que se realizó por esos días (década del 90) en Talca; de ahí derivé al comentario de libros de amigos poetas de la región y desde entonces no he parado de reseñar autores de todo el país. Ha sido un largo un aprendizaje. En ese tiempo escribía una columna semanal; ahora escribo más espaciado. Debo aclarar que en ese diario aprendí a usar el sistema Word, lo básico en computación, una verdadera revolución escritural para mí, por lo que le estoy muy agradecido. El caso del El Siglo fue distinto. Ahí enviaba colaboraciones más extensas, tipo ensayos, como la vida y obra de Héctor «Indio» Pavez o la fusión racial en el Maule a través de la obra de Efraín Barquero, asuntos de ese estilo. Fue una experiencia breve, pero muy intensa. Por estos días, a veces, envío trabajos a revistas electrónica o páginas web. Me parece notable lo que hace Luis Martínez Solorza con letras.mysite.com, para no ir tan lejos. Todos estos apuntes, comentarios y aproximaciones a las obras de otros poetas me han permitido conocer distintas tendencias y estéticas, tanto nacionales como universales, lo que sin duda ayuda, y mucho, a darle mayor consistencia también a mi escritura. Una por otra.
—¿Cómo ves la relación entre poesía y activismo en Chile y en el contexto de tus propias obras?
—Bueno, lo primero es que debemos dejar bien establecido que la poesía es un arte, un arte de la palabra escrita, y como tal tiene sus exigencias éticas y esencialmente estéticas. Además, considero que mi vocación fundamental es crear belleza de las experiencias y los seres que me conmueven para bien o para mal, o sea, convengo con mis ángeles y demonios en escribir poesía de las cosas y las personas que voy conociendo para rescatarlas y restituirles la dignidad profunda de su origen, condición básica para que ellas y nosotros podamos desplegar vuelo por sobre la contingencia. No sé si me explico. Dicho lo anterior, me ha sido muy difícil sustraerme al diario vivir de mis semejantes, y he debido alzar la voz en la contienda pública porque en Chile no son respetados los derechos intrínsecos de todo ser humano; así lo hice como ciudadano, profesor, dirigente gremial y también en mi condición de poeta. Por lo demás, y lo afirma Borges, «un escritor debe pensar que todo le ha sido dado como arcilla para su obra; cuando digo todo pienso en la humillación, las enfermedades, la pobreza, el fracaso». Quisiera algún día poder refugiarme en Chonchi a descansar, a contemplar la vida desde el balconcito de mi casa junto al mar, a (re)leer y a (re)escribir sin tener que estar mirado el reloj a cada rato, cuestión que he venido postergando por los tiempos de penurias que hemos tenido que pasar, desde el Golpe y la Dictadura hasta la coyuntura actual. Dios dirá.
—A lo largo de tu carrera, has trabajado como jurado de distintos premios literarios. ¿Cómo ha sido esta experiencia y qué aprendizajes has obtenido al evaluar la obra de otros?
—Siempre será un verdadero riesgo leer poesía inédita, meditarla y atreverse a opinar sobre ella, sabiendo que en Chile hay exponentes notables. Pero no le he sacado el cuerpo al bulto, literalmente al bulto, y, en algunos casos, enorme. Recuerdo que para el concurso Mejor Obra Publicada de autores nacionales, género poesía, año 2014, del Consejo del Libro y la Lectura, cuya ganadora fue Natalia Figueroa, con su libro Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo, el cartero dejó en la puerta de mi casa una tremenda encomienda, con cerca de cien o más títulos embalados en una caja de cartón. Y había que hincarles el diente. Y así lo hicimos. Son de esos trabajos ideales para un poeta; te pagan por leer poesía, por hacer lo que te gusta. Mejor imposible. Respecto a los aprendizajes que te reporta esta experiencia son múltiples, por ejemplo, conocer nuevas voces, tendencias, propuestas, lenguajes; también es valioso discutir con otros jurados defendiendo y fundamentando tu punto de vista entre distintas estéticas, pero, sin duda lo mejor es quedar conforme, satisfecho con el trabajo realizado, cuando intentas de buena fe hacer justicia a la poesía. No es menor tratar de ser honesto, trasparente, en una época donde están harto desprestigiados los premios literarios.
