Lunes, Marzo 24, 2025
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«Poesía total»: Ojos y luces en la memoria

 

Por Daniela Arze-Vargas Donoso

 

Vuelve al camino, los árboles ensombrecen los pasos y el viento frío entumece la imagen apesadumbrada, marmórea y frágil del que ahora avanza por la sala con alguna dirección aparente. Siempre es posible tener esa pseuda determinación cuando la soledad te atrapa. Topa con una ventana y fuera vislumbra un paisaje difuso. Algunos árboles desmayados, un banco de plaza y un farol apagado. Es muy posible que lo que viese, correspondiera a una estatua de una mujer desnuda y una fuente de agua que, alguna vez tuvo peces rojos, pero eso fue en un tiempo remoto e imaginado.

Vuelve al espacio. Se trata de un salón de estilo antiguo que corresponde a una hermosa biblioteca. Topa de improviso con un estante de libros. Se encuentra próximo a presenciar una ceremonia literaria. Es una ceremonia no solo por el lugar que escogió la poeta Eliana Albala para mostrar su obra, si no por el silencio, la parsimonia de los invitados y el público, del que le fue posible distinguir a tres amigas como de setenta años que hablaban de las últimas lecturas que habían hecho, donde aparecieron los nombres de Daniela Catrileo y Andrés Montero. Miró un poco más hacia la izquierda y vio a un hombre como de sesenta años que parecía un profesor de literatura. Lo piensa por el sombrero estilo Indiana Jones, junto a él una profesora de literatura también, lo sabe por los guantes y el sombrero de Emma Bovary que portaba.

Al frente Eliana que permanecía en silencio al escuchar sus presentaciones. Se leyeron algunos comentarios, críticas y el prólogo de su libro Poesía total. Uno de los comentarios leídos lo sintió muy técnico para el temple de su obra, mientras que otros escritos fueron líricos. Soñaba despierto y pensaba. Si hubiera prologado él su libro, sin duda hubiese empezado citando dos poemas que lo estremecen, quizás porque lo siente suyos.  Sus nombres son «No es fácil» y lo musita en sus labios: Prisionero de mí busco la orilla, la otra orilla que retrate mi espalda, la ardorosa columna, el esqueleto marmóreo, otra cara, la otra moneda que me esconde, no es fácil, no es tan fácil encontrarse el revés, la estatura cerrada de la próxima cárcel, a la que vas cayendo desde un salto pesado …(Pág.101, Poesía total, E. Albala) junto a otro que se titula: «Los que nos fuimos sin las cosas». Este segundo poema, es con el que titula su tercera obra de 2014. Ese título lo condujo a destierros íntimos, personales. Eso por supuesto respetando la distancia del exilio al que hace referencia la autora.

Luego, recuerda un poema que leyó en sus clases: «Radiografías transparentes y negras cifras de laboratorios». Reflexiona en la originalidad del título en contraste con el tema y sus metáforas. Lo escucha en la sala, solo para él: «(…) Le palpita una frase del poema que dice: Tápate el corazón. Si no lo tapas, hurgarán ilusorios la algarabía de esa recóndita envolvente textura de tus vísceras…» (Pág.144, Poesía total. E. Albala). Se ha puesto melancólico.

Le queda resonando aquel exilio en México y que sea tan querida y reconocida, como tantas otras poetas y autoras que tuvieron que partir en busca de otras oportunidades.

De pronto, aparece Schlomit Baytelman e ilumina con su voz, su gesto y la poesía, el salón y a él le retumba el sonido del viento y el silbido de la tortura, el crepúsculo y la sombra.  Se encoge de hombros.

Mientras la actriz declama, él, profesor también, recuerda a Eliana Albala en sus clases, su cara iluminada, recitándonos poemas de su libro: Los que nos fuimos sin las cosas. Cree escuchar «Mapocho hermano oscuro» y otro poema que habla de la angustia que percibe la hablante por la lluvia que no viene. Se precipitan palabras como: ojos estúpidos, oído milenario, el río y la tristeza de las cosas que se fueron. Ahora escucha poemas como «Otros ojos» y otro titulado «Volver», que le entran como un disparo en los ojos y lo hacen llorar. Siente que envejeció un poco más. La luminosidad del día lo perturba. Ha empezado a llover.

Sale de la biblioteca conmovido, el paisaje que resuena entonces en él, cabe en su boca toda; en sus oídos; camina a tientas por la calle que ya no reconoce; remueve algunos escombros que advierte con sus zapatos y vuelve a su antigua rutina. Zigzaguea líneas, quebraduras y recoge hojas que le parecen diferentes, también, otras que por lo común, siente que nadie recogería y se duele con ellas y las abriga entre sus manos quietas; manos inmóviles de árbol y las acuna como si fueran niños pequeños. Piensa en su hija y en el poema que escucha antes de partir: «Tengo una niña rubia…»

El aire le parece denso, alguien le toca la bocina, desde un lado que no precisa. Siente olor a leche, a pasto húmedo y tabaco.  Ha comenzado a correr sorpresivamente, las cosas desaparecen de su lado velozmente, se detiene; se inclina y todo el suelo se ha cubierto de polvo amarillento que parece bilis, tal vez vómito y se adhiere a sus zapatos, a sus huesos y a su frente, toda su cara y cabeza que se proyectan distantes de su cuerpo en tensión e intuye que ya no volverán a su espacio habitual.

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