Fue el burdel más famoso de la bohemia de Valparaíso, fotografiado por Sergio Larraín y filmado por Joris Ivens. El escritor porteño Néstor Flores recopila sus recuerdos en un volumen de cuentos –todos inspirados en historias reales- editado por Emergencia Narrativa.
Durante gran parte del siglo XX, el Barrio Puerto fue el escenario de la gran bohemia porteña. Decenas de cabarets, salones de baile y burdeles animaban la noche porteña y, entre ellos, sin duda el más célebre fue el Siete Espejos, un conocido prostíbulo de la calle Clave que era famoso precisamente por estar adornado con siete enormes espejos de marco dorado.
Su esencia fue capturada por el lente del fotógrafo chileno Sergio Larraín y por la cámara del cineasta neerlandés Joris Ivens, quien lo inmortalizó en su filme A Valparaíso. Y ahora, a cincuenta años de que cerrara sus puertas, el Siete Espejos regresa en un libro de cuentos del escritor porteño Néstor Flores Fica, quien se inspiró en historias reales del burdel y del entorno de la bohemia para construir este volumen de relatos.
Los siete espejos, publicado por Emergencia Narrativa contiene siete cuentos, cada uno de ellos dedicado a uno de los míticos espejos del antiguo burdel, cuya forma fue reconstruida minuciosamente por el autor Néstor Flores a través de una larga investigación, que incluyó revisión de archivos fílmicos y fotográficos, prensa y, por supuesto, testimonios de quienes conocieron el Siete Espejos.
Así, nos encontramos por ejemplo con «El espejo de los sueños», «El espejo del dolor» o «El espejo de la luz». Cada título va a acompañado de una reproducción del correspondiente espejo, que es una fiel reconstrucción de los adornos originales del salón, cuyo destino se desconoce.
Las historias, en tanto, si bien están narradas en clave de ficción, se basan en experiencias reales de quienes trabajaron, visitaron o vivieron cerca del Siete Espejos y, en general, en el entorno del Barrio Puerto en los años álgidos de la bohemia. De esta forma, conocemos por ejemplo la historia de «El Tío», un niño abandonado que llegó desde el campo a Puerto buscando a su hermano y que fue criado por una de las trabajadoras del Siete Espejos; Escobedo, un empresario porteño que se enamora de una «niña del ambiente» y logra sacarla del burdel para casarse con ella; o Sergio, inspirado precisamente en el fotógrafo Larraín, quien se sumerge en la dinámica del prostíbulo para retratar a su vida secreta.
-¿Cuál es la inspiración de “Los siete espejos”?
-Surge de mucho tiempo atrás, pienso que por 1981 o 1982. En esos años oí por primera vez del Siete Espejos. Mis compañeros de curso en la escuela o de equipo de fútbol en Playa Ancha hablaban de ese misterioso lugar. Es paradójico, porque en los 80 ya no existía. Lo más probable es que lo haya escuchado de algún tío o algún papá. Se decía que los espejos estaban ubicados de tal forma que, donde te ubicaras, podía ver la puerta de entrada, para estar alerta a la llegada de la policía. Ese juego geométrico fue una inquietud que guardé por décadas. Y que me llevó -ya casi cuarentón- a investigar acerca de esos marcos, sus cristales y su disposición en el salón.
-¿Cómo realizaste la investigación para recopilar estas historias? ¿Quiénes fueron tus fuentes?
-Lo primero es aclarar que yo no buscaba historias. Lo que me interesaba era descubrir cómo eran esos espejos, cómo era el salón, pues las fotos de internet eran claras en muchos aspectos, y uno de ellos era que pertenecían a cuatro o cinco sitios distintos. En esa búsqueda in situ, con fotos enviadas desde la Fundación Joris Ivens, muchas personas se me acercaron a conversar, curiosos de lo que hacía. Y así, sin desearlo, ellos desenvainaron estas viejas historias, a veces reiterando tres o cuatro de ellos el mismo evento, en tres o cuatro distintos días visitando la calle Clave.
-¿Cuánto queda de la memoria del Siete Espejos y, en general, de la bohemia porteña previa a los 70?