—¿Qué papel juega la crítica en tu obra y cómo ha influido en tu enfoque para reseñar libros?
—Me gusta la crítica literaria, en el sentido que ayuda a calar profundamente una obra. Cuando se aprecia calladamente la calidad de otras escrituras, uno desarrolla la autocrítica, la humildad, el respeto, el cariño y la rigurosidad al momento de justipreciar el oficio de otro poeta, su palabra escrita, el uso del idioma, la edición, y eso es lo que trato de trasmitir en las reseñas. Me falta mucho conocimiento literario para ser un crítico profesional o académico, cosa que nunca he pretendido. Te cuento que llegué a comentar libros porque me maravillaban algunas lecturas, y empecé a preguntarme qué era lo que hacía tan cautivante a una determinada obra respecto a otra; después, anotaba las cosas que pensaba en las páginas en blanco de los mismos libros que iba leyendo, ideas sueltas que al juntarlas tenían cierta coherencia, cierto punto de vista propio, en síntesis, una opinión personal. Un día publiqué en uno de los diarios de Talca mi primera «colaboración», a fines de los 80, y desde entonces que no he parado. En mi caso, he aprendido mucho leyendo a otros escritores, desde clásicos a novísimos, y siempre encuentro cuando menos lo espero versos luminosos que te hacen el día. Entre los críticos, me gusta Gastón Bachelard, su fenomenología —el origen natural de la belleza, o la materia que sueña— porque coincide con mi manera de ver la poesía, con mi carácter contemplativo. Así y todo, insisto, lo esencial para mí sigue siendo la poiesis, el proceso creativo, construir imágenes, asociar los hallazgos, construir un poema, en suma, escribir poesía por sobre la reseña de libros, aunque ambas labores si bien se recelan, se buscan y complementan.
—En poesía y en prosa, buscas rescatar cosmovisiones locales. ¿Podrías describirnos qué aspectos culturales del Maule son más importantes en tu obra?
—El Maule tiene una gran tradición poética. Obviamente me siento heredero de su poesía, tanto en su vertiente telúrica (De Rokha, Neruda, González Bastías, Barquero, Emma Jauch) como metafísica (Max Jara, Anguita, Gómez Correa, Matías Rafide, Nómez). Mi escritura proviene de la fusión de ambas corrientes. Yo llamaría mi estilo metarrealismo, o larismo posmoderno. Todo ese legado literario refleja como basamento una fuerte presencia de la naturaleza. Imposible olvidar al abate Juan Ignacio Molina, sabio linarense exiliado en Bolonia desde cuando expulsaron a los jesuitas de las colonias españolas, o al Mulato Teguada, sublime payador talquino de los primeros años de nuestra república. Ellos serían los primeros vestigios de una cultura maulina que expresa su propia raigambre. Sin embargo, las ciudades han crecido exponencialmente y los pueblos chicos se han modernizado, aunque todavía existen rincones agrestes donde persiste una reserva de humanidad. Si bien la tecnología ha invadido todo y ha despojado nuestros sentimientos más nobles, yo persisto en buscar las metáforas-símbolos bachelardianas que hagan más digna la existencia en estas tierras asoladas por el neoliberalismo. Con el tiempo he mirado más allá del horizonte provinciano, incorporado otros elementos de inspiración más contemporánea a mi estilo, partiendo por la propuesta existencialista europea (especialmente Rilke y Cavafis), el exteriorismo de Ernesto Cardenal, el realismo sucio de Carver, la novelística del boom latinoamericano, la poesía cotidiana y social española (Gamoneda), más el aporte de formidables escuelas chilenas (el creacionismo, la antipoesía, el larismo, los NN), como así también de algunos arcaísmos clásicos, a saber, la literatura judía, china, grecorromana, nórdica y de pueblos originarios. Por último, te confieso que me ha sido de gran apoyo al momento de crear mi poesía los fundamentos del estructuralismo y la doctrina social de la Iglesia.
—Has trabajado en más de mil páginas inéditas de artículos, reseñas y ensayos. ¿Planeas publicar algún día estos textos en una colección?
