Sin lugar a dudas las proyecciones de todo fenómeno social o actividad cultural son una extensión de las formas en que se compone la sociedad. Nada es ajeno a su tiempo ni contexto, hay un diálogo incesante en el cual se determinan unos sobre otros, en una praxis manifiesta en donde todo funciona como reflejo. El mundo académico latinoamericano también se teje en estos circuitos. Quienes van a Estados Unidos a especializarse en Ciencias Sociales o literatura, lo hacen bajo la promesa del sueño americano posmoderno universitario, es decir, entrar en los circuitos gringos, terminar el doctorado, realizar cursos (de ser ayudante pasar a catedrático), publicar ensayos en revistas especializadas, viajar a coloquios, obtener la nacionalidad y radicarse por un largo tiempo.
Un estudiante peruano es el que realiza todo este proceso en la universidad de Colorado, Estados Unidos. Para lograr un lugar (el ansiado posicionamiento docente) hay que estudiar, reflexionar, escribir y pegar codazos (en forma silenciosa). No todo se consigue con buenas prácticas, también hay otras formas de ascender y ser parte de la planta profesional. En el día, en horario diurno, todo funciona bajo los rictus de lo protocolar, incluso las zancadillas se hacen con algo de respeto y mucho estilo.
Sin embargo, es en la oscuridad de la madrugada cuando surge nuestra parte de noche. O más bien, la parte de noche de la vida universitaria norteamericana que en la cotidianidad del día a día se presenta bajo otro rostro. Excesos de drogas y alcohol y sexo desenfrenado, son algunas de las muestras con las que el joven latinoamericano y sus melancólicos amigos se encuentran.
Decimos melancólicos amigos, pues viven enamorados de mujeres inalcanzables, que debido a su procedencia económica-social nunca los tomarán en cuenta. Si bien puede darse un coqueteo fugaz, nunca va a dejar de ser eso, un coqueteo fugaz, replicándose los cursos de lo atávico incluso en contextos que presentan un supuesto discurso progresista, democrático e inclusivo.
Animales luminosos, al igual que toda la obra de Jeremías Gamboa, está excelentemente escrita. Su ritmo narrativo es un reloj al que no le sobra nada. Construyendo una historia en donde el gen latinoamericano -en donde se fusionan lo íntimo con lo público- nos persigue a todos lados y en las más extrañas circunstancias.