En términos evolutivos, el miedo nos mantiene vivos. Sin él nos habríamos expuesto a situaciones peligrosas que tarde o temprano nos conducirían a la extinción. Pero ese miedo afortunadamente y otras no tanto, nunca nos deja de acompañar. Es camaleónico. No le gusta ser descubierto. Adopta formas peculiares. Susurra en el oído para advertirnos que «algo» nos ronda, apretándonos la guata y deslizándose sigiloso por la mente. Aunque todo nos indique su presencia, sentimos miedo del miedo. Corremos en busca de cavernas mentales, emocionales o simbólicas. Nos sentimos a salvo, pero no por mucho tiempo.
Cuando acecha desde afuera, hay mayores posibilidades de pedir ayuda o dar pelea. Escenario distinto al miedo interior. Ése del que no puedes huir, porque lo llevas parido adentro. Tememos darle cara. Mejor lo maquillamos, que nos quede bonito, para que este tranquilo y no vuelva por nosotras, aunque sabemos que se asomará a la primera tormenta, porque ni el maquillaje a prueba de agua lo resiste.
El miedo nos detiene cuando queremos descubrir que hay fuera de la caverna. Nos atrapa en forma de relaciones amorosas, en trabajos y en vínculos desdichados. Pone freno. Engaña con ilusión de felicidad. Ese es su alimento. La incertidumbre, lo desconocido, lo no habitado y en ocasiones pasamos la vida alimentando aquel monstruo insaciable.
Es un astuto cabrón. Sabe dónde pegarnos. No podría ser de otra forma. Nos acompaña desde antes de nacer. Cuando descubre la incompletud que tememos, comienza a carcomer. No se detiene ni un instante. Descansará solo cuando estemos vacías.
Sin piel, sin órganos. Invisibles. Saqueará lentamente las riquezas, dejándonos empobrecidas y vulnerables.
Aquel saqueo físico y emocional nos relata con crudeza Rita Indiana en su novela «Hecho en Saturno», donde su protagonista, un heroinómano convive sin tregua con los miedos de la rehabilitación y lo que sigue luego de ésta; «Le daba miedo pintar en el mundo real, fracasar, otra vez, salir a la calle, ser juzgado, aceptar que había sentido algo bueno por Susana y hacer algo al respecto. Abrió la puerta con el corazón a mil y bajo los escalones de tres en tres con la arriesgada velocidad con la que los niños corremos colina abajo sabiendo que de parar nos romperemos los dientes».
¿Hace cuanto que el miedo nos impide correr colina abajo? Cada una sacará sus cálculos, sin embargo, debemos saber que él también teme. Teme que salgamos de la caverna, que descubramos que somos prisioneras de aquella oscuridad. Esa que le proporciona dimensiones inconmensurables. Cuando nos liberamos, la luz del día constata que no somos pequeñas y podemos mirarlo a los ojos. Pero antes de gritar: «ya no tengo miedo» hay que caminar en la oscuridad absoluta temiendo en cada paso ser devoradas.