—Es harto el material que he ido guardando en los archivos, en la medida que se van publicando en algunos diarios y revistas. No he pensado en publicarlas todavía. Por el momento prefiero seguir leyendo y releyendo, escribiendo y reescribiendo cosas nuevas, tanto reseñas, pequeños ensayos, prólogos, como así también poesía. Hace unos días conversaba con Mario Meléndez precisamente sobre el destino de esas prosas, las que he agrupado bajo el título «La hermosura de ser»; sería un buen libro, me decía el poeta. Quizá cuando jubile de profesor me entretenga revisándolas, corrigiéndolas, editándolas. Un verdadero deleite, como debe ser la literatura. Esperemos a ver qué pasa.
—¿Cuáles son los principales desafíos de ser un poeta en el Chile de hoy, especialmente para quienes desean preservar sus raíces locales?
—Desafíos… Considero que leer, leer mucho de la realidad presente, pero también sobre el origen de los problemas que nos afectan como sociedad. Leer no solo poesía, sino también historia, política, ciencia, antropología, filosofía, teología, de todo un poco, para saber dónde estamos parados y qué estamos haciendo en esta hora y en este lugar. El poeta no es un pajarito. Creo que eso hay que tenerlo muy claro; es fundamental entender que la responsabilidad de un poeta con la comunidad es conocer el significado de las palabras que usa, para contextualizar con su tiempo y con su espacio, con su territorio y con las voces ancestrales, y ahí te darás cuenta que el lenguaje es un ser vivo, que la mejor poesía brota espontánea en la calle, las ferias, los andenes, las marchas, los estadios, en los sitios más insospechados porque «el espíritu sopla donde quiere». Por eso el poeta no debe improvisar. Esto no es chacota; al momento de crear hay que estar despiertos, preparados, atentos, lúcidos, para captar la silenciosa y deslumbrante aparición de la belleza. En lo personal, creo a pie juntilla en la premisa de José Comblin, sacerdote belga precursor de la teología de la liberación en Talca, quien nos señalaba «sólo el pueblo es humano». Aforismo profundísimo, arcaico, milenario, que se remonta al principio de la humanidad. Ahí se encuentro, en esa cantera inagotable, los motivos primordiales del canto.
—¿Podrías contarnos sobre tu experiencia como evaluador de proyectos para el Fondo del Libro y la Lectura? ¿Qué aspectos consideras clave en una obra literaria para recibir apoyo?
—Algo te conté anteriormente, cuando me preguntabas sobre mi experiencia como jurado. Es un poco lo mismo. Respecto a una obra literaria digna de reconocimiento, o financiamiento como se estila hoy, considero que es importante la construcción de un lenguaje poético propio, la originalidad, donde se agradece el surgimiento de voces frescas, renovadoras, que recojan el habla de la tribu, pero siempre que posea cierto contenido, carga semántica, sabiduría, en suma. También se valora el tema, el tópico, donde si bien todo es digno de ser poetizado, indudablemente uno toma más en cuenta lo atingente, la conexión de la tradición con los léxicos de la hora presente. Por otra parte, se considera la unidad del conjunto, el poemario, que apunte al leitmotiv cardinal y que no se disgregue en futilezas. Esos criterios, un poco más, un poco menos, son a los que he echado mano cuando me corresponde evaluar. Tarea no muy agradable, te confieso, porque siempre hay varios trabajos destacados, y la poesía no debiera concursar en una feria libre o en un canódromo como si fuera una carrera de galgos. Pero es lo que hay.
—A nivel personal, ¿cuál es el poema o el libro que consideras más representativo de tu trayectoria y por qué?
—Nuevamente los pájaros acuden a rescatar mi soledad, publicado el año 1990, en Talca. Para mí fue un libro importante porque en él por primera vez me empiezo a considerar poeta, con voz propia, con una propuesta definida, con una opción por ciertos asuntos que nunca más abandoné; en fin, a partir de él me asumo orgullosamente maulino, talquino, y desde esa identidad canto en un intento por hacer universal las pequeñas minucias locales, cotidianas. Fue como un acto iniciático para mí, a riesgo de ser calificado de criollista, anacrónico, lárico, huaso metafísico, resentido social y otra sarta de epítetos que tomé al inicio con sorpresa y después con sardónico humor. Así y todo, seguí mi camino a troche y moche, apoyándome siempre en mi viejo bastón. Antes y después de «Nuevamente los pájaros…» igual escribí poemarios que me son y seguirán siendo entrañables, pero este libro casual, espontáneo, es mi regalón.
