Por Nicolás Poblete Pardo
El psicoanalista desnudo, de Gabriel Dukes Cohen, se estructura como una novela que posiciona a su protagonista, Lev Kogan, como un vector de conflictos. En él confluyen distintos discursos, familiares, religiosos, sociales, profesionales, generacionales, que son revisados desde el privilegiado lugar del psicoanalista. Es su instrucción la que le permite ahondar en problemas que de uno u otro modo todos compartimos, y que algunos deciden ignorar. Se trata de dilemas que aparentan ser sencillos, pero que marcan nuestras relaciones y vínculos humanos, a veces de manera definitiva.
«Prefiero socializar en dosis pequeñas, quizás por eso elegí ser psicoanalista, como una forma de obligarme a compartir con otros en profundidad. Esta profesión me conecta y a la vez me protege del aislamiento», se describe Lev a sí mismo en primera persona. Se trata de un personaje cuasi prototípico que trae a la memoria el imaginario de autores como Saul Bellow y Philip Roth, cuyos protagonistas masculinos podrían ser parientes lejanos de Lev; descendientes de inmigrantes judío-europeos desembarcando en distintos puntos de América. El imaginario judío desplegado en la urbe también recuerda a los vaivenes tragicómicos que vemos en diversas películas de Woody Allen.
Lev es aquel personaje en crisis que se debate en las estructuras en las que opera: su espacio laboral, su familia, su individualidad.
La narración comienza con un sueño que mezcla vida y muerte; una lucha entre la animación que evoca el de un melodioso pájaro y la pulsión funesta que simboliza un cadáver. En este momento, Lev se halla con Miranda, su esporádica amante. (Ella está casada y ha viajado desde Madrid a Miami; él, desde Santiago). Lev comparte: «Mi intuición me habla de un cementerio y eso puede tener solo un significado: Rodrigo Saldivia. Nada prepara a un psiquiatra para cuando un paciente se suicida. Es una carga que se lleva de por vida». Aquí ya tenemos un bocado de lo conflictivo que puede ser la profesión de terapeuta.
Otro inminente duelo atenaza a Lev: su padre está en estado terminal en el hospital. Esta crisis arrastra otra: el retorno del duelo de un hermano, Jacobito, fallecido en circunstancias trágicas, y que ha arrojado una sombra de tristeza y de culpa en la familia entera. A través del padre se revela un terrible historial de antisemitismo y supervivencia; en sus momentos finales los recuerdos de los campos de exterminio siguen penando. Hay otra sorpresa que viene del legado paterno y se reserva para los segmentos finales.
Condimenta esta crisis la percepción y preocupación de Lev respecto de su hija, Sigall, pues teme que se transforme en aquella persona que terminará por radicalizar sus tendencias religiosas, derivando en una ortodoxia liderada por un rabino, y que Lev considera anacrónica y equívoca. Hay una interesante discusión en una cena de Shabat en la que Lev muestra esta tensión en un instructivo intercambio con el rabino…
En la esfera profesional el conflicto se detona con la entrada en escena de Monserrat, quien acude a Lev para hacerse terapia. Ella es la esposa del presidente del colegio de psicoanalistas, una mujer con rasgos narcisistas: «De esas que hablan y se ríen fuerte en las fiestas, para llamar la atención». Monserrat ofrece un detallado perfil del presidente del colegio de psicoanalistas, su mezquindad y mediocridad profesional (explica que no duda en contar intimidades de sus pacientes; es «deslenguado»). Ella se queja de que su marido, Raimundo, no se interesa por la familia y resiente su lugar doméstico, a pesar de que se explica que ella tiene un PhD en filosofía y es profesora universitaria. Su bagaje académico, sin embargo, jamás se evidencia; su caracterización es la de una mujer extremadamente simple, incluso silvestre.

Asimismo, Raimundo, el marido, es muy distinto a la imagen que ha proyectado el profesional en sus circuitos sociales. Sus neuronas espejo le hacen a Lev compararse con este tipo, que es buenmozo y exitoso; Lev, quien se describe como un judío de gueto decimonónico, con un aspecto físico desventajoso, reconoce haber trabajado para elaborar su narcisismo y dice ser feliz con las cosas simples de la vida. Ha superado su divorcio y su relación con su hija es buena. Raimundo Cuéllar, el presidente del colegio de psicoanalistas, también es descrito como narcisista; según Lev, se halla estancado en la etapa «fálica».
Pero este ambiente de supuesto elitismo y sofisticación es pura máscara; hay poca profundidad, mucho engaño y pose social. Aunque la relación entre Monsterrat y el pez gordo de los psicoanalistas es un desastre de infidelidades y desavenencias, ella dice que por ningún motivo lo dejará, quiere castigarlo, no pretende dejarlo para que otras mujeres lo posean y dice que le gusta que las otras mujeres la envidien al verla con un hombre guapo… Así, un área como el psicoanálisis, que carga el estigma de la dificultad y el exclusivismo, es presentada aquí de manera mundana, con todas sus mezquindades y frivolidades, lo que permite un acceso humano en su sentido más doméstico, a la vez que la voz condimenta su narración con interesantes conceptos del área, y repasos de tendencias y autores como Freud y Winnicot. El psicoanálisis es revisado de manera crítica también gracias a la expiación depositada en Marcos, un ex compañero de Lev que aún sigue herido después de treinta años, ya que le impidieron especializarse en psicoanálisis por su homosexualidad.
La otra mujer que interviene en este mariposeo social es Rosario, a quien Lev asesora y guía en su formación en psicoanálisis. Como en una película de Woody Allen, Rosario se debate moralmente por estar enamorada de su analista, que resulta ser (spoiler alert) Raimundo Cuéllar. Así se va conformando este ambiente donde todos chapotean al son de un adulterio que revela la falta de horizontes en otras arenas, lo que produce una endogamia penosa pero que se decora con marcas de prestigio social para investirla de un cierto glamur. Cuando Lev se entera del romance entre Rosario y su analista, sale a la luz el conflicto ético, pero reconoce sentir envidia de él. Predeciblemente, la tentación también lo atrapa a él, pero Lev manifiesta más estoicismo y consigue controlarse. Él concibe el deseo como un «monstruo».
El psicoanalista desnudo resulta en un entretenido relato que consigue cursar distintas denuncias con los materiales que emplea, desde la guerra de las generaciones en las familias y en la historia del psicoanálisis, los conflictos de poder en la maquinaria laboral, la soledad y el patetismo que se filtran en el mercado de las aplicaciones para citas, hasta las críticas preguntas sobre nuestro rol en el mundo cuando tomamos conciencia de nuestro proceso de individuación.

Nicolás Poblete Pardo. Periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).