-Ahora, con el libro, va a quedar más. Porque muchos cuentos o cahuines o curiosidades del salón y de la calle donde estaba instaurado fueron sepultados por el correr de las décadas en la memoria de los viejos vecinos que pude conocer. Y en este volumen esas historias se desempolvan. Ellos recordaban mucho, y quizá los que quedan aún lo hagan. Incluso ahora tú le preguntas alguien en Clave o Serrano o en el perímetro de plaza Echaurren, y te hablan de uno o dos de los personajes del libro. Si te animas, puedes charlar con ellos por muchos minutos, pues se criaron en ese ambiente, día y noche, y brochazos de los acontecimientos siempre pueden quedar en alguna parte de la memoria. Cuando esas imágenes las reiteran cuatro o cinco personas, algo de verdad debe haber.
-A pesar de tener como escenario un burdel, en tu libro el sexo no es relevante, sino historias relacionadas con otras emociones, ¿a qué se debe esto?
-No es responsabilidad mía. Quienes me confesaron sus recuerdos no me hablaron de sexo, sino de las historias más sustanciales y humanas de los Siete Espejos. Crímenes, visitas ilustres, enamoramientos, el niño que llega desde el campo y es adoptado por una chica del ambiente, la brutalidad policial, el artista perspicaz que descubre un nicho de imágenes exclusivas, el licor clandestino, los perfiles sicológicos de las chicas de la noche, de sus regentas, de los campanilleros… ese tipo de recuerdos fueron develados. No la historia de dos personas que se acuestan. Quizá porque eso era pan de cada día, pan de cada noche, a diferencias de los otros chimentos.
-El Siete Espejos fue fotografiado por Sergio Larraín (quien aparece como personaje en el libro) y filmado por Joris Ivens, ¿cuál era el atractivo que ejercía este local y, en general, el ambiente de la bohemia porteña? ¿Cuál era su singularidad?
-Alguien del ambiente artístico debe haber descubierto alguna vez este salón. Alguien lo describió en otras esferas. Alguien fue muy elocuente en su manera de retratarlo, de reseñarlo. Esos detalles deben haber llegado a oídos de estos suculentos trabajadores de la luz, quienes no deben haber dado crédito al tamaño real de los espejos. Y, cuando tuvieron la oportunidad, llegaron a Valparaíso con sus respectivas cámaras. Lo mismo pasó con el Blue Ballet, con Jorge Romero y con muchos más que llegaban tratando de pasar desapercibidos.
-El libro está distribuido en siete cuentos, pero todos están conectados entre sí, los personajes y acontecimientos se suceden entre uno y otro, ¿por qué elegiste esta construcción del relato?
-De alguna forma, es un estilo que me encanta desarrollar. Ya lo había hecho en otros libros míos, como «Barcelona» y un poco en «Revolver». Pero en Los siete espejos fue una elección un poco obligada, orientada, si se quiere, pues mis «informantes» muchas veces hablaban de los mismos personajes situados en tiempos distintos, locaciones distintas y en historias diferentes. Entonces las vidas de ellos iban efectivamente cruzándose en el entorno de calle Clave, de la plaza Echaurren, pero en eventos y años desiguales. Pasara lo que pasara entre 1940 y 1970, había parroquianos que coincidían.
-¿Qué pasó con los famosos espejos del Siete Espejos?
-Se perdieron. Alguien los tiene, alguien los quemó, alguien los tiró al cerro donde se volvieron polvo, alguien los transformó en leña o en juguetes de madera… No sé. Y no me he dedicado a seguir buscando desde antes de pandemia. Aunque este libro no es el cierre de un ciclo, sí corresponde a un descanso en la larga escalera porteña que tuve que reptar para llegar a estas historias. ¿Hay más peldaños hacia arriba? Sí, claro que los hay. Pero de momento me quedo acá, reuniendo ganas y fuerzas para seguir subiendo.
Néstor Flores Fica, escritor y publicista, es porteño y vive actualmente en Quilpué. Ha publicado las novelas Cabeza de iguana, Barcelona, Si Forrest Gump hubiese sido chileno, El fantasma del bar La Playa y La misteriosa desaparición de Ted Robledo (Premio Nacional IHE Fútbol Chile en categoría novela); además, es autor del libro de cuentos Revolver y el volumen histórico 100 años del Deportivo Playa Ancha.