—¿Cuánto ha cambiado tu poesía desde tus primeros años hasta hoy y qué elementos permanecen inalterados en tu estilo?
—Mi poesía ha cambiado en la medida que he ido pasando de la adolescencia a la tercera edad. Últimamente, he tenido que asumir una voz más colectiva, plural, universal si se quiere, relegando un poco mis asuntos personales; mi escritura se ha hecho más consciente del drama ecológico, económico, social y cultural que nos conduce a una mala calidad de vida. En eso he cambiado bastante, gracias a Dios. Sin embargo, creo que mantengo algunos elementos que permanecen inalterados en mi estilo como, por ejemplo, los temas, el leitmotiv de mi canto; en ese sentido he seguido explorando lo social, la naturaleza, la erótica y lo místico. Mi poética siente el llamado de la tierra, de lo ancestral, de lo telúrico, del mundo rural donde me crie y que cada vez está más intervenido por la tecnología y despojado de su razón de ser, de su ethos. En eso no transo. También pienso que mi lenguaje se mantiene sobrio, llano, cotidiano, como en un principio, al cual sí le he ido incorporando con el paso del tiempo imágenes más elaboradas, intertextos, ánimas de hablantes muertos que vienen a conversar conmigo, uno que otro recurso literario, en fin, cosas así, lo que le ha dado más envergadura a mi poesía. Otra constante de mi propuesta es el temple; siempre he tratado de ser quitado de bulla, más bien tranquilo y paciente, dejando que hablen las palabras cuando están maduras, llenas de vida, y que en ellas se escuche el susurro de la belleza, el silencio maravilloso del latido, de la respiración, esa música perfecta, inefable, que nace entre verso y verso cuando leemos un poema. O sea, que el poeta saque su ego de encima, su vanidad, y que la poesía diga su inalterable verdad: el vagido esencial del cosmos. Eso lo mantengo intacto.
—Como miembro de la Sociedad de Escritores de Chile, ¿cómo valoras el rol de esta organización en la promoción y apoyo a los escritores?
—Voy a hablar desde mi experiencia personal. En los años 80, cuando me acerqué por primera vez a la SECH, siendo un muchacho de provincia, siempre fui bien recibido por los escritores que entonces frecuentaban Simpson 7. Me sentí acogido y apoyado con generosidad, a tal punto que instintivamente la consideraba mi casa; llegaba a ella con mucha confianza, nunca faltaba un cafecito, una copa de vino, una conversa, un libro. Eran años difíciles, con el dictador pisando nuestros talones. En la SECH gané algunos concursos, fui publicado en la mítica revista La Hoja Verde e invitado a congresos de filiales y a encuentros donde participé en varias lecturas y conversatorios. Me gustaba la camaradería y fraternidad con que recibían la poesía de un joven maulino. Me sentía querido, especialmente por los poetas mayores. Hablo de Raúl y Carlos Mellado, Fernando Quilodrán, Stella Díaz, Edmundo Moure, Edmundo Herrera, Bernardo Chandía, Carmen Berenguer, Paz Molina y otros amigos y amigas que ahora extraño bastante. Sólo gratitud para ellos. Siempre tuve conciencia que la SECH no era una agencia de trabajo, ni el Hogar de Cristo, ni una academia elitista de alta literatura para especialistas. No, nada más alejado de eso. Era una cofradía de afines, sin grandes aspiraciones ni ambiciones, donde nos encontrábamos de tarde en tarde para sentirnos vivos en medio de la Dictadura. Hasta el día de hoy mantengo un gran aprecio y cercanía con Roberto Rivera, David Hevia e Isabel Gómez.
