En Revista Lector conversamos con Layla Martínez, la escritora española del momento. Entre formas de narración, registros escriturales y el terror como género de neo-expresión, nos acercamos a una pluma renovada en estructuras, discursos y facetas.
—Me parece interesante la forma en que la casa de la familia se erige como protagonista. Hay un movimiento de roperos, alfombras, lámparas y ventanas que pretenden hacerse notar. La idea de que las cosas narran, de que los objetos tienen un discurso, y en este caso actúan como un personaje que necesita expresarse y definirse.
—Para mí era importante que la casa fuese un personaje más. En el género del terror hay una larga tradición de casas con voluntad propia, y también en el folklore popular. En muchas leyendas del folklore centroeuropeo, por ejemplo, existen objetos encantados que tienen una especie de alma propia o que retienen parte del alma de las personas que los poseyeron. Esto refleja la forma en que se veía el yo en la Edad Media, cuando se creía que no solo estaba limitado a la persona, a su cuerpo físico, sino que también incluía a los objetos que esa persona poseía. Con la Modernidad se pasó a una forma de entender la individualidad mucho más tajante, aunque en realidad algo de esto sigue perviviendo en el inconsciente colectivo. Por ejemplo, en el valor que tienen los objetos de estrellas de la música o el cine que ya han fallecido, que se subastan por millones de dólares; o en las historias sobre cómo los lugares en los que ha sucedido una muerte violenta se convierte en sitios siniestros que producen miedo. En la casa de mi familia materna se produjeron hechos violentos de malos tratos y se vivía en una atmósfera de terror, así que ese miedo acabó permeando a la propia casa, las vigas y las paredes, y quería que eso se reflejase en la novela.
—¿Cómo fuiste construyendo los tiempos narrativos de Carcoma? Hay momentos en que la narración se dispara, sin puntos ni comas ni pausas. Ingresas a un vértigo que lo exige el tiempo-espacio en que se desenvuelve la novela.
—Como la historia la cuentan de forma oral los dos personajes, la abuela y la nieta, quería que en el propio texto se reflejase la forma de hablar. Cuando estás nervioso o cuentas algo que te produce mucha rabia hablas más rápido, te atropellas, te comes palabras, dices más insultos y palabras malsonantes, y quería que eso estuviese. Es cierto que el registro escrito es diferente al oral, en el oral por ejemplo se repiten más las ideas y los pensamientos suelen estar menos ordenados, algo que sería muy pesado de leer por escrito. No se trataba tampoco de hacer una transcripción como si estuviese copiando una cinta grabada, pero sí quería que se notase y se transmitiese al lector esa sensación de tensión, de angustia, de rabia. También quería que hubiese expresiones propias de esa zona de España y de diferentes edades. No habla igual una persona de ochenta años que una de treinta, ni una persona de una clase social que de otra, ni una mujer que un hombre. En sociolingüística eso se estudia mucho, por ejemplo las personas de clase trabajadora solemos hablar más alto y decir más palabrotas, y en el caso del español de España solemos no pronunciar algunas sílabas (es frecuente «he comío» en vez de «he comido», o «palante» en lugar de «para adelante»). Las de clase alta, por el contrario, tienden a arrastrar las s finales, a marcarlas mucho. También sabemos que las personas más mayores dicen más refranes y expresiones religiosas, que las mujeres se disculpan más que los hombres y suelen usar más veces palabras como «gracias» y «perdona»… Todo eso intenté que estuviese porque me parecía importante tanto para el ritmo como para construir bien a los personajes.
—Todos los personajes tienen un deterioro físico. Hay extracciones de dientes y malformaciones, ¿cómo entiendes este juego entre cuerpos, contextos e historia política-social?
—Creo que las violencias que sufrimos se reflejan en los cuerpos. No solo las violencias directas, por malos tratos, sino también otras más indirectas como los años de trabajo o no tener dinero para determinados tratamientos u operaciones. Aquí en España el dentista no está incluido dentro del servicio público de salud, así que en el estado de los dientes se ve mucho la cuestión de clase. Tener los dientes torcidos porque tus padres no pudieron pagar la ortodoncia de adolescente o que se te caigan porque no tienes dinero para empastar las caries es un reflejo de la violencia que existe en una sociedad de clases. Y eso que al fin y al cabo aquí el sistema público de salud palia mucho esas diferencias, en otros lugares son mucho más graves y dolorosas, claro.
Quería que los cuerpos de los personajes reflejasen eso, las violencias que les atraviesan, los dolores que impone el lugar de la sociedad que te ha tocado.
—Fabián Casas tiene un poema en el que dice: «Todo lo que se pudre forma una familia». Carcoma me hizo recordar en cada página este verso.
—No conocía el verso, pero no me extraña que te lo haya recordado. Ojalá haberlo descubierto antes porque habría ido como cita inicial.
—¿Te parece que el terror es un género que puede llevar a exponer vivencias íntimas? Es decir, ¿se le puede tomar como un vehículo que narrativamente dialoga con una exposición interior?
—Creo que de hecho lo hace mucho, solo que de una forma simbólica y metafórica. Esto lo empecé a pensar a raíz de hablar con unas amigas que tienen una editorial de terror. Una de sus colecciones está dedicada a las escritoras anglosajonas de terror de la época victoriana y en ellas se repite mucho el tropo de la casa encantada. Si pensamos qué estaba pasando en aquella época en Inglaterra nos encontramos con que el arquetipo burgués de mujer ideal era el «ángel del hogar», una mujer limitada al espacio privado de la casa y que se dedicaba al cuidado de los hijos. Sin embargo, en sus novelas están hablando todo el rato de la casa como un lugar que da miedo, opresivo, que las aterroriza. Con sus relatos, estaban hablando de la asfixia que sentían, del miedo, solo que lo hacían de forma metafórica. Pensemos también por ejemplo en el subgénero de la posesión y cómo es muchas veces una metáfora de una violación. El trauma de la violación aparece expresado mediante lo demoniaco y lo diabólico quizá porque a veces es más fácil contarlo de esa forma que de manera directa.
—En tu novela también está presente la dictadura franquista (los vencidos, los fantasmas, las cunetas), sin embargo, la forma en que expones este periodo es a través del terror. La idea de narrar un tiempo histórico ampliamente documentado mediante un nuevo género narrativo. ¿Buscas explorar desde otros sitios y salir de cierta comodidad literaria?
—Justamente el uso de las metáforas y lo simbólico que hace el terror para narrar las ansiedades y traumas íntimos también sirve para las ansiedades y traumas colectivos. En una entrevista, Mariana Enríquez dijo que un fantasma era esencialmente un trauma no resuelto:alguien que vuelve porque tiene una cuenta pendiente y repite los mismos gestos, en el mismo lugar. Cuando esa cuenta se salda, el fantasma puede descansar por fin. Creo que esto es muy buena metáfora de la dictadura franquista en España, cuya herida colectiva nunca se cerró. No hubo reparación ni siquiera simbólica, así que la herida sigue abierta y los fantasmas siguen acechando al país entero.
Mi pueblo fue zona de maquis, que eran los guerrilleros que siguieron peleando emboscados en el monte después del triunfo de Franco en la guerra. A veces se acercaban al pueblo por la noche, como sombras, y muchos fueron asesinados y torturados sin que nadie supiera siquiera dónde quedaron sus cuerpos o que había pasado con ellos, simplemente quedaron como desaparecidos. Es decir, los montes de los alrededores de mi pueblo se llenaron de sombras a partir del comienzo de la dictadura, primero de los vivos y luego de los muertos.
Era lógico utilizar el género del terror porque lo que vivieron fue terrorífico, eran cazados por los ricos en batidas con consentimiento de las autoridades. Familias como los Jarabo, que existió de verdad (de hecho el padre fue ministro de Justicia de Franco), salían a hacer batidas por diversión a ver cuántos rojos cazaban.
—Mariana Enríquez dijo sobre Carcoma: «Qué barbaridad esta novela. Pasé la mejor mañana de lectura posible». ¿Qué sientes al leer que una escritora de su talla se refiera así a tu obra?
—Fue alucinante, me hizo una ilusión enorme. Mariana Enríquez me parece una de las grandes escritoras vivas actuales, así que simplemente que quisiese leerse mi libro ya me pareció un honor, pero que le gustase fue increíble.
—¿Cómo se gestó el contacto con Laurel? ¿Cuál fue el primer vínculo y qué tal ha sido la experiencia con la editorial chilena?
—Está siendo genial, me hizo mucha ilusión cuando me dijeron que estaban interesados en publicar Carcoma en Chile. Me parece un sueño que estén pudiendo leer el libro allí. Además todo el proceso editorial ha sido muy atento y la cubierta me parece increíble. Es muy diferente de la española, pero encaja a la perfección con el libro. Ojalá pueda ir pronto.
—Menciona obras, no canónicas, que hayan marcado tu escritura.
—Creo que la literatura latinoamericana es la que más ha marcado mi escritura con diferencia, por encima de la española y de la anglosajona, a pesar de que esta última es la que más tradición tiene de terror propiamente dicho. Yuri Herrera me ha marcado mucho, especialmente Señales que precederán al fin del mundo y Trabajos del reino. También Fernanda Melchor, sobre todo Temporada de huracanes. También Las primas de Aurora Venturini, Rosa mística de Marosa di Giorgio, los relatos de Amparo Dávila, Eisejuaz de Sara Gallardo. Mariana Enríquez, por supuesto. De la tradición anglosajona sobre todo Shirley Jackson, especialmente Siempre hemos vivido en el castillo. Y de la española toda la obra de Agustín Gómez Arcos, muy poco reconocida aquí, aunque sí en Francia, donde se exilió a causa de la dictadura. También creo que hay una influencia importante de Éric Vuillard, sobre todo en la forma de narrar de forma novelada sucesos históricos. Y por supuesto sin Cien años de soledad y Pedro Páramo no existiría Carcoma, pero esas sí son canónicas.