—¿Cuál es tu visión sobre el papel del poeta en tiempos de crisis social y cómo puede contribuir al cambio a través de la palabra?
—De partida, considero que el poeta en tiempos de penurias debe llevar una vida común y corriente, y participar como cualquier ciudadano en las organizaciones sociales de base. Los poetas bajaron del Olimpo. Ahí su aporte puede ser sustancial, por la mirada profunda y profética que debe tener sobre las cosas. Incluso, podría asumir un rol dirigencial, y organizar y conducir un frente de masas; el Colegio de Profesores, por dar un ejemplo. Podría hacerlo, digo, pero no es su obligación. Sería una tarea de suplencia nada más, porque el compromiso esencial del poeta es escribir bien. La poesía por sí sola no va a cambiar las estructuras anquilosadas, ni siquiera el estallido social del 2018 fue capaz de mover una coma de la constitución neoliberal de Pinochet. Sin embargo, no todo está perdido; Teillier ya lo advirtió: «Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social, pero su belleza puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias». Sin duda, la palabra poética tiene la potencia de la eternidad; ahí está escrita la poesía social, los salmos, el Canto General, Los Gemidos, La Vida Nueva y muchas obras más para denunciar, esclarecer e iluminar el ancho camino de la liberación integral y la inalterable construcción del hombre nuevo. Los cristianos de las catacumbas, de las primeras comunidades, perseguidos por un magno imperio, hace algunos siglos ya dieron la señal. Los poetas en Chile han hecho la tarea; ahora falta que el pueblo lea, tome conciencia, se organice y exija lo que le corresponde. Mientras eso no ocurra y primen otros valores e intereses en la sociedad, nada puede hacer la poesía. Eso, considero, es un problema educacional que debemos enfrenta urgentemente entre todos como país, pero tal utopía se hace improbable cuando cada partido político tira para su santo. Tenemos mucho que avanzar todavía; quizá décadas. Nadie lo sabe. Por el momento, señalemos y dejemos fehacientemente establecido que «el verbo (alguna vez) se hizo carne». Eso ya es bastante. Entonces, terminemos estas reflexiones con una frasecita para el broce del gran lárico que, a propósito, nos vienen como anillo al dedo: «El poeta es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores». Así sea.
—¿Qué consejos darías a los jóvenes poetas que buscan una voz auténtica en medio de la globalización y los retos culturales actuales?
—Que no pierdan las esperanzas en un mundo mejor, porque la poesía es el alma, la resonancia del espacio y de la eternidad que guardan todas las cosas y todos los seres, y Chile, país bendecido por la belleza, tiene una reserva ilimitada de poesía, es nuestro principal recurso absolutamente renovable. Nunca duden, porque ninguna cultura se sostiene sin sus poetas, sin la poesía, y ustedes serán los llamados a llevar la posta de la palabra poética de generación en generación. ¿Quién dijo que todo está perdido?
—Finalmente, ¿puedes compartirnos una antología de 8 poemas breves de tu obra?
—Por supuesto. Ahí van.
1
Último vuelo
En la playa encuentro
el esqueleto seco de una gaviota
y lo cubro de arena
con la punta del pie…
Las nubes se hacen flores
y sólo el viento pasa
dándome el pésame
2
Gato
a Teodoro
Acurrucado cerca del fuego
como un vaso de vino degustado lentamente
como el otoño, ocre, detrás de la ventana
como un libro releído varias veces
como la esquiva forma del alfil que se aleja
/ en diagonal por tu mirada
como un cojín que ha olvidado darle cuerda al reloj
como los zapatos debajo del brasero
como una carta encima de la mesa
como un viejo pregón que se escucha en penumbras
/ cuando ya nadie pasa por la calle
como un gorro de lana tirado en el sillón
como un retrato en sepia que de pronto sonríe
ahora que la niebla confunde las costumbres
y un aroma de pan acaricia mis huesos
un gato nos espera
al final del día
3
Violín de naranjo
a Jerónimo Lagos Lisboa
+ 1958
Arden en un rincón
las astillas de la tarde
es la hora precisa para
destilar los huesos, la
memoria, el último deseo
Las palabras lejanas
retornan cabizbajas
tras un aroma a miel
que ha olvidado el verano
Tus pies, despacio, cruzan
de una edad a otra edad:
Parece que fue ayer
cuando éramos niños
soñando junto al fuego
con los ojos cerrados
La niebla ronda afuera
rasguñando postigos
y mientras pasa, se oye
un solo de violín que
florece en invierno
4
Tarros
Los tarros viejos son hermosos
cuando las cavidades se llenan de lápices
de yerba para el mate
de abejas derretidas
de tierra donde plantamos mañanas de luz
Los tarros que algunos botan
otros usan como muebles
joyeros
baúl de los recuerdos
He visto un tarro
bailando sobre fuego
en el cuarto de atrás
capturando goteras
–el piano de los pobres–
o a los pies de una tumba
conteniendo el dolor
Los tarros sirven de alcancía
a monedas antiguas que olvidamos gastar
de choquero en las sombras
de campana, de faro
de pequeño tambor
a veces se transforman en costureros
rebosando canutos de hilo
botones
lentas agujas que una novia enhebró
Son profundos los tarros
que atesoran ojos de duendes
fichas de tacataca
semillas de huertos viejos
arena / conchitas / sal
el fondo de los mares encima del mesón
Un tarro guarda, incluso
los labios de la noche
-quien sabe de cenizas
sabe mucho de amor-
y en un cabo de vela
latiendo en las tinieblas
una palabra:
Dios
5
Jécar Neghme
+ 1989
Yo quisiera un país
donde los niños vivan su infancia
alrededor de un juguete
y no nazcan viejos
un país donde las mujeres puedan
amamantar a sus hijos en la fábrica
donde cada persona sea alguien
tan simple que nos diga Hola en la mañana
y todos compartamos lo poco que tenemos
como los deseos, las cosas, el tiempo libre
Quisiera un país sin propiedad privada
salvo la imprescindible para celebrar
los ritos cotidianos: lavar la ropa, comer
hacer el amor de vez en cuando
un país posible
al alcance de la mano
sin élites vanguardistas ni cúpulas ni nada
sólo trabajadores con el sudor a cuestas
igual que la luz del sol pintando el mar
Yo quisiera un país
parecido a ti
donde la paz no sea un crimen
6
Rodenak
Cuando la pelota cruza el cielo
y no es de nadie
la gente mira atenta
el fin del tiro
puede ir a las nubes
golpear el travesaño
besar la red
o clavarse en el corazón de Rodenak
El pueblo salta de alegría
si el Flaco se levanta
con el sol en las manos
Cuando la redonda anda cerca
sabemos que Arturito
será el ángel perfecto
que inventará la paz:
en su pecho
anida una paloma
Cuando saca
la de cuero se aleja
igual que un mal espíritu
entonces, el Arquero de Rangers
nos regala un domingo
para toda la vida
7
Toples
Esta mujer desnuda sentada en mis rodillas
que pretende enroscarse al deseo como víbora
mientras me voy hundiendo de a poco en el sillón
no sé cómo se llama
No sé cómo se llama
esta mujer desnuda que se tiende en mi piel
lentamente, como un mapa de Chile
rozando con su aliento el último vaivén
No sé cómo se llama
No sé si está contenta
no sé si está cansada
esta mujer desnuda que se traga mi alma
sin haber pronunciado una palabra…
Sólo el humo sabrá
que vino a visitarla el amor al Café
8
Testamento
Si ves a la mujer más hermosa de la tierra
y te pregunta por mí
y ya esté muerto
dile que me alejé a las montañas
y allá vivo en el canto de los pájaros
Si la mujer más hermosa de la tierra
te pregunta por un poeta
no dudes
dile que en cada pez sigo nadando en el río
Si la mujer insiste
dile que estoy durmiendo bajo un boldo
tendido sobre la hierba
y que en cada piedra se refleja mi alma
Si la mujer no calla
y aún te pregunta por un simple hombre
con mucha paciencia dile que, seguramente
abandonó la oruga
y se ha echado a volar
Si aquella mujer, entonces
se retira en silencio
ha llegado la hora de mencionar su nombre:
Poesía
Talca, noviembre de 